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Críticas de Chris Jiménez
Críticas 2.176
Críticas ordenadas por utilidad
6
4 de marzo de 2021
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Diario de unas pandilleras en las sucias, peligrosas y violentas calles de Shinjuku. Chicas descarriadas contra sanguinarios yakuzas, dos bandos luchando por el territorio a navajazo limpio.
Y de por medio, una historia de venganza, amor y muerte.

Desde mediados de los '50 y sobre todo durante los '60 un tipo de cine tenía encandilado al público del momento: el de los jóvenes rebeldes que se alzaban contra todo rastro de poder conservador, y si pertenecían a bandas de motoristas duros, transgresores y "cool" mejor que mejor; estas propuestas, tan puramente norteamericanas, se trasladarían a terreno japonés como toda la cultura del país. Y la que mejor recogía esas influencias era Nikkatsu, a la que poco le quedaba para escoger entre hundirse en la miseria o hacer películas con exceso de sexo y violencia; así que fueron sobre seguro.
Comienzan los '70 con una vuelta de tuerca a esas historias de bandas callejeras cuando estrenan "Stray Cat Rock", permitiendo a las mujeres tomar el protagonismo de la acción e iniciando una saga de lo más lucrativa. Esto será todo un bombazo, a priori partiendo de nada original (cinco años antes las amazonas de Russ Meyer ya sentaban cátedra en "Faster, Pussycat! Kill, Kill!"), poniendo el inteligente Kyusaku Hori a Yasuharu Hasebe al frente, quien empezó así una década en la que su cine iría perdiendo su espíritu para amoldarse a las exigencias de sus productores.

Colaboró con Hideichi Nagahara y el también realizador Atsushi Yamatoya en el libreto y obtuvo cierta libertad creativa de Hori, con una importante condición que de seguro le negarían en años futuros: no mostrar ni un solo desnudo, pues en absoluto era necesario. Enroló entonces a dos bellas modelos y también cantantes de recientes carreras cinematográficas: la coreana Akiko Wada y Meiko Kaji (aunque ella todavía usaba su nombre real, Masako Ohta, en papeles casi insignificantes...), con quien ya había colaborado antes en "Shima wa Moratta", que sin duda servirían para excitar y entusiasmar al joven público.
"Onna Bancho" empieza, como no podía ser de otro modo, con rencillas entre bandas, masculinas y femeninas, y el escenario son las calles de esa negra y caótica Shinjuku que muchos cineastas tomaban para sus apocalípticas cruzadas gangsteriles; pero la historia, que nos muestra la batalla entre unos delincuentes respaldados por una poderosa familia yakuza y la pandilla de Mei, cuyo descerebrado novio Michio quiere trabajar para los anteriores, se cuenta más bien desde el punto de vista de una forastera, Ako, que al llegar ya se ve atrapada en la situación. Entre callejuelas, pubs de mala muerte, clanes mafiosos y descampados desata Hasebe su peripecia.

Sin poseer la exquisitez visual ni la cuidada narrativa de sus primeros trabajos (cuya joya inmortal será por siempre "Massacre Gun"), el director se lanza de cabeza al reverso más alocado y "grindhouse" de la "crook story" con todas las influencias americanas que uno pudiera esperar; refuerza la idea el que sea un combate de boxeo amañado que no terminó como debía el detonante para la guerra entre la mafia y las chicas protagonistas, herederas a partes iguales de los rebeldes sin causa de Nicholas Ray, los anarquistas sucios y brutales de Roger Corman y las exaltadas zorras neumáticas de Meyer o de esa otra joya "grindhouse" "The Mini-skirt Mob", a la que tanto se le debe.
Hasebe filma en las calles (la mayor parte del tiempo en secreto para alcanzar un mayor realismo) y hace tambalear su cámara sin orden ni concierto por lugares exóticos y "underground", creando un mundo de cómic asquerosamente entrañable, mientras navega entre el estilo áspero y visceral de Fukasaku y la audacia visual de su mentor Suzuki, de quien hereda imaginativos detalles que elevan la vena experimental (el uso de los colores, las elipsis, el juego de perspectivas, los números musicales...). De hecho se sirve de esta libertad creativa para, como hacía el anterior, compensar las enormes carencias argumentales del film.

Tenemos a un puñado de repelentes individuos metidos en situaciones extremadamente violentas (el secuestro y la tortura de Yuka predice hacia qué direcciones se movería Nikkatsu) mientras de fondo se dibuja una tragedia de tintes románticos y amargos; como es lógico en estas películas todo se teñirá de dolor y muerte, sin abandonar la psicodelia y el humor negro con los que Hasebe juega a desmitificar hasta límites grimosos la "yakuza eiga", más bien parodiando sin vergüenza este género con el que comenzó su carrera (curiosamente desde un punto de vista más digno y casi elegante). Muneo Ueda añade tonos terrosos a su fotografía que se complementan bien con el frenesí del montaje de Akira Suzuki.
Y si bien Kaji es una secundaria a quien mucho le falta para lograr la maestría interpretativa (que alcanzará en "Lady Snowblood"), su Mei se gana antes el respeto y el cariño del espectador que la insufrible y avasalladora Ako de Wada (al menos a mí no me agrada ver a una chula que va de súpermala imbécil acosando a hombres en todas partes); nos brinda, para nuestra desgracia, el tema principal, con su voz ruda y gutural (Kaji es de lejos mejor cantante). Las acompañan actores tan conocidos de la serie "B" nipona como el genial Koji Wada, Tadao Nakamaru, Goro Mutsumi y un estomagante Tatsuya Fuji que no hace más que carcajearse como un inútil y cuyo final se tiene bien merecido; Ken Sanders repite con el cineasta en un gran papel que demandaba más protagonismo...

La apuesta de Hori fue eso, un bombazo que dio pie a una saga, ya con Kaji de absoluta protagonista (aunque en otros roles), una interesante, que no brillante, primera pieza de esta "freak" serie callejera que lo cambiaría todo en el "exploitation" japonés de los '70.
Y gran parte de culpa la tiene la audacia visual de Hasebe (desgraciadamente no nos da la oportunidad de ver sufrir a Toshie, a la que da vida esa Mari Koiso cuyo rostro deberían haber achicharrado con el soplete...).
Chris Jiménez
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8
4 de marzo de 2021
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Cada uno tiene sus preferencias de cine, e ir en contra de ellas es difícil; yo no soporto el género del musical, por ejemplo, pero muy de vez en cuando hay alguna película que logra hechizarte hasta en lo más hondo, sin que se pueda explicar cómo...
Es el encanto, la magia del cine, y esto me sucedió con "Shall we Dance?".

La acepté en un principio sólo por los actores que aparecían y el hombre que la dirigía, Masayuki Suo, quien poco a poco iba ganando prestigio hasta ser uno de esos constantes galardonados y exitosos cineastas en su tierra. Responsable de la reciente "Talking the Pictures", a mediados de los '90 realizó la que fue y sigue siendo su obra más ambiciosa y, por ende, la más reconocida; tras salir victorioso en los Premios de la Academia de Japón (los Oscars nipones) gracias a la genial "Shiko Funjatta", cambia el mundo del sumo por el de la danza y se descuelga con un cariñoso tributo en toda regla al cine que trata esta disciplina: el musical.
Desde los créditos iniciales sus intenciones quedan claras. Una cita de Shakespeare da pie a un alegato del protagonista de esta historia, Shohei Sugiyama. Éste afirma la incapacidad de las parejas dentro de la sociedad japonesa para atreverse a algo más que cumplir la hierática y estoica tradición de la unión matrimonial, y todo esto ante un enorme salón donde un gran número de hombres y mujeres (que no son japoneses, claro) bailan colmados de alegría, despreocupados. Pareciera que se trata de un film realizado por un cineasta extranjero (sí, americano) bajo un punto de vista superficial.

No obstante la visión de Suo es estrictamente japonesa, y también mordaz y amarga como la que más. Shohei, nuestro protagonista, representa el estereotipo de asalariado nipón, serio, taciturno, lacónico y cuya vida parece ser toda una patética mascarada. Con una esposa sumisa y callada (Masako) y una hija (Chikage) conformando en una humilde casa un núcleo de incomunicación e insatisfacción aceptada con resignación. Esta vida consiste en aparentar ser normal para pasar desapercibido dentro de esta capitalista, fría, conservadora y mustia sociedad y luego desaparecer silenciosamente sin dejar rastro.
El director deja al descubierto entonces un remedio contra tan corrosivo hastío, y este cristaliza en forma de inocente gesto: el del protagonista observando atento a una bella profesora de baile algo melancólica en el ventanal de su clase desde el tren en el que sube todos los días para hacer el trayecto de casa al trabajo y viceversa. Eso es suficiente para que el clima cambie de manera radical; acompañamos a Shohei en su búsqueda de un aliciente para sentirse vivo (aunque sea a costa de la duda de arrojar su fortuna al retrete), y sin olvidar la recalcitrante calumnia de los otros, permaneciendo en secreto este nuevo placer.

Contra el frío y oscuro mundo exterior, la clase de Mai y Tamako resulta ser un refugio cálido y alegre. Como acostumbra el cineasta, se permite mucho tiempo para todos sus personajes, construyendo tipologías (la esforzada madre soltera, el chico acomplejado con su físico, el tímido del que todos se burlan, el padre insatisfecho) deliberadamente simplificadas mediante un proceso de decantación que las revela en toda su complejidad. De ahí que nos sea tan fácil simpatizar con estos individuos que perdidos en sus vidas reales han renacido impulsados por el movimiento de la danza.
Suo nos atrapa en una atmósfera deliciosamente entrañable que, con la mítica "El Rey y Yo" de principal inspiración, homenajea sin miedo al cine hollywoodiense de la era de oro, a sus musicales y a sus comedias románticas ligeras y sofisticadas, exhalando el perfume del cine de Stanley Donen, George Cukor, Mark Sandrich o Vicente Minnelli, y siendo lo suficientemente ingenioso para no caer en excesos sentimentales. No se mantiene al mismo nivel la subtrama de las sospechas de Masako y el detective; un farragoso añadido fuera de lugar, mal expuesto y mal desarrollado, sobre todo teniendo en cuenta que ésta, insípida hasta el vómito, aparece de manera esporádica para luego desaparecer media hora.

Y si bien se empatiza con todos los personajes (incluso Shohei, que en realidad resulta ser un hipócrita egoísta), con el de Mai ni es fácil ni se desea llevar a cabo, por su carácter repulsivo inicial y por su nada interesante historia que se nos revela hacia el tramo final; Masako y Toyoko, incluso la profesora Tamako, deberían gozar de un mejor desarrollo psicológico y emocional. Pero tan fácil es olvidar los hándicaps de "Shall we Dance?" como quedar hipnotizado por sus virtudes técnicas, por mucho que no pase de ser una comedia romántica; la música, las coreografías, el diseño artístico, la fotografía, todo transpira elegancia en un vals visual y sonoro perfectamente cohesionado.
Con respecto al elenco uno se deleita con los geniales y esforzados Eri Watanabe, Hiromasa Taguchi, Reiko Kusamura o la veterana Kyoko Kagawa. Koji Yakusho, totalmente irreconocible (sobre todo para el espectador acostumbrado a verle en ásperos dramas y "thrillers"), nunca estuvo tan apuesto y divertido en su habitualmente sobria actuación. Pero si alguien se merece toda la atención es sin duda ese monumental Naoto Takenaka, versátil actor y un humorista experto en crear pintorescos personajes-tipo; y es que verle contoneándose con esa peluca y su falsa identidad creada para huir de la realidad es impagable.

La película fue de las más taquilleras y premiadas en Japón en el momento, tanto que el baile de salón, muy olvidado y desfasado allí, pasó a ser el "boom" del momento tras su estreno. Porque viendo a Yakusho y Tamiyo Kusakari bailando al son del tema que da título a la obra le hace a uno imaginarse la misma situación con Cary Grant e Irene Dunne.
Esto es: la elegancia y la distinción hollywoodiense son la clave de Suo, quien después de esto, y ya casado con Kusakari, se apartaría tristemente durante una década de la dirección.
Chris Jiménez
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6
4 de marzo de 2021
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Se abren las puertas de un hospital invitándonos a entrar en su mundo de ficción, plagado de un sinfín de historias interesantes, curiosos personajes, romances turbulentos y negras intrigas...

Y todo de la mano de un Yasuzo Masumura de 33 años que da sus primeros pasos como cineasta mientras se gana una reputación tanto dentro de la Daiei como para muchos que no han tardado en profesar gran admiración por sus frescos y rompedores trabajos en una industria a la cual poco le falta para experimentar una serie de cambios drásticos. Su año de iniciación, 1.957, es realmente frenético; el bello (e irregular) cuento "Aozora Musume" le ha permitido unirse a dos longevos y queridos colaboradores: el guionista Yoshio Shirasaka y la portentosa y bella Ayako Wakao.
Por un momento deja a la actriz y regresa junto a Hitomi Nozoe, otra de sus habituales, en una obra donde también vuelve al color, esta vez provisto por la nívea fotografía de tonos índigos apagados de Hiroshi Murai, que básicamente es la revisión de "Danryu", una de las novelas más aplaudidas del galardonado autor, dramaturgo y crítico Kunio Kishida, ya llevada al cine años antes por Kozaburo Yoshimura (y que gozaría de numerosas adaptaciones más para ese medio y la televisión). Por supuesto el enfoque de Shirasaka y Masumura es muy distinto del de la versión original.

Como he dicho, Masumura es consciente de la ficción que trata cuando las puertas del hospital privado Shima se abren cual tapa de una novela; ficción que ya empieza con una tragedia sirviendo de mal presagio: el suicidio de una de las enfermeras del lugar, alrededor del cual parece construirse algo de tensión aunque como después averiguamos su presencia en el argumento es poco menos que irrelevante. Y siendo consciente de que maneja uno ya anteriormente tratado, el director se sirve de algunas piruetas narrativas para resultar más fresco y original.
La situación de dicho hospital es mala, una jaqueca constante para la familia que lo sostiene y para su patriarca Yasuhide, quien le traspasa el grave problema a Yuzo, hijo de un viejo amigo dedicado a las empresariales; puede ser esta una decisión maliciosa, y es que nos iremos percatando a medida que avance la trama, de cómo la ambigüedad y el cinismo, además de una falta total de ética y una obstinada codicia, marcan la manera de actuar y proceder de muchos personajes, muy propios del cine de Masumura. Esta es la trama principal, donde el pobre Yuzo acaba siendo blanco de las pérfidas artimañas de los ejecutivos del centro que desean arrebatárselo a Yasuhide, aprovechándose de su incurable cáncer.

Este tipo de intrigas, ubicadas en escenarios laborales donde los conflictos por el interés desatan grandes dramas a base de traiciones, engaños y actos de espionaje y chantaje, formarán parte del universo del cineasta para la posteridad, quien suele situar en el epicentro de ellos a individuos (preferiblemente hombres) rectos, valientes y dominados por un gran sentimiento de deber hacia los demás y a sí mismos, lo que les lleva a verse acorralados por los seres ambiciosos y repulsivos de su entorno. En efecto el complot que se levanta alrededor de Yuzo, nombrado nuevo director, está expuesto con tal aspereza e insensibilidad que ahoga al espectador.
Un complot en el cual toma partido una enfermera, Gin, que enamorada de él le sirve de espía. Y aquí es donde encuentra el guión su hándicap, ya que Masumura se empeña en cruzar una historia de suspense con un romance de trazos melodramáticos aproximándose a las formas del cine europeo y americano (su principal influencia); así tenemos a Yuzo peleando contra los ejecutivos sinvergüenzas con total dedicación y debatiéndose por el amor de dos mujeres, Gin y la joven hija de Yasuhide, Keiko, ambas bien diferenciadas en la obra de Yoshimura (una como reflejo de la tradición, la otra de la modernidad) pero que aquí se muestran igual de rebeldes, impetuosas y valientes.

Esa es la gran diferencia entre el film original y éste, su profundización en el apartado romántico-trágico, su pretensión de elevar el nivel de melodrama e imprimirle más ritmo y color a la historia. Por tanto llega un momento en que Masumura se desubica entre ambos argumentos paralelos, donde el carácter y la personalidad de los personajes (neuróticos, irritantes, volátiles, nihilistas) va variando en una situación (la laboral) o en otra (la amorosa), haciéndose imposible el simpatizar con ellos, sobre todo con las protagonistas, encarnadas por una Sachiko Hidari desquiciada y esa Nozoe cuyo papel va perdiendo importancia al centrarse el guión más en la primera.
Aun siendo dos actrices muy vitales y resueltas no logran ponerse a la altura de sus antecesoras Mitsuko Mito y Mieko Takamine; como sucede con Jun Negami, que flojea ante la gran actuación de Shin Saburi en el papel de Yuzo, y Eiji Funakoshi (aquí seguramente más estrangulable que nunca), ridículo dando vida a Yasuhiko en comparación con Tatsuo Saito. Otras intenciones son también muy distintas y forman parte de la diferencia de ideales y visión dramática de una década y otra; hay más intensidad e ímpetu en la obra de Masumura, muy marcada por la velocidad gracias al montaje de Tatsuji Nakashizu.

Pero si de algo cojea esta "Danryu" es de no estar provista de un auténtico final, dejando miles de cabos sin atar y personajes que se merecían una conclusión mejor a sus propias historias. Y la intensidad dramática lograda por Yoshimura en la secuencia de la despedida en la playa (que cerraba aquélla) no está aquí por ninguna parte (sobre todo si se reemplazan lágrimas por risas...).
No se sabe muy bien cuando el film empieza a ir mal, pero una vez sucede te ves atrapado como Yuzo y no hay manera de solucionarlo, a pesar de poseer secuencias de gran tensión y mostrar ciertos detalles interesantes que serán mejor expuestos por Masumura en el futuro; también es su primera incursión en el mundo de la medicina, tema muy recurrente de su trabajo.
Chris Jiménez
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6
4 de marzo de 2021
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En una dramática secuencia final, el chico cruza un puente hacia su destino, sin girarse una sola vez para mirar a sus padres, que entre lágrimas contemplan a su único hijo marchándose del pueblo donde logrado levantar el caos y la rebelión como nadie se había atrevido...

Sale de allí como un muchacho pero termina de cruzar el puente como un hombre, y es además el reflejo de un hombre que a su misma edad tomó precisamente la misma decisión: Toko Kon. En 1.963 la carrera de Seijun Suzuki cambió de manera radical al coincidir con Takeo Kimura, un director artístico cuya frescura encajó de maravilla con las imaginativas ideas del cineasta; aquel proyecto se llamó "Akutaro" y fue la primera de las tres adaptaciones que realizaría del celebérrimo autor, artista y respetada personalidad política de la cultura japonesa.
Algo más tarde, tras filmar la que para un servidor es su indiscutible obra maestra ("Historia de una Prostituta"), Nikkatsu le vuelve a encargar una adaptación de otra novela autobiográfica de Kon, la cual compartirá con la previa "Akutaro" el guionista (Ryozo Kasahara), dos de sus protagonistas (Ken Yamauchi y Masako Izumi) y una historia que podría tomarse como la misma pero enfocada desde una perspectiva diferente. Al igual que en aquélla, la acción se narra y se centra en un pueblo pequeño (no Toyoka sino Kawachi) al comienzo de los años '20.

Son los años del levantamiento comunista en tierras niponas, una era Taisho influenciada por los movimientos obreros, las ideas marxistas que ha impulsado la revolución en Rusia y la cultura llegada de países occidentales; el orgullo nacionalista, representado en ese inicio magníficamente bien filmado por Suzuki (y donde ya podemos deleitarnos con la soberbia fotografía en blanco y negro de Kazue Nagatsuka) en el cual unos estudiantes locales cantan el himno de la Real Academia Gramática de Kyoto, se condena de raíz con la introducción de Jukichi (trasunto de Kon llamado Togo Konno en "Akutaro").
Astuto, honesto, pacífico y amante de la literatura rusa, este joven con mayores expectativas que permanecer de repartidor de leche en ese pueblo devorado por el conservadurismo y la estupidez, empieza a revelarse contra la dura disciplina de los alumnos más veteranos de la escuela. Aunque no se da una llegada a una ciudad extraña a la que aclimatarse como le ocurría al más culto y experimentado Togo, este Jukichi también se muestra como modelo de rebeldía y fuerza contestataria; sus compañeros son zopencos que babean por cualquier mujer y su hogar está ocupado por un padre alcohólico y jugador y una madre que consiente todo a éste.

Su jefe es el mejor ejemplo de cómo las maneras extranjeras están colándose en la cotidianidad y cultura del país y un sacerdote budista amigo de su padre actúa como sustituto de éste último, siendo así el único que vela realmente por su futuro. Pero aunque esto pueda considerarse propio de un drama, Suzuki lo impregna todo de un humor absurdo que hace buen equipo con sus salidas de tono vanguardistas más en la línea "nouvelle vague" de Godard; se rompe la narración, hay cortes abruptos y adorna su historia de celebración de juventud y maduración existencial con imaginativos detalles visuales.
Además de observarse el choque entre tradición y modernidad, el protagonista se ve ahora atrapado entre dos chicas, la tímida Suzuko y la más impulsiva Taneko (hermana y ex-novia de su amigo Yoshio y perfecta representación del choque cultural antes nombrado). No obstante de lo que cojea la trama de "Warui Hoshi no Shita, demo..." es de la obsesión de Suzuki por centrarse en tantos personajes y subtramas, y combinarlos a la vez con el muchacho en el centro de todo saltando de una historia a otra (las vicisitudes amorosas de Jukichi, las de su padre en el juego, un pequeño episodio ocupado por yakuzas...) a un ritmo frenético, derivando así la narración en una completa y a veces confusa irregularidad.

De ahí que se pierda el hilo de algunas tramas (pues se cortan a mitad) y se vayan y regresen personajes sin orden ni concierto (creemos que Suzuko no va a aparecer más y de repente protagoniza una escena de peso), a lo que poco ayuda los alocados desvíos humorísticos y cuasisurrealistas que se abordan, visualmente bellos pero desequilibrando la violencia, el drama, la crítica social y el humor y perdiéndose la sensación de tragedia que tanto favorecía a "Akutaro", si bien la atmósfera va ennegreciéndose conforme aumenta el farragoso hundimiento en la decadencia del protagonista.
Tampoco hay personajes secundarios tan memorables como aquélla (recuperar a uno como la geisha Ponta es imposible), más bien son presa de una caricaturesca burla, como el incompetente policía, el jefe de Jukichi o sus padres, a quienes dan vida Jun Tatara y Kotoe Hatsui (quienes se configuran como un magnífico dúo cómico). Vuelve Izumi como un interés romántico menor al verse contra la sensualidad salvaje de Yumiko Nogawa, quizás la actriz más arrolladora de cuantas trabajaron con Suzuki (bien lo atestigua su trabajo en "Historia de una Prostituta"); a destacar también el gran Masao Mishima como el hipócrita sacerdote budista, que juega y bebe sake y sin embargo predica con orgullo el camino de la rectitud.

Yamauchi por su parte no llega con su Jukichi a la emoción y veracidad del anterior Togo, más inteligente, carismático, desafiante y mucho menos cínico y dado a la comedia; pareciera que el actor parodia su propio papel. Visualmente brillante, esta 2.ª parte de la Trilogía Kon no se pone a la altura de "Akutaro", aunque peor lo iba a tener Suzuki cuando fue forzado a adaptar "Kawachi Karumen" como castigo por el desastre de taquilla de "Tattoed Life".
Como Jukichi, el cineasta era también un rebelde contestatario al que no dejaban de cortarle el paso y las alas de la libertad a cada momento (quizás su reflejo en el personaje es mayor al llevar éste su apellido...).
Chris Jiménez
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5
4 de marzo de 2021
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En ellos no solamente hallamos nuestra imagen reflejada; desde siempre el espejo ha albergado en su interior los secretos de un universo paralelo conectado al nuestro a través de las almas de los que aún se mantienen con vida al otro lado.
¿Qué oculta nuestro reflejo?

Qué recuerdos. Mi introducción en el cine coreano se dio del mismo modo que con el japonés: por medio del terror, si bien en éste último he investigado mucho al contrario que en el primero, del cual no soy gran entendido (sólo me he dignado a seguir las obras de Joon-Ho Bong y Chan-Wook Park...), y "El Otro lado del Espejo" fue la primera de dicho género y país que pasó por mis ojos. Una película llegada en plena explosión del terror asiático gracias a la infinita cantidad de títulos surgidos de Japón.
Se podría equiparar "Whispering Corridors" al milagro de "The Ring" como mayor exponente en Corea del Sur de lo que pronto emergería en el nuevo siglo (aunque las comparaciones entre la de Nakata y la de Park son horribles); precisamente cuando la saga iba ya por su 3.ª entrega, apareció un guionista llamado Sung-Ho Kim que debutó con la producción que nos ocupa. Pues ésta empieza en unos grandes almacenes, escenario curioso para este tipo de historias, con una muerte inicial clásica que será el detonante de la intriga y alrededor de la cual se construyan los pasos a seguir en el argumento.

A Kim no se le da mal perfilar con un gran sentido de la estética este ambiente de puro suspense entre salas oscuras; el homicidio de una empleada del lugar se produce esta vez no por la intervención de un espíritu femenino, como tantas y tantas veces nos han obligado a ver, sino por el propio reflejo de la mujer. Tomarán a partir de aquí un rol decisivo los espejos y aquello que proyectan, uno de esos temas raramente usados en el terror; mientras tanto hemos de ser partícipes de una trama que quizás no está a la misma altura de su interesante premisa.
El responsable de introducirla es Yeong-Min, a quien le pone cara el conocido Ji-Tae Yoo (sobre todo por su memorable papel en "Old Boy"...aunque aquí será presa de una acusada insipidez), personaje más o menos tópico que responde al perfil de policía fracasado relegado a algo tan deprimente como jefe de seguridad de ese mismo centro comercial y con la oportunidad de demostrar su valía e inteligencia conforme avancen los hechos, relativos a algunos extraños suicidios que están ocurriendo en el lugar. Dos hechos del pasado sirven de catalizadores y abren subtramas relevantes: un terrible incendio en el lugar el año anterior y una operación policial que acabó en desastre.

Mientras aquel incendio se cobró víctimas cuyos familiares nunca fueron compensados por el despótico dueño de la empresa, convenientemente el tío de Yeong-Min, la susodicha operación en la que éste último se vio implicado terminó con su compañero y amigo muerto. Y al tiempo que Kim desarrolla varias historias entrelazadas con interés por lo emocional y psicológico, se las arregla para plantearnos una enrevesada investigación policial y un cuento de fantasmas en la tradición contemporánea del género; por ello precisa de mucho metraje, y lo estirará hasta la friolera de dos horas.
Pero quizá ni con cuatro sería capaz de hacer que se equilibren tantas subtramas, la mayoría sujetas a algunos de los más sonados clichés (dados en especial por los personajes). El drama parece redundante, tal como la investigación, que encuentra miles de callejones sin salida por la intervención de lo sobrenatural, ejecutado a partir de la sobriedad y el rechazo a lo excesivo; también será de importancia el carácter marcadamente repulsivo de aquellos que son asesinados, más bien ajusticiados por lo que parece ser un espíritu femenino (ya nos lo han colado...) en busca de venganza, que en mi opinión no es el ingrediente más adecuado para lograr la originalidad.

Sí capta el interés, y el deseo de haber profundizado mejor en ello, la obsesión por el espejo y su reflejo, que abre el tema más atractivo, el cual a través de lo terrenal y psicológico se abre una brecha, del mismo modo que en el cine de Kiyoshi Kurosawa, Takashi Shimizu o Nakata (de quienes se hereda mucho), hacia el mundo invisible. Aquí lo invisible se convierte en aquello que queda al otro lado del espejo, el otro lugar donde las almas de los fallecidos están en la búsqueda perpetua de su "otro yo"; apoyado en leyendas, teorías e incluso pinturas, Kim nos plantea una gran reflexión...
De la cual poco se extrae y sólo se usa como parche a las demás tramas de suspense y drama; para reforzar la idea de imagen especular, una de las víctimas del incendio (Jeong) poseerá una proyección física, una hermana gemela (Ji) cuya función, además de la indicada, es estrechar lazos con Yeong-Min en el curso de esa ardua investigación. Se tratan también la codicia y la evidente falta de moralidad en el mundo empresarial, aunque de forma intermitente (impagable cuando los clientes entran al centro comercial después de lanzarles billetes desde la azotea); y esto atañe a ese clímax que da el protagonismo al subjefe de la compañía, queriendo juntar todas las tramas sirviéndose de estos temas.

Mientras Hye-Na Kim nos demuestra que es una de las más actrices más sosas del Planeta, Yoo se planta en un duelo de egos y carisma con el mejor Myung-Min Kim, encarnando a ese policía demasiado razonable y con los pies en la tierra que representa la parte más humana del caso y un resorte para revivir el oscuro pasado del protagonista.
Resorte tan estereotipado como la mayoría de los que perfilan la trama, que por culpa de ellos se escora hacia lo previsible obviando el mejor elemento: el mundo de los espectros a través del espejo, los reflejos y las dobles personalidades. Kim quiso abarcar mucho y salió un producto aceptable pero muy mejorable, por el que evidentemente no fue aplaudido, aunque sí conocido por los más fans del género. Y Alexandre Aja hizo un "remake" del que no quiero ni hablar...
Chris Jiménez
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