"Deadfall" trae una historia de líneas narrativas cruzadas sobre un fondo de nieve. La premisa no es mala, pero su deriva final es todo menos satisfactorio.

El film conjuga tres líneas narrativas básicas, la de una pareja de hermanos que acaban de robar un casino y que emprenden una fuga por separado (Eric Bana y Olivia Wilde), la de una joven policía que trata de hacerse camino (Kate Mara, a quien recordarán de "House of Cards") y la de un exconvicto que vuelve a casa por Acción de Gracias. Como es de esperar las líneas narrativas se van cruzando de la manera más azarosa hasta llegar al clímax con la reunión de todos los protagonistas bajo el mismo techo.

Quisiera subrayar es que la historia, hasta su desmadejado final sentimentaloide, no tiene una mala traza hasta bien entrado el metraje. Es decir, este material hubiera sido una película jugosa en buenas manos (durante todo el visionado no dejé de pensar en los Coen de "Fargo" por ejemplo). Con la inteligencia de estos genios, con su humor negro, o incluso con una sal gruesa a lo Tarantino la película hubiera valido la pena.

Lamentablemente, Ruzowitzky no tiene ni la inteligencia de los Coen, ni la capacidad para el pastiche brillante de Tarantino. Sus guionistas le han dejado con una historia blanda, débil y pobre. Ni siquiera la plantilla estelar salva el naufragio: ni las sobrevaloradas Kate Mara u Olivia Wilde (siempre pésima), ni los veteranos Spacek o Kristofferson. Solo Eric Bana despliega una actuación de relevancia.
Pero ni eso logra levantar el vuelo de una película vacía.

Incluso mi madre está en Facebook. Esa es la realidad. Y también es la realidad de muchos.
Hace cosa de tres años, no sabía ni que existía. Hoy, si tengo que quedar con alguien cierro la cita por FB. Tal vez será por el papel que ha tomado esta plataforma que decidí ir al cine y seguí con enorme curiosidad la película de Fincher.
Su actualidad es su aliciente. Si a esto sumamos un eficaz Eisenberg y unos diálogos llenos de ingenio, podemos decir que The social network cumple sus expectativas. Uno sale de cine habiéndoselo pasado bien.
El problema es después, cuando te das cuenta de que el director ha desaprovechado un filón profundo, con temas como la lealtad, la ambición (que podrían tener un vuelo más alto) para convertirlo en algo parecido a un TV show adolescente.
Otro error es el de cambiar la idea del desarrollo de la película a la mitad. Si al principio Fincher comienza por los antecedentes de 2003, después cambiar de idea y se pone a dar saltos en el tiempo de manera (a mi forma de ver) torpe. Eso desconcierta y revela cierta improvisación molesta.
Hay algo de desmaño en general en una película que cuenta, eso sí, con la virtud de su actualidad. The social network analiza con frescura un hecho que ha cambiado la vida de muchos. Ese es su mayor mérito.

La excusa es sencilla. Consiste en remitirse con absoluta fidelidad a la violenta fuente original. En justificar la salida fácil de la sangre gratuita, aunque no exista apoyatura realista que justifique el volar de sesos y el quebrar de tibias y antebrazos.
Como en el circo, como en las plazas de toros, el público estará contento. Confesada o inconfesadamente, la identificación con una justicia hormonal, catártica, frustrada, del ojo por ojo será suficiente.
Nadie se percatará de que el héroe reproduce el ideario de la supremacía blanca (digno de los Bannon que rodean al nuevo presidente americano). Nadie comentará que se pasa voyeurísticamente de puntillas por encima de la violación sexual, del maltrato infantil, o se mencionará, aunque sea de soslayo, que el guión mercadea con la vulnerabilidad real de los desfavorecidos para caja de los mismos de siempre. Pocos comentarán el modo en que se explotan los peores estereotipos del colectivo afroamericano para aplauso de la fantasía blanca y masculinista.
Y esto sucede porque pensar, sentir, desde el sufrimiento de la minoría (de la mujer, del afroamericano) es un lujo. Su explotación ni se siente, puede darse por hecho. No está siquiera presente en el horizonte mental.
Está bien colgar la empatía de la percha más cercana al mirar un cortometraje. Porque la violencia, cuando viene blanca y machista, puede aún sernos completamente indiferentes. Nos parece normal, lógica, legítima (¿no era así la fuente original?, decíamos). Y así nos luce el pelo.