En apenas una hora y cuarto, un reducido grupo de actores representan, con escasez de medios pero con absoluta fidelidad, la declaración de Luis Bárcenas en la Audiencia Nacional con relación a la contabilidad en B del partido Popular.
¿Aburrida? ¿Sin acción? Tal vez estas podrían ser algunas de las críticas, más bien objeciones, que algunos, inducidos por su ideología política, podrían aducir a esta espartana producción. Aquí no aparecen monstruos de forma visible, pero sí que lo hacen de forma tangencial. Y sus maldades son aún más nocivas que las de cualquier collage de trozos de cadáveres animado por un científico loco y soberbio. El daño de estas criaturas tiene forma de corrupción y de mentira.
En fin, tal vez por las fechas en que nos encontramos esta película puede ser tan inoportuna como una película de zombis en un día de Nochebuena. Pero pese a las filias y las fobias que pueda despertar, según la naturaleza política de cada uno, es de obligada visión para todos aquellos que prefieran la luz del día a la cómoda sombra de las mentiras.

Pues sí. Ojalá que un día, al acostarme, un ruido que al principio creyese relacionar con el camión de la basura fuese, en realidad, el de una nave extraterrestre. Y ojalá que, sin apenas darme cuenta, hubiera sido arrebatado en cuerpo y alma por estos seres de otra galaxia. Y al despertar, otra vez en mi cama, decidiese ver una película de más de dos horas donde una pulcra recreación histórica, una buena interpretación, unas escenas bélicas espectaculares y creíbles me hiciesen disfrutar y viajar en el tiempo a la Rusia de 1916 a 1919, la de la caída del zarismo y del inicio de la Unión Soviética.
Pero no: las abducciones no son un fenómeno que se dé con la misma frecuencia que los viajes del IMSERSO y mis pies y mi cabeza están lo suficientemente agarrados a esta tierra como para darme cuenta de que esas dos horas no son otra cosa que una especie de panfleto blanco en el que la Revolución de Octubre fue la excusa para asesinar inocentes zaristas a los que no se podía reprochar otra cosa que, simplemente, maltratar al pueblo llano y matarlo de hambre o a latigazos con su nagaika (látigo cosaco).
Por lo tanto, y para ser neutral, tengo que añadir que El Almirante es una película bien interpretada, bien realizada y, por supuesto, entretenida ya que sus ciento veinte tres minutos transcurren en un suspiro gracias a sus escenas de guerra impecablemente logradas. Pero, insisto: es un auténtico libelo hecho de celuloide cuyo único propósito es echar por tierra la Revolución de 1917 y barrer bajo la alfombra del olvido los crímenes del régimen zarista.

Que esta película trata de un episodio trascendental en la vida de Juan Sebastián Bach, el viejo peluca, como lo llamaba el inolvidable Fernando Argenta; y que ese episodio, el encuentro con el emperador Federico II, está representado con todo lujo de detalles, con una puesta en escena tan tenebrista como rigurosa, es más que evidente. Pero el cine, esa distracción por la que pagamos casi siete euros para evadirnos de nuestros problemas, no es tan solo una fiel recreación de un acontecimiento histórico. El cine es espectáculo, aventura y, lo que es más importante, una invitación a viajar a través del tiempo, no solo durante los noventa y nueve minutos que puede durar una película, sino a través de ese prurito que nos incita a leer y releer libros o, al menos, a investigar a través de internet.
Sin embargo, Mi nombre es Bach, lejos de motivarnos, tal y como lo logró Milos Forman con su Amadeus, a indagar, en este caso, en la vida del genio del barroco, nos disuade de ello con una historia cuyo eje principal es la rivalidad entre sus hijos Emanuel y Friedmann en la corte de un Federico II sobreactuado y nada convincente que comparte protagonismo con una Ana Amalia de Prusia infantil y pizpireta.
En definitiva, quienes esperen disfrutar de la fecunda y apasionante vida del autor de la Pasión según San Mateo así como del modo en que se gestaron sus cantatas, sus conciertos y todas sus creaciones con el telón de fondo de su maravillosa música, deberán esperar a otra ocasión.

Son solo quince minutos. Quince minutos escasos donde las palabras ceden su protagonismo a las imágenes, al rugido de las olas y del viento, pero también, y eso es lo más importante, a una figura de nuestra historia que ha sido injustamente menospreciada por el Cine: el hondero balear; el foner.
Un guerrero que pese a su singularidad, pues no portaba más armas que varias trenzas de esparto con las que lanzaba cantos rodados, no solo participó en innumerables batallas, sino que gracias a su habilidad y a su fiereza decidió el resultado de muchas de ellas, como Cannas en el 216 antes de Cristo, cuando de una pedrada mató a Emilio Paulo, que junto Terencio Varrón comandaban el ejército romano.
Ahora, gracias al director Alex Marín, hemos tenido la oportunidad de volver a ver a ese trozo no solo de la historia de las Baleares sino del mundo en las pantallas de nuestros cines para, de algún modo, reparar ese desprecio del que han sido objeto tan inigualables guerreros. Baste como ejemplo títulos como aquel Aníbal protagonizado por Víctor Mature, donde la batalla de Cannas fue algo así como una mera exhibición ecuestre a cargo de jinetes armados con espadas y lanzas y donde no aparecía ni una sola honda pese al protagonismo que tuvo.
Por todo ello, por el reconocimiento que merecen estos personajes que, después de miles de años, se han perpetuado en los actuales foners, Foc de pedra no solo es un título de obligada visión para quienes aman la historia, sino que debe ser un referente para futuras producciones históricas.

Que Guerra y Paz es un verdadero deleite para quienes, como yo, gustan de los viajes a través del tiempo gracias a una recreación perfecta de la Rusia de principios del diecinueve es algo que corroboran las cientos de críticas a favor de esta miniserie de seis episodios. Una espectacular puesta en escena que junto a un plantel de excelentes actores convierten a esta producción de la BBC en una joya digna de los mayores elogios. Elogios que también merece la acertadísima elección de un Paul Dano para un impecable Bezújov cuyo rostro, ya de por sí, refleja la pureza y el idealismo que León Tolstoi quiso transferir a ese personaje.
Aun así, y sin pretender menoscabar esta adaptación de 2016, para quienes hemos visto la anterior versión, también de la BBC, de 1972, estos seis capítulos de la actual serie nos han sabido a poco. Con un último episodio en el que solo se escenifican los preparativos de la batalla de Borodino, una de las más grandes de toda la historia, y con los amores y desamores de sus protagonistas pendientes de su desenlace, la impresión que me ha causado, e imagino que a muchos seguidores de la producción de 1972 también, es la de una serie inacabada, pendiente, al menos, de una o más temporadas.
Por lo tanto, si el final de esta producción ha sido ese, al menos, y para consuelo de quienes hemos tenido esa impresión de ver algo a medias, sería ideal que la misma productora reeditase la de 1972, con lo que además de atar cabos sueltos volveríamos a disfrutar recordando viejos tiempos y grandes actores.