Construcción icónica muy propia de finales de los años sesenta del pasado siglo que, en este caso, toma como referencia los cuatro rostros inacabados de los componentes de “The Beatles”.
El hilo conductor del cortometraje consiste en que su fisonomía -la de los cuatro rostros- va cambiando al ritmo de la célebre canción que da título a la obra.

Por sobradamente conocido no diremos nada acerca de la canción.
Ya sabemos que es excelente.
Añadiremos que las imágenes presentan un punto de originalidad y simbolismo de forma que el conjunto resulta muy atractivo.

Interesante ejercicio visual y sonoro de notable plasticidad que nos introduce en el ámbito de algunos de los referentes en los que halló sustento la revolución vanguardista de los años sesenta y setenta del siglo XX.
Se trata de un una filmación sin argumento ni tesis explícita de más de media hora de duración en la que se suceden elementos de la comunicación underground, señales que llevan a la estética psicodélica y recursos de la música, del teatro y del ensayo experimental.

Aunque puede considerarse como una propuesta sugerente, su metraje excesivo entraña el riesgo de causar cierta fatiga en el espectador.

Uno de los grandes méritos de estos artistas de la animación (los hermanos Fleischer, cada cual en su cometido) fue el de comprender que sus naturales dotes para el dibujo poseían un valor añadido si eran capaces de combinarlas adecuadamente con el emergente cinematógrafo.
Ellos se dieron cuenta, sin reservas, de sus posibilidades.

Este cortometraje nos introduce de lleno en una auténtica fábrica de dibujos animados y nos ofrece la aventura de la animación dentro de la animación con naturalidad y frescura: magia dentro de la magia.

Toda la vida he oído y leído que esta película es un referente intemporal y se la suele presentar como icono y máximo paradigma del cine de culto.
Sea.

Pero después de haberla visto tres veces en los últimos cinco años, yo pienso que cuando el cine mudo daba sus últimos coletazos y la industria se esforzaba por hacer frente a las nuevas exigencias que la modernidad traía consigo, hubo cineastas que mantuvieron una actitud poco permeable a las nuevas tendencias y, por lo tanto, anclada en el pasado.
Desgraciadamente “El maquinista de la General” (1926) pertenece al grupo de las películas concebidas a la antigua usanza.

“Oliver Twist” (1922), “Nosferatu” (1922), “El ladrón de Bagdad” (1924), “La quimera del oro” (1925), “Sally, la hija del circo” (1925), “Las aventuras del príncipe Ahmed” (1926), “Fausto” (1926), “El pirata negro” (1926) o “Alas” (1927) pertenecen, en cambio, a la corriente renovadora.

Y, por si fuera poco, la película de Keaton adolece de lentitud, le falta agilidad narrativa y resulta premiosa.

Filmar películas a ritmo de vértigo encierra el riesgo de la reflexión escasa y de la pausa insuficiente.
La industria cinematográfica de aquellos años ya se había convertido en un desafío de locos y la necesidad de encandilar al público obligaba a pensar mucho más en términos de negocio que en un reto de carácter artístico.
¿Nos puede sorprender, entonces, que en esa carrera se primara la cantidad en detrimento de la calidad?

Por lo visto en muchas de las producciones de la década feliz, en los años veinte no conocían el dicho.
Las cosas (las películas) se hacían con prisa y sin pausa.