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España España · Madrid
Críticas de Servadac
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Críticas 359
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
9
18 de abril de 2021
26 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al terminar ‘Last and First Men’ pienso que bien pudiera haberla visto en una sala de conciertos. Es, en esencia, una obra musical. Más tarde supe que el autor, Jóhann Jóhannsson, era el compositor de cabecera de Denis Villeneuve. Recuerdo, a bote pronto, la atmósfera sonora de ‘Sicario’ y, muy especialmente, el plano en que se anuncia Ciudad Juárez.

Tomados uno a uno, los elementos de la cinta son correctos. El texto, sencillo, no alcanza grandes cotas especulativas; la imagen, blanca y negra, es pulcra y aseada; la música, eficaz, queda muy lejos de Stockhausen. La arquitectura, entre futurista y primitiva, resulta convincente; tiene, para mí, trazas de una improbable civilización soviética y utópica, con rasgos de vanguardia cubista, abstracta y surreal.

La imagen no tiene la fuerza elemental de Andrei Tarkovski, ni la terrible oscuridad de Béla Tarr en ‘El caballo de Turín’; por mucho que recuerde, en su temática, a la epopeya 2001, la planificación no es comparable a la de Kubrick.

Y sin embargo, como en ‘La jetée’ de Chris Marker, hay algo en esta cinta que me ha conmovido en lo más hondo. Un pájaro cruzando por el cielo; el rastro de un avión; la usura en cada piedra o monumento: estructuras extrañas, fascinantes, abriéndose a las nubes; megalitos misteriosos como tumbas. El paisaje desolado de la extinta Yugoslavia, captado por la lente de Jan Kempenaers. La coda oscura después de tanta niebla y claridad. Y, sobre todo, la voz de Tilda Swinton, fría, neutra, distante, cercana y memorable. No puedo describir la exactitud con que concuerdan su voz y la cadencia de la imagen, pausada y verdadera. ‘Last and First Men’ tiene mucho de Stalker y su ruina. Tiene el sabor de un texto de Azorín.

"Vivir es ver pasar: ver pasar allá en lo alto,
las nubes. Mejor diríamos: vivir es ver volver.
Es ver volver todo un retorno perdurable,
eterno; ver volver todo -angustia, alegrías,
esperanzas-, como esas nubes
que son siempre distintas y siempre las mismas,
como esas nubes fugaces e inmutables."

He experimentado la película como una ensoñación, como una línea de Pascal leída mirando a las estrellas.

===

Jóhann Jóhannsson falleció dos años antes de su estreno. Su voz nos llega desde el más allá por medio de la voz de Tilda Swinton. Lo humano, sin una sola persona en sus setenta minutos de metraje, nos habla al corazón.
Servadac
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7
28 de febrero de 2021
18 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine negro nace de la confluencia de múltiples factores: expresionismo alemán, realismo poético francés, novelas ‘hard-boiled’, depresión de entreguerras, amenaza latente de los grandes totalitarismos, cinismo existencial. Es, más que un género, un estado del alma.

Cornell Woolrich (William Irish) es uno de sus máximos exponentes literarios. Algunas de sus obras fueron adaptadas por autores de la talla de Alfred Hitchcock, Jacques Tourneur, François Truffaut o Robert Siodmak. En la obra que nos ocupa, hace gala de su habilidad para crear atmósferas y llevarnos, de la mano, al territorio del sueño o inconsciente.

No hay vehículo mejor para adentrase en esa orografía que el cinematógrafo.

Arthur Ripley no es uno de los grandes, pero sabe utilizar el material de Woolrich y trasladar su lirismo romántico y sombrío a la pantalla. Cualquier atisbo de verosimilitud queda descartado. Las coincidencias y giros se suceden delante de nosotros como en una turbia pesadilla. Y, sin embargo, aceptamos el curso de los acontecimientos como quien acepta la voz ineludible del destino.

La geometría del guión es excelente. Dos veces el tren, dos veces el coche de caballos en La Habana, quizás dos veces un intento de suicidio… Steve Cochran y Peter Lorre componen una pareja de villanos memorable: crueles, descreídos; muy por encima del desempeño soso de los dos protagonistas, en especial Robert Cummings, cuya gestualidad carece del empaque necesario.

¿Qué se siente al cortar el pelo a un hombre?, pregunta Eddie a la estilista. Y nos viene a la cabeza la historia de Sansón. Job es el mayordomo de la casa. ¿Joe? No, Job, como en la Biblia.

La violencia queda, por lo general, fuera de cuadro. No tengo dudas de que Ripley conocía los aciertos de Tourneur. La escena del perro en la bodega es magistral, igual que la pelea que oímos al otro lado de la puerta. El plano del mar y el oleaje, el claroscuro y el uso de las grúas… La música, el piano.

Esperamos ansiosos el momento. Soñamos tenuemente. Al despertar, recorremos el espacio real de nuestra pesadilla. Deberíamos sentirnos aliviados. Pero el cine, el cine sólo, a diferencia de los textos literarios, nos atrapa en esa red en que se funden ficción y realidad. Porque “las palabras imponen una cierta distancia al lector. El mundo que se lee no es un mundo que se ve.”

Y el cine, fatalmente, se inscribe en la retina.
Servadac
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8
20 de septiembre de 2020
83 de 96 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera frase que oímos en la cinta es el título: ‘I'm Thinking of Ending Things’, abiertamente ambiguo en el original. Acompañada por la música, impresionista y leve, de Jay Wadley, una mujer en off relata y reflexiona. La cámara recorre estancias de un hogar que bien pudiera ser memoria de una vida; todo fijado, quieto, salvo la luz del viento en los visillos. En un segundo visionado, advierto que esa sucesión de imágenes evocadoras ilustran el poema ‘Bonedog’, de Eva H. D., recitado más adelante por la chica.

La luz es engañosa, igual que el esplendor de una nevada en medio de la noche.

Aparece Lucy, Louisa, Ames o Amy... alza la vista –such a big sky–, saca la lengua para apresar alguno de los copos y observa de reojo una fachada de ventanas. Comienza entonces la extrañeza: una voz masculina se inserta en el relato mientras vemos, de espaldas, a un anciano mirando –suponemos– furtivamente a la muchacha. Su ropa, de tonos fríos, contrasta con el colorido alegre de la chica. Caperucita Roja, el lobo viejo; hay un ligero sabor a cuento en este inicio. De nuevo, la voz del hombre, la misma fachada de ventanas, la misma habitación, la estantería… Pero esta vez, en lugar de planos fijos, la imagen se desplaza; y el hombre ya no es el anciano, sino alguien rubio, más joven, de gesto similar.

En ese principio, en esos tenues movimientos, encuentro el recorrido entero de la cinta.

===

Charlie Kaufman se sitúa, a mi entender, más cerca del John Huston de ‘The Dead’ que del universo formal de David Lynch. Lynch es un cineasta de ideas e intuiciones; el acercamiento de Kaufman es, en esencia, cerebral. Quizás en el exceso de intelecto esté su principal limitación.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Servadac
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6
21 de agosto de 2020
31 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
No soy muy amante de las series, de lo prefabricado y repetido. Los automóviles, para mí, son sólo un medio de transporte. La producción industrial es sin duda un gran avance, pero su ingeniería no me llega al corazón. La tecnocracia rara vez nos lleva mar adentro.

‘El hombre en el castillo’ es irregular y entretenida. Toda ucronía puede ser, en principio, fascinante: ¿qué hubiera sucedido si el Eje hubiese ganado a los Aliados? Un mundo cuántico de universos paralelos es una puerta abierta a la aventura.

La dirección es funcional. Música, ángulos, fotografía. La ambientación es convincente, pese a ciertos chirridos CGI. El nivel actoral es discreto, rozando lo mediocre. Tres son los actores que aparecen en la totalidad de los capítulos: Alexa Davalos (Juliana Crain), Joel de la Fuente (Inspector Kido) y Rufus Sewell (John Smith). El desempeño de los dos primeros es, por momentos, deplorable. Alexa Davalos carece de recursos interpretativos (no es, ni de lejos, la mantis religiosa que se presume en el guión) y Joel de la Fuente es una mueca. Sólo Rufus Sewell raya a buena altura, con esa mirada levemente estrábica y la voz sibilante y quebradiza.

Sonroja el abuso del montaje alterno, sobre todo en los finales; y la sobredosis permanente de alcohol y cigarrillos para darle ritmo a las secuencias (pocas veces he visto fumar y beber tan torpemente delante de una cámara). Sorprende, para mal, la desaparición abrupta de algunos personajes, lo que hace sospechar complicaciones de agenda, premura o producción.

Hawthorne Abendsen, el hombre en el castillo, es un McGuffin; carente de peso y de carisma. El auténtico gurú es Nobusuke Tagomi, ministro de comercio, personaje no del todo aprovechado. La primera partida de rebeldes, ásperos y desabridos, entiende, con Sartre, que el terrorismo es la bomba atómica de los pobres; provocan, por ello, un fondo ético de náusea en el espectador. Pero, por desgracia, van siendo sustituidos por versiones mucho más edulcoradas de la Resistencia, hasta desembocar en un penoso Frente Negro Comunista y un ridículo Robin Hood guaperas irlandés (mezcla de Mortadelo y maniquí) llenos de empatía, nobleza y buenos sentimientos. Un planteamiento perfectamente comercial que tranquiliza las conciencias y aplana las neuronas. Lástima, porque en la ambigüedad moral, apuntada en sus inicios, estaba el plato fuerte del menú.

Y llegamos al protagonista verdadero: John Smith. Como Al Swearengen (Ian McShane) en Deadwood, John Smith se adueña de la serie. El nombre no es casual; John Smith podría ser cualquiera. Dice Joseph Ratzinger que “es el individuo quien da sentido al todo y no al revés”. John Smith es, en mi opinión, la médula de 'El hombre en el castillo'. ¿Quién no se ha preguntado alguna vez cómo sería uno mismo en otras circunstancias? ¿Quién no ha fabulado alguna vez otra existencia? No hablo sólo de una simple dualidad –Dr. Jekyll, Mr. Hyde– sino de la posibilidad de que una decisión, un hecho, una persona… nos cambie de manera decisiva.

John Smith nos sienta, sin la menor compasión, delante del espejo. Sólo por ese incómodo viaje merece la pena el recorrido.
Servadac
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7
5 de agosto de 2020
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Shiro Kido es uno de esos productores a la americana, imponente y enérgico; aterrizó en la Shochiku en 1924 y trabajó con algunos de los más grandes directores japoneses. Se le considera una figura controvertida y contrastada. Cuenta la leyenda que Mikio Naruse nunca fue santo de su devoción; de él llegó a decir que el estudio no necesitaba un segundo Ozu –una copia menor, ha de entenderse–. Por lo demás, le consideraba un director monótono, falto de contrastes y excesivamente pesimista.

Al parecer sólo ‘¡Ánimo, hombre!’ suscitó su admiración.

En su visión del cine debía primar el optimismo, la alternancia de penas y alegrías, el respeto por la autoridad y el orden y, por qué no, la apertura a los procedimientos formales de ultramar.

Mikio Naruse trabajó quince años para la Shochiku. Realizó para ellos una veintena larga de películas. Más adelante se fue a la P.C.L. (Photo Chemical Laboratory), antecesora de la Toho. Es posible que la marcha de Naruse se debiera a su falta de empatía con los planteamientos de su jefe, también es plausible una razón más simple: quería hacer sonoro y, en aquella época, la P.C.L. se fundó para especializarse en ese tipo de tecnología.

Sospecha Jean Narboni, en su monografía sobre el director para Cahiers du Cinéma, que en ‘¡Ánimo, hombre!’ hay un conflicto entre Naruse y su patrón. Me complace pensar que está en lo cierto; el cotilleo puede añadir sal al caldo creativo.

Estamos ante un corto tragicómico que recuerda, en su temática, a la posterior ‘He nacido, pero...’, de Yasujiro Ozu. El padre, Okabe, un muy modesto agente de seguros, ha de humillarse para subsistir.

Sin embargo, pese a las dentelladas de humor, el tono de Naruse es más oscuro.

En la zona ‘spoiler’ quisiera analizar por qué, desde mi punto de vista, el director se lleva el gato al agua frente al productor.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Servadac
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