Nuestra admirada Bette Davis protagonizó a mediados de los años sesenta del siglo XX una película que resulta más que interesante en muchos aspectos aunque adolece de cierto tufillo rancio porque ese tipo de proyectos cinematográficos de corte psicológico, con grave trauma de por medio, ya se consideraba agotado tiempo atrás.

Volver a verla en nuestros días representa, sin embargo, un ejercicio muy recomendable porque posee miradas inquietantes, escenas que no deben olvidarse, sospechas que se cruzan continuamente como estiletes envenenados y un regusto agridulce sobre el que ni siquiera el trascurso de tantas décadas ha conseguido hacer mella.

Y no sería justo, por poco común, omitir en este momento que el niño (William Dix), sobre el que recae buena parte de la responsabilidad dramática, actúa como un auténtico profesional.

No puedo evitar la sospecha de que es muy probable que si esta misma película estuviera protagonizado por Antonio Ozores y por Florinda Chico, su valoración en la estima del público sería menor.
Y que si en lugar de la referencia del norteamericano Richard Quine figurara un nombre y unos apellidos españoles en los títulos de crédito bajo el epígrafe de director, la comedia habría pasado casi desapercibida.

Es probable.
Es probable y me escandalizo al pensarlo.

Señoría, no hay más comentarios.

Ni costumbrismo, ni reivindicación, ni crónica social.

Cuando a un producción no le cabe mayor densidad de tópicos por metro cuadrado, o lineal, de celuloide no se le puede sino censurar su falta de acierto.
Si, además, resulta monocorde, reiterativa y simplona uno puede echarse las manos a la cabeza o ponerse a llorar.

Cualquier cosa menos ver la película.

Original y curiosa propuesta en clave surrealista -de corte suavecito y “finolis”, dicho sea de paso- que posee un enorme calado dramático gracias al que es capaz de sobreponerse una y otra vez a una trama que por momentos parece que se agota en sí misma y amenaza con extinguirse.

Su excepcional fuerza narrativa le permite mantenerse por encima de su propia evanescencia y, lo que resulta más meritorio, renovar su viveza expresiva hasta el final de una película muy bien urdida y extraordinariamente elaborada.

Nos hallamos ante una magnífica obra (a pesar de su brevedad) en que el protagonismo recae sobre una atmósfera perfectamente urdida para transmitir su mensaje.

El corto ofrece detalles deliciosos en su forma y un trasfondo muy humano presentado con delicadeza sin asomo de ñoñez. Y su textura narrativa le confiere una gran fuerza emotiva que se delinea en los trazos de una acuarela segura y resuelta mediante la que se consigue poner en juego todos los resortes de la comunicación.

Mostrar los sentimientos con sencillez es su principal virtud.