Cuando todavía no ha concluido el siglo XIX, esta minúscula filmación de apenas un minuto de duración revela claramente que Méliès ya posee una afición, un deseo y una vocación inequívocamente cinematográficas.
Nos encontramos ante un escenario orgulloso y nuevo en el que no se reproduce lo que existe sino que la realidad es reemplazada, sin reservas, por la ficción.

Todas las posibilidades del cine se encuentran todavía por descubrir pero lo importante es que hay alguien dispuesto a explorarlas.

Para quienes estamos enamoradas de la obra de Mozart y del cine antiguo esta propuesta ofrece, incialmente, un especial encanto.
Pero ya se sabe que en las grandes expectativas anidan los grandes fracasos.

Sin embargo, este no es el caso.

Enseguida se advierte que las trasparencias de la animación son capaces de trasladar sutilmente al espectador hasta una legendaria Viena y hacerle cómplice, con frescura y naturalidad, de una sencilla historia de amor.

Es el arte de hacer cine.
Se sobreentiende, por obvio, que la música no requiere comentario adicional.

Pretenciosa, abstrusa, simplificadora, mixtificadora, voluntarista, maniquea y reduccionista.
También rancia.

El designio de un azar me ha impulsado a verla.
Una convicción deliberada me lleva por la senda del olvido.

Ya no me apetece leer el libro sobre la ceguera pero estoy casi seguro de que es mejor que esta película.

Eso, al menos, quiero creer.