Obra de transición en la que el autor francés mantiene esa genuina línea de experimentación que le caracteriza.
Y por la que se le valora.

En esta ocasión ofrece como novedad la creación de un escenario múltiple a través del cual la pantalla sobre la que se proyecta la película se convierte en un mosaico gigante en el cada uno de sus cuadros posee acción propia e independiente.

Cabe imaginar el asombro de los coetáneos.
Y, sin duda, esa fascinación que era capaz de poducir cuando el siglo XX todavía no había cumplido su primera década.

Desde el principio da la impresión de que el director gestiona su película con un propósito de trascendencia y que no se conforma con que se convierta simplementa en una más.

Pero enseguida se advierte que, aunque aspira a lo profundo, en realidad bordea los lindes de lo pretencioso. Aspira al paradigma de lo intelectual, en un proyecto deliberadamente difícil y ambicioso, pero al espectador le llega un mensaje artificioso, poco sincero y, por momentos, farragoso.

Puesto que posee escenas singulares, secuencias originales y un tempo narrativo interesante que la convierten en distinta, seguramente alcanza el objetivo de no ser una película más.

Pero estoy segura de que eso no basta para que la cartelera se sienta orgullosa de ella.

La película sobrecoge desde que las primeras imágenes comienzan a demostrar que para filmar con maestría no se precisa muchos medios, alharacas gratuitas ni recursos excepcionales.
Sólo hace falta saber hacerlo.
La fuerza que imprime Buñuel en su relato posee la virtud de la sencillez y la complejidad de lo profundo.

Transmite al espectador un mensaje que se instala en el recuerdo, que permanece en la memoria y cada uno incoprora la historia que se le cuenta al acervo de su propia experiencia y es plenamente consciente de que algo muy singular se está proyectando sobre la pantalla.

Y ello, al margen de ideologías.

La voz que clama en el desierto posee, en adelante, un nombre y un rostro humano.

De ningún modo habría podido imaginar Douglas Fairbanks que apenas una década después de filmar esta película, él mismo iba a protagonizar títulos tan extraordinarios como La marca del Zorro (1920), Robin Hood (1922), El ladrón de Bagdad (1924) o El pirata negro (1926).

Algo análogo le sucede al espectador actual.

En el escaso lapso de esos años el cine se transformó de forma poco previsible.
En efecto, alcanzó cotas sobresalientes en el planteamiento de su complejidad argumental así como en el descubrimiento, aplicación y desarrollo de nuevas técnicas narrativas. Y ello, por manterner la perspectiva del valor histórico, antes del vuelco definitivo que supuso la introducción del cine hablado.

Celebremos pues que Fairbanks ya anduviera metido entre rodajes porque gracias a él, y a otros como él, el futuro del cine pudo hacerse grande.

El inquietante universo de Lovecraft cobra carta de naturaleza en esta producción que de ningún modo consigue trasladar hasta el ánimo del espectador esos sentimientos de zozobra o turbación que cabría esperar cuando toma su título del celebrado grimorio del autor americano.

La película resulta lenta, por momentos (muchos) pueril y sus constantes despropósitos narrativos delatan continuamente su incapacidad para culminar con éxito un objetivo medianamente digno.

Decepcionante film.