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España España · Santander
Críticas de Simsolo
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Críticas 53
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
9 de mayo de 2020
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin ser una película excelente, “Only the brave” consigue ser un título ejemplar. Un film íntegro, dueño de su propia moral. Esa honradez tiene que ver con la falta de trampas dirigidas al espectador complaciente y, sobre todo, una renuncia general a muchos condicionantes del cine actual. Vista con simpatía, es una aproximación casi modélica al limpio universo de Howard Hawks. Estamos ante una obra coral, la representación doméstica de una forma de vida que no elude la tragedia. Lo consigue esquivando la épica de baratillo y el romanticismo a contraluz. La profesionalidad ante todo, como si el gran maestro americano se hubiese dado una vuelta por los salvajes escenarios del rodaje dictando el tono en sordina, intermedio, que configura su esencia. Hombres y mujeres ríen y sufren en un día a día conformado por su dignidad. No estamos lejos de “Solo los ángeles tienen alas”, “Río Bravo” o “Hatari”.

Resulta irreprochable, sobre todo, la combinación de intimidad y acción. Cómo los conflictos se engarzan enriqueciendo a sus protagonistas. Las escenas se suceden apoyadas en unos actores dedicados al alma de sus personajes, no a sí mismos. Como si no hubiese estrellas en el celuloide. El amor y la amistad ocupan su espacio sin forzar el guion: sentimientos y emociones se imbrican sin redundancias. Incluso en la triste escena de la lotería de la vida, una vez consumado el drama, se impone una mesura elíptica. El azar es tan inapelable como la deslealtad del propio fuego. El director corteja un humanismo basado en lo cotidiano y se esfuerza porque los efectos especiales, tras devorar el bosque, no destruyan lo que quiere contar. La epopeya tiene más que ver con logros menores –el devenir administrativo de la calificación de la brigada-, que con el desenlace. Este es inmediato, casi apresurado. Acontece en un incendio como tantos otros. La coacción de los hechos reales sin adornos ni fanfarrias. Una única concesión a lo simbólico –ese oso en llamas que huye- sustituye a los últimos momentos del grupo. No hay más cámaras lentas ni excesos digitales. La grandeza del bosque y su aniquilación contemplada en planos cenitales. Los individuos reducidos a una nada insignificante. Las mantas ignífugas como mortajas. El grupo en formación sobre la madre tierra por última vez.
Simsolo
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8
18 de abril de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Dead Man Down” merece ser rescatada del picadillo de filmes policiacos de los últimos años. Cuestión de jerarquías y nobleza escondida. No es una obra maestra, ni siquiera una película conseguida, pero asume riesgos suficientes como para ser tenida en cuenta. Su trama policiaca, demasiadas veces visitada, no opaca la arrebatada historia de amor que la vertebra. Una pasión medular, dolorosa. Un doble itinerario de redención entre dos seres asolados por dramas paralelos. Víctor y Beatrice. Dos personajes aparentemente imposibilitados para el amor.

Esta dualidad no acaba de resolverse del todo a lo largo de su metraje. La belleza del enamoramiento, sin embargo, cubre los desaciertos. Aunque ambos mundos (el personal y el criminal) están imbricados en el guion, el conocimiento y atracción entre los dos personajes principales prevalece sobre la violencia. Están hechos de ella, pero la trascienden. Víctor y Beatrice se mienten con palabras, mientras en sus miradas germina una pasión que es un consuelo para su tragedia. Las flaquezas quedan a la intemperie en esas escenas de intimidad, pausadas, desnudas, que alejan el film de lo barato. Nuestra mujer marcada vive al amparo de su madre –maravillosa y despistada Huppert- y teniendo los espejos como espoleta de su ira. Él esconde el pasado aterrador tras la vulgaridad doméstica de un frigorífico: la cámara oculta de un psicópata a la fuerza. Noomy Rapace transmite el descalabro interior de su personaje con una delicadeza nunca impostada. Colin Farrell, siempre en segundo plano entre los secuaces de la banda y su capo –ese Alphonse, dandi del delito-, también se nos muestra indefenso en cuanto la soledad lo acorrala.

El aparato policiaco en sí funciona a pesar de un guion torturado por giros y casualidades encajados a la fuerza. El abuso de lugares y episodios comunes no empantana del todo los resultados. Menos concesiones a la galería de los tiroteos de postín –la incursión del todo terreno en la casa- hubieran acercado más “Dead Man Down” a la estilización del “Pickpocket” de Bresson, a esa redención por amor plasmada en un hermoso beso aplazado que no es un “Happy end”, sino una oportunidad. Son los sentimientos entre dos personajes rotos los que dan espesor al film, no las venganzas mutuas ni lo perdones. Como si el turbulento y romántico Nicholas Ray de “Los amantes de la noche” hubiera llegado inédito hasta nuestro días. Ramalazos de un cine que fue. Quizás le falte algo de profundidad a los diálogos entre colegas del crimen, pero casi todas las escenas en las que Víctor y Beatrice combaten contra sí mismos frente a frente, son de una ternura rara. Un riesgo en un filme que son dos. Otros policiacos se quedan en el gatillo y la detonación. Al menos aquí nos importa lo que finalmente les suceda a sus almas perdidas.
Simsolo
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10
23 de marzo de 2020
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
El oro de los Oscar puede convertirse en lastre para algunas películas. Son esos títulos circunstanciales, con el lustre de lo obvio, que año tras año destacan durante la ceremonia para luego terminar convirtiéndose en recuerdos mortecinos, filmes muertos, zombificados por las estadísticas. En el caso de “Parásitos”, los Oscar apenas son una capa, valga la redundancia, de polvo dorado. Puede incluso permitirse el lujo de sacudírselo de encima como quien se quita una pelusilla del hombro. Su compacta belleza y sus logros ya estaban allí antes de que una industria habitualmente necia se fijara en ella. No nació con los galardones en mente, sino como cine en estado puro. Una “rara avis” que permanecerá incólume y certera incluso en la memoria del espectador más despistado.

No se puede negar interés a la filmografía previa de nuestro amigo coreano, pero los logros de su última película cortan el aliento. Disfrutándola, uno piensa en armonía, arquitectura, contenido delirio. Todo ello trazado con un tiralíneas cinematográfico de una precisión astronómica. Cada plano, cada movimiento de cámara, cada gesto de unos actores encuadrados sabiamente, tienen una razón de ser que suma y nunca resta. Bebe de varios géneros en su anécdota –un guion elaborado capa a capa, como un hojaldre de sensaciones y acontecimientos encadenados-, pero siempre los trasciende en pos de un ideal fílmico. Pertenece a esa clase de películas excepcionales en las que sus elementos se ensamblan como la delicada maquinaria de un reloj. Todo funciona. No vemos siquiera la rugosidad de una soldadura perfecta, sino un total. Un filme metálico, inexpugnable en su triste belleza. Es imposible soslayar, al respecto, que todas esas virtudes están al servicio de una historia, un contenido humano: esa lucha de clases que empieza cómica, maliciosa, deviene enseguida en texturas más misteriosas y policiales y termina por convertirse en parte de un mito común a todos los mortales. Miseria contra hedonismo. Mugre contra lujo. La imposibilidad de dejar de ser lo que somos. La traición final e inapelable de nuestras propias fantasías.

Bong Joon-ho afina sus armas con inteligencia, perseverancia y trabajo. Quizás el carácter de su país de origen haya hecho de él un alumno tan aplicado. Scorsese, Lang o el Chabrol más caustico conforman parte de su ideario. No estamos ante una película bendecida por los dioses, sino ante el esfuerzo fílmico, musical, literario, poético y humanista de un artista absoluto. Un objeto precioso, macizo, que nos hace cavilar, que traspasa hábilmente la decadencia geográfica de las fronteras para universalizar nuestra mirada y hacernos ver lo que realmente somos: seres humanos con nuestras desdichas y anhelos esparcidos por un mundo que no siempre nos comprende.
Simsolo
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9
22 de marzo de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
No hay nada más equívoco que juzgar películas según las expectativas del momento. La opinión se puede decantar por una mera cuestión de simpatías u odios ajenos al hecho cinematográfico en sí. Yo hace años que dejé de hacerlo, lo cual implica ver películas al cabo de un tiempo y valorarlas en su nueva desnudez. No había visto, obviamente, “Lady Bird”. Contemplada ahora, sin los fuegos artificiales de su estreno, me llama la atención el encadenado de decepciones con que fue recibida por muchos en estas páginas. Se la juzga como artefacto feminista, como insuficiente en sus trazos más básicos, como pequeña e insustancial. Una película del montón fácilmente olvidable, ensalzada por una coyuntura. No he visto nada de eso. “Lady Bird” es, afortunadamente, un filme menudo adrede, con todas las consecuencias que eso supone. Su belleza reside en la asunción de una realidad fílmica fabricada con lo mínimo. No quiere ser más, pero no se trata de conformismo. Derrocha una sensibilidad que, por lo visto, debe estar o cifrada o resultar tan obvia que, según algunos, empalaga. Yo me quedo con la naturalidad, no solo de sus intérpretes, sino también de la cámara. Y sobre todo con la escritura, algo de lo que carecen docenas de estrenos temporada tras temporada.

Hablando de diálogos, los de Lady Bird rozan el arte. No tratan de reflejar la vida –lo cual es imposible, puesto que todo arte es artificio- pero consiguen que las emociones afloren tras cada escena, que la adolescencia y el paso hacia las decepciones adultas (el último plano de la película lo anuncia) sea un bien universal. Una herencia de la edad. Puedes reírte, emocionarte o sonrojarte con lo que sucede, y eso está bien. Es un logro. La película desborda esa levedad visual ajena a las artimañas de directores más curtidos, dueños de un estilo en ocasiones redundante. No es una película redicha. Fluye dentro del lecho que ha elegido golpeando suavemente las orillas. Aquí y allá, en sus meandros, va dejando reflexiones, pesares que poco a poco la descarnan y enturbian la corriente. No hay complacencias. La vida es así. Una sucesión de elipsis magníficas lo atestiguan: los finales son nuevos comienzos. Los ritos de la edad, como obtener el carnet de conducir y redescubrir lo viejo, resultan inapelables. Crecer es una carrera de relevos con uno mismo. Se hacen las maletas. Los nombres de los chicos ideales desaparecen bajo una capa de pintura que también se ajará. La figura del padre, atenazada por el fracaso, será el reposo de una criatura tierna en su sinceridad. Todo ello en noventa y cuatro minutos. El destilado de un arte que, cuando la premura de la publicidad y las expectativas no vendan nuestro ojos, solíamos llamar cine.
Simsolo
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9
13 de agosto de 2019
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Existen películas que hay que leer entre líneas. “A cualquier precio” es una de ellas. Bajo el artefacto de un melodrama clásico, incluso anticuado, habita un retrato fidedigno y triste del bienestar a costa de la ética. Que las cosas en general –también las personas- acaban teniendo un precio, no es algo nuevo. Títulos sobre el empecinamiento en lograr algo a cambio de vender el alma al diablo hay centenares. "A cualquier precio" explica, sin piedad, el tránsito entre el anhelo por conseguir una pequeña gloria y el oscuro logro final. Nadie se salva, aunque una pátina de ternura suaviza siempre la mirada del director hacia sus personajes. Unos por asentimiento ante lo que sucede (ese padre y ese hijo, bíblicos en su enfrentamiento con la tierra y la tradición de por medio, que al final se reencuentran para ocultar juntos lo horrible); otros, sencillamente, por mirar a otro lado. El cinismo, la bajeza, la rebeldía adolescente y el sexo ramplón se reparten por igual, como esas simbólicas semillas que pautan el devenir futuro de las cosechas. El paisaje pone la belleza, el aliento poético: los campos cultivados mecidos por el viento que son un reloj de arena. Las estaciones pasan y los hombres y diatribas permanecen disfrazados de éxito y fracaso. De ambas caras de la moneda está sobrada este desasosegante retrato de una América fundida en sus tradiciones.

En el fondo es un filme humanista tergiversado por la sordidez de los tiempos actuales. Un melodrama rural de los cincuenta rebajado de épica, sin atisbo de esplendor. Ni los ranchos son inmensos -proyecciones en el espacio de la magnificencia de sus propietarios-, ni los personajes carismáticos, más grandes que la propia vida. No hay, obviamente, espacio para un final feliz en esta relectura de los cánones de Douglas Sirk. Aún así, por extirpe y modos de filmar, estamos más cerca de “Escrito sobre el viento” o “Los ángeles empañados” que de otros largometrajes sobre sobre el medio oeste más recientes, vendidos a un cine sin alma. “A cualquier precio” parece narrada en sordina, pero su trasfondo es espeso, de una turbiedad que hiere. Al final, incluso en un día soleado y feliz, la ceniza de las decisiones equivocadas acaba cubriéndolo todo: la música y el baile son una mortaja para la prosperidad. Basta esa mirada al vacío de un espléndido Dennis Quaid para cotejar las dimensiones de la tragedia. Aunque suene la melodía del triunfo, pocas cosas cambiarán ya en su mentiroso mundo.
Simsolo
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