Una película que transcurre casi la totalidad de sus noventa minutos mostrando a sus doce personajes discutiendo encerrados en una habitación, parecería el colmo del tedio, sin embargo no es así, más bien al final al espectador le queda una sensación a pedir que siga, solo un guión de gran inteligencia de Reginald Rose podría haberlo logrado, diálogos intensos que llevan al espectador a tomar partido, demuestra que hay situaciones en que no basta solo dejarse llevar por la mayoría, sino, que hay que sopesar todas las aristas de una trama, un maravilloso reparto que produce actuaciones sobresalientes, si bien la historia esta apenas para una puesta en escena en un teatro, los encuadres del debutante director Sydney Lumet, convierten esta película en todo un clásico, luego Lumet explotaría el drama humano en todos sus alcances en filmes como Sérpico y Tarde de Perros, en resumen cine de altos quilates y donde las inmejorables actuaciones de Henry Fonda, Lee J. Cobb, Jack Warden y E.G. Marshall están a la altura de las circunstancias, de resaltar, el veterano Joseph Sweeney el primer jurado que cambia su voto. Una moraleja que resalta la ineficiencia del sistema penal estadounidense, nunca se podrá saber cuantos inocentes pudieron haber sido condenados por individuos que querían llegar temprano a un partido de béisbol.

Después de la primera impresión que se llevan algunos espectadores que piensan que se trata de la secuela de Titanic, esto por los dos actores principales, la película nos lleva hacia una historia de gente común con los desencantos y frustraciones que se producen en un matrimonio, el director Sam Mendes trata de levantar nuevamente su cabeza después del fiasco crítico que supuso su anterior película, Jarhead (2005), y lo hizo regresando a los temas y ambientes que caracterizaron su gran obra, American Beauty (1999), para ello le saca provecho a su esposa Kate Winslet y a un Leonardo DiCaprio cada vez mucho mejor, solo eclipsados en algunos tramos de la película por la enorme actuación de Michael Shannon, el director echa mano nuevamente de sus habituales colaboradores Roger Deakins y Thomas Newman en fotografía y banda sonora para redondear un drama ambientado en el Connecticut de hace cincuenta años, cuyo desenlace podría ser su única debilidad.

Un desperdicio de fotografía de Don E. FauntLeRoy, película predecible y prescindible, cuando asesinan al gobernador de Tokyo, obra de la yakuza japonesa y de la mafia china, sucede lo esperable, por supuesto un héroe americano y por supuesto un ex de la CIA llega al rescate del imperio japonés, y por supuesto y para peores se trata del inexpresivo Steven Seagal, del cual pareciera que su principal frustración es no haber nacido chino.

Película de bajo presupuesto, que sin embargo hace una denuncia de los peligros que conlleva el armamento nuclear, hace una rara y valiente denuncia, si se toma en cuenta que la película es de 1954 en pleno inicio de la guerra fría, mostrando situaciones similares a las que ocurren hoy en día, como manipulación de la información por parte del gobierno, y hasta instructiva cuando el anciano científico explica el comportamiento de las hormigas, James Whitmore se proyectaba entonces como una promesa, sin embargo, algo sucedió y no pasaría en adelante mas que de papeles secundarios.

Comedia que caricaturiza, algo tan serio como es la terapia de regresión, para entretejer una especie de historia que salvo muy contados chispazos de humor, tiene una aterrizaje forzoso sin siquiera haber despegado, debido sobre todo a un ineficiente guión, que trata de alargar hasta adonde no se puede, una fábula sin futuro, tanto que el espectador sabe a los quince minutos de lo que pretende la protagonista, casada con un poderoso empresario mexicano, que no pone la suficiente atención a su relación. Rescatable el sonido y la fotografía, la película apenas llega a un inverosímil enredo clasista.