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España España · Barcelona
Críticas de reporter
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Críticas 629
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
4 de junio de 2016
11 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
El corazón de la nación más potente del mundo hace tiempo que perdió dicha consideración. A lo mejor la geografía le sigue dando la razón, pero todo lo concerniente a la economía, demografía, política... no podía irle más en contra. La antaño bomba de sangre ahora no se sabe muy bien qué es exactamente; mucho menos a qué función obedece. Simplemente está ahí. Sigue en pie, que vista la tormenta que cayó, no es poco. Y es que la que en su día (nos remontamos un siglo en la máquina del tiempo) llegara a ser la ciudad que registrara un mayor ritmo de crecimiento en todo el planeta, ahora conocía la amargura de encabezar la dinámica más inversa. La culpa, como con otros muchos males de nuestro tiempo, era de la crisis, de su austeridad y de esas angustiosas y renovadas obsesiones por encontrar dinero de dónde fuera. Detroit se hundía y si no se hacía nada al respecto, desaparecería, sin siquiera dejar rastro de su existencia... Hasta que a algún iluminado se le ocurrió tomarla con el arte. Bingo, la capital histórica del motor había ido acumulando, a lo largo de los años, un patrimonio que había llenado, como en pocos otros sitios del mundo, sus museos. Y claro, ¿qué se iba a priorizar? ¿Las escuelas? ¿Los hospitales...? ¿O los cuadros?

Pues eso. En uno de los muchos -desesperados- intentos por reanimar la maltrecha salud de la ciudad, el ayuntamiento decidió desprenderse de lo que, a sus ojos, era poco más que una carga. Un lastre por el que, eso sí, se podía sacar una pasta gansa... y así, hasta que pasara el temporal. Al fin y al cabo, el arte se valora por aquello que los ricachones están dispuestos a pagar por él, ¿no? Pues... No. Porque de lo que se trata aquí, precisamente, es de saber mirar más allá de las fronteras en las que se nos ha enseñado a estar; de trascender las convenciones para hacer justicia al propio objeto de estudio. Olvidémonos, pues, de la perversión ésa del valor de mercado, y ya puestos, de todos aquellos mecanismos básicos a través de los cuales, dicen, se puede crear una película. Pongamos que a un loco le da por hacer un largometraje que pasa de la hora y media, y que para ello, tira de un único plano secuencia. En un un único (y gigantesco) escenario, con aproximadamente dos mil actores en escena, con tres orquestas tocando en directo y con el peso de más de más de trescientos años de historia sobre cada una de las treinta y tres salas en las que se compartimenta ese coloso de San Petersburgo llamado Hermitage.

Denso, ¿no? Bastante, sí, pero a la práctica, no tanto como cabía temer. Por la comentada secuencialidad en la narración, que le daba a la propuesta la fluidez que seguramente le faltaba sobre el papel, pero también por el sentido que Aleksandr Sokurov (el loco de marras) era capaz de darle al discurso. Para no complicarnos demasiado (que tampoco se trataba de esto), lo que quería 'El arca rusa', que así se titulaba aquella película, era darle cuerpo al pretexto, hasta convertirlo en el propio mensaje. En otras palabras, la belleza en la(s) forma(s) como la mejor (¿la única?) manera para homenajear ese templo, patrimonio de la humanidad, en el que converge todo el amor, odio y, en esencia, fascinación que se puede sentir hacia un pueblo o, ya puestos, hacia una cultura. En aquella ocasión, el protagonista de la historia era un diplomático francés que miraba a la Madre Rusia entre la sonrisa y el fruncimiento de ceño... En ésta, en la que ahora nos ocupa, tenemos a un cineasta ruso encerrado en su despacho, que se debate entre la francofilia y la francofobia, y que está peleado tanto contra los elementos como contra sí mismo, por aquello de acabar de darle forma a un film que, supuestamente, va sobre uno de los mayores monumentos de la nación (y la historia, claro está) francesa.

Del Hermitage al Louvre para llegar a 'Francofonia', en la que de nuevo es fundamental distinguir la fachada del interior, por mucho que una nos dé pistas sobre el otro... y viceversa. En esta ocasión, el virtuosismo se ha transformado en unas ganas desbocadas por experimentar con cualquier forma y formato. Tanto que a ratos no se sabe si estamos viendo una ficción documentalizada o un documental ficcionado. Seguramente ambas respuestas sean correctas, y seguramente esto sea cierto por la multiplicidad de caras que adquiere un relato que, no obstante, no se separa ni un milímetro de la línea recta que traza su autor. La recreación se estira hasta parecer documento histórico, como sucede, de hecho, con buena parte del arte expuesto en los pasillos del museo por que el que nos paseamos ahora. Sokurov no duda en meterse en los terrenos de la meta-cinefília, no por ego (bueno, no sólo por esto), sino más bien para dotar de argumentos y consistencia a un mensaje con el que difícilmente se puede estar en desacuerdo.
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reporter
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5
9 de mayo de 2016
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
De la película que ahora mismo nos concierne ('La venganza de Jane' en España; 'Jane Got a Gun' en el mundo civilizado), empezamos a tener noticia a mediados del año 2012. Recordemos, porque nunca se sabe, que estamos en 2016, es decir, entre la presentación oficial del proyecto y el desembarco del producto acabado a nuestras salas, ha pasado ni más ni menos que una Olimpiada. A los de Rio, hasta les habrá dado tiempo a acabar de construir todas las instalaciones deportivas prometidas. Nosotros, mientras, mirábamos cómo avanzaba el calendario, y nos preguntábamos, de paso, si ese famoso western de Natalie Portman no era más que un bulo. La secuencia de noticias que nos iban llegando no era para menor escepticismo. Lancémonos pues a un breve repaso a través de los titulares que marcaron dicho proceso de gestación. El comienzo lo marca, cómo no, la confirmación del máximo responsable en las labores de dirección. Éste es en realidad ''ésta'', y responde al nombre de Lynne Ramsay, quien viene de causar sensación en el festival de Cannes con su último trabajo, 'Tenemos que hablar de Kevin'.

A partir de ahí, toca hablar de volatilidad, porque pocos meses después del anuncio, estalla la primera bomba: En el primer día de rodaje, con el equipo técnico y artístico al completo listo para entrar en acción, descubrimos que a la Ramsay le ha dado por no presentarse. Conmoción tanto dentro como fuera del rodaje. El productor Scott Steindorff asegura una y otra vez que de ahí no se mueve nadie, porque el remplazo está al llegar. La directora original, mientras, sigue sin dar señales de vida. ''No coge el teléfono'', literalmente, o esto nos dicen. Al cabo de pocos días, los peces gordos (si es que puede hablarse de tal concepto en el cine independiente... no olvidemos la -poca- envergadura del proyecto en cuestión) cumplen con su promesa y encuentran sustituto: Gavin O'Connor. El problema es que, mientras esperábamos, siguieron habiendo fugas. Michael Fassbender, teórico protagonista masculino de la cinta, se fue por incompatibilidades de agenda (la última entrega de ''X-Men'' mandaba); quién le seguía, Jude Law, corrió el mismo destino al estar, por lo visto, su participación condicionada a la de Lynne Ramsay. Más madera... ¿Me sigues? Porque no hemos acabado.

En una jugada magistral, los responsables de casting consiguen hacerse con los servicios de uno de estos nombres que pueden vender, ellos solitos, una película entera. Es así como se vincula a Bradley Cooper a un proyecto que definitivamente estaba decidido a no dejarse morir tan fácilmente... Desgraciadamente, lo de vivir con Mr. Cooper apenas duró un mes. La estrella se sumó a la lista de tránsfugas, y de repente, todo el mundo se puso a hablar del ''western maldito de Natalie Portman''. La nomenclatura, efectivamente, estaba bien pensada, y la mala suerte seguiría su curso a golpe de pura esquizofrenia: el intérprete que se iba a dormir siendo el villano de la función, podía despertarse siendo el héroe... y viceversa. Así hasta la traca final; la última broma cruel del destino, en forma de destrucción de Realtivity Media, empresa responsable de este auténtico desastre enciclopédico de la producción. Pues bien, a pesar de todo esto (y de algún que otro cambio de más en la asignación de roles de los actores), la película siguió viva; siguió avanzando... y a la postre, se las ingenió para estrenarse comercialmente, que visto lo visto, no es premio menor. Nunca lo es; aquí, mucho menos.

Revisar los antecedentes de Jane, más que ser un ejercicio para satisfacer nuestra curiosidad periodística, se convierte en la crónica de una casi-muerte anunciada, imprescindible para entender los resultados discretos que finalmente ofrece la película. Y es que a primera vista, y sin disponer de esta información, podría sorprender el que una cinta con semejante reparto, y comandada por un director tan ambicioso como Gavin O'Connor, se limite a cumplir con los mínimos establecidos por las necesidades, exigencias y modas más o menos pasajeras del western supuestamente moderno. Así es 'La venganza de Jane', una película que se ve con la facilidad y el agrado que proporciona su cartel promocional, pero que desgraciadamente, no va más allá, ya sea por vagancia, por falta de ideas o, como se ha dicho, por los incontables problemas registrados en las cuentas de producción. Teniendo esto último en cuenta, es de agradecer que al menos nos haya llegado un filme narrativamente comprensible, técnicamente competente y, en resumen, más que aceptable a la hora de conjugar sus principales activos. Para no andarnos demasiado por las ramas: Cada uno de los actores, con su respectivo prestigio, luce lo justo bajo ese tan característico sol justiciero del viejo y salvaje oeste. Nada nuevo debajo de éste (ni en la estética ni en la manera de presentar y desarrollar la clásica historia de venganza fronteriza); nada especialmente reseñable o memorable... Nada que moleste especialmente. Todo en orden. Ante las dificultades, solidez. Ya es algo.
reporter
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3
9 de mayo de 2016
12 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
La pobre Maria se volvió a quedar sola en casa. Y no en cualquier casa, sino en la mansión de corte colonial que su marido se compró en la India. Seis años atrás, cuando ambos decidieron, de muy mutuo acuerdo, que lo mejor para fundar una familia era irse al este y dejar atrás los negros nubarrones de su tierra natal, poco podían imaginarse que los que se iban a encontrar en su nuevo hogar serían mucho peores. Y es que por muy bien que empezaran las cosas (y efectivamente, así fue), la situación no tardó nada en dar un giro dramático de ciento ochenta grados. Llegaron las lluvias del monzón, y con ellas, un incremento exponencial en el caos de la ya de por sí caótica circulación en las ciudades indias. Una cosa llevó a la otra, y en un abrir y cerrar de ojos, Oliver desapareció. Para siempre. La pérdida irreemplazable del hijo primogénito arrastró a todos sus seres queridos, pero sobre todo a Maria, su madre, hacia una espiral de desconsuelo, amargura, desesperación, y claro está, miedo.

Esto mismo sentía ella en aquel preciso instante. La sensación nació en el estómago y recorrió, unos segundos después, toda su espina dorsal hasta convertirse en puro terror. Ahí estaba, sola en la mansión. Fuera, caía una tormenta que amenazaba con inundar al país entero; dentro, los sucesos paranormales se sucedían a la velocidad de la luz. En el piso de arriba, donde teóricamente no había nadie (¿se ha dejado ya claro que María estaba sola en la mansión?), se oían pasos, cada vez más rápidos; cada vez más violentos. No sólo esto, sino que alguien (¿sería la misma persona que estaba armando tanto alboroto en el piso de arriba?) se había dedicado a mover todos los muebles. Pelos de punta, porque una cosa era haber visto antes todo esto en aproximadamente unas diez mil películas de terror ''distintas'', pero experimentar todo aquello en sus propias carnes era algo demasiado insoportable. Aunque no lo fue tanto como la siguiente experiencia extrasensorial que el destino le tenía preparada. Y es que cuando parecía que las cosas parecían estar calmándose, el viejo piano de cola del recibidor empezó a emitir sonidos. De nuevo, nadie podía estar tocando dicho instrumento, pero ahí estaba esa dichosa melodía diabólica para llevarle la contraria a la razón, pues no había aleatoriedad en la secuencia de notas tocadas, sino que éstas venían a reproducir, con total exactitud, la misma canción que al pequeño Oliver tanto le gustaba hacer sonar.

Mientras, ahí estaba yo, desperdiciando otra hora y media de mi patética vida, en otro insignificante pase de prensa en Barcelona. Aquella mañana, el ambiente entre los asistentes estaba un poco más animado de lo normal, lo que significa que la habitual decrepitud generalizada había ascendido a la categoría de sosería-no-demasiado-depresiva. Ya era algo. Y no era para menos, pues las películas de género nos van, al menos a los cuatro freaks que nos dedicamos a esto de la crítica cinematográfica. Para aquella peli sobre el día de la madre nos escaqueamos como las sabandijas que somos, pero con ésta fichamos a gustísimo. Y esto que las referencias con las que llegaba a nuestro territorio el nuevo trabajo de Johannes Roberts eran, por lo menos, preocupantes. Y esto que la distribuidora tuvo a bien el advertirnos que la proyección iba a ser en Versión Pervertida. Ojo ahí. Botón de pausa, y pequeña nota del autor, porque esto forma parte del código interno de los pases de prensa. Algo así como una ''internal-joke'' diseñada a modo de declaración de intenciones, concerniendo la calidad (?) del film en cuestión. En otras palabras, que la ausencia de Versión Original en estos lares suele indicar que lo que se está a punto de ver, poco (o nada) merece la pena. Aunque claro, si hablamos de una cinta protagonizada por una actriz tan floja como Sarah Wayne Callies, puede que el doblaje sea para proteger, al menos, el oído del espectador.

Pero ni así. Y es que no hay cómo salvar un desastre del calibre de 'El otro lado de la puerta'. Básicamente porque sus propios responsables se niegan a ello. La desgana se funde con la ineptitud en el enésimo ejercicio de lectura de manual que tiene de todo (es un decir), menos inspiración. Cuatro años después de que Joss Whedon y Drew Goddard expusieran tan bien los peligros de un género (en este y ese caso, el terror) encerrado en el conformismo de las fórmulas repetidas, nos damos cuenta de que todo sigue exactamente igual. Para muestra, la película que ahora nos concierne, demostración, en última, negativa y estiradísima instancia, de que la globalización sigue su curso implacable. No importa si estamos en Reino Unido o en la India: el producto es exactamente el mismo. Igual de malo, se entiende. El exotismo es una falsedad, una más en la lista casi interminable de barateces a las que nos somete Johannes Roberts. Niños siniestros, trucos sobadísimos de espejos y la siempre inefable ayuda del aumento abusivo de volumen para hacer saltar del asiento, quizás, a quien no haya visto antes un film de -supuesto- terror en su vida. Así, cuando ni algo tan fácil como el mero susto funciona, se desnudan, con demasiada facilidad, el resto de carencias sobre las que intenta sustentarse el producto. La técnica visual es digna, siendo generosos, de trabajo de final de carrera; la narración no conoce otra arma que el aburrimiento para hacer avanzar la historia; las interpretaciones caen demasiado a menudo en los infectos territorios de la vergüenza ajena... y así, hasta robarle a tu alma otra hora y media. Esto sí que es terrorífico.
reporter
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6
1 de mayo de 2016
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Entonces, quedamos en que la Guerra Fría, más o menos, fue así. Eran, básicamente, dos bandos enfrentados: los Estados Unidos y la Unión Soviética; el capitalismo contra el comunismo; el libre (es un decir) mercado contra la economía planificada; la democracia contra... bueno, contra aquello otro. Lo que fuera. El caso es que el conflicto estuvo marcado por la tensión; por esa insoportable y continua angustia ante la posibilidad, más que palpable, de que el planeta al completo fuera a estallar, literalmente, en un abrir y cerrar de ojos. Todo lo demás, fue consecuencia más o menos directa de estas circunstancias. Cuba, Corea, Vietnam, Afganistán, Checoslovaquia, Egipto, Camboya, Alemania... El mapa-mundi se quedaba sin rincones por marcar a cada día que pasaba, y el miedo, mientras, iba confirmándose como la única manera de entender el mundo. Llegados a este punto, y sin final a la vista en el proceso de encadenado de cimas (a cada cual más alta) en la escalada, era el momento de demostrar que cobarde no era quien sintiera pánico, sino quien se dejara dominar por él.

Así de gordos eran los nubarrones atómicos. Tanto que hasta llegaron a tapar las siempre resplandecientes colinas de Hollywood. Ni rastro del sol de California, ni allí estábamos a salvo. Es más, especialmente en la llamada meca del cine, las alarmas por bomba sonaban más fuerte que en ningún otro sitio. De la imagen, principalmente, vivía el negocio, de modo que tocaba evitar sospechas, y más que ser ''americano'', uno tenía que esforzarse en aparentarlo. La diferencia entre una cosa y la otra era tan sutil como compleja y, a la postre, crucial para librarse del fuego, que no era otro que el de la hoguera inquisitorial. La caza de brujas había vuelto, y con ella, las listas negras, y con ellas, los vetos, y con ellos, la desesperación. Tanto por parte de los señalados como, más adelante, del arte al que daban forma... Y a todo esto, perdón por la poesía barata, por la versión (mal-) resumida del asunto y por la falta de profundidad en el análisis, pero es que manda el formato del texto, el hambre de quien escribe, su agotamiento psico-físico y todas las demás excusas de quiero-no-puedo que puedan venir a la cabeza.

Total, son las dos de la madrugada, me estoy helando porque la ventana del comedor ha decidido no cerrarse, la conexión inalámbrica del albergue es tan asquerosa como el café de la máquina de la recepción, y las probabilidades de cobrar algo (lo que sea) por estas palabras es tan remota como el triunfo de los principios básicos de la ética (laboral, al menos esto) en esto del periodismo cinematográfico. En fin, que ¿a quién le importa? Exacto. Esto mismo... El problema, es que nos debemos a una(s) persona(s) que sin duda merece(n) mucho más. Pero así están las cosas, ni peor ni mejor que antes, sino exactamente igual de mal, y claro está, con unas formas bastante diferentes. De apariencias va el asunto, no hay dudas al respecto. Con esto, y con poco más, se entiende hasta dónde llega (o mejor dicho, dónde se queda) 'Trumbo', biopic dedicado al mítico guionista de cuyo nombre, por alguna razón u otra razón (¿incultura cinéfila?), no nos queremos acordar. Por suerte, ahí están las coletillas a la española para aclarar un poco las ideas. ''La lista negra de Hollywood'' facilita las presentaciones con conceptos mucho más familiares, y de paso, nos da pistas sobre la -poca- sutileza del producto.

Empaquetado con el oficio típico de la (buena) TV movie, el nuevo trabajo de Jay Roach se apoya en el retrato personal (a veces, incluso íntimo) para trascender hasta la radiografía de época. Es, para entendernos, una lección de historia que no pierde nunca de vista el factor humano. Los resultados no son para nada magistrales, pero sí amenos; a ratos mucho, tanto que la (son)risa logra reivindicarse como el más reconfortante y lícito de los contraataques. Como quien usaba la escritura para demostrar aquello de que la pluma es más fuerte que la espada. En estas intenciones es donde el alegato (si es que así podemos llamarlo) gana enteros... para más tarde perderlos (al menos, gran parte de ellos) a causa de una ejecución a medio camino entre la complacencia y la indulgencia, mostrándose ambos defectos en todo su reflexivo esplendor. Y que el Altísimo nos pille confesados: Mediocres del mundo, absolvámonos los unos a los otros, pues a la hora de la verdad, pocos reproches podemos ponerle a la ''dramedie'' de manual. En esta ocasión, la combinación entre la injusticia y la posterior réplica ingeniosa (formulada, ésta última, con la valentía que otorga el casi impenetrable escudo del paso del tiempo) sorprende tan poco como la satisfacción con la que se acaba saldando la experiencia.
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reporter
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7
22 de abril de 2016
13 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
El destino, así como tu inigualable poderío, te ha dado la oportunidad de oro de pasar un fin de semana con aquellos amigos del alma que tanto hace que no ves. Ha sido todo muy improvisado, y de hecho, este es parte del encanto. Digamos que tú estabas por la zona, que ellos estaban más o menos disponibles y que... bueno, que te morías de ganas de verlos. Así que hiciste las maletas, compraste los primeros billetes de avión disponibles (para ti y para la que muchos consideran tu último ligue... pero no, que en realidad es tu hija), te montaste en el aéreo, te pediste tres copazos del licor más caro del catálogo, te enfundaste los auriculares y te reventaste los tímpanos a base de algunos de los grandes éxitos de la historia del rock. Cuando te diste cuenta, ya estabais a punto de aterrizar, de modo que decidiste pasarte por el forro todas las medidas de seguridad, desabrochándote el cinturón, marcándote un baile antológico entre los asientos y encendiendo el móvil para llamar a tus colegas y comunicarles que en los próximos días, te ibas a instalar en su choza... porque claro, con tanta excitación, se te había pasado lo de avisar con antelación.

El corazón, por poco que no se te para, que al fin y al cabo, y por muy pletórico que te sientas, ya no tienes el cuerpo para los trotes a los que le sometías en tus años mozos. Pero da igual, ¿a quién le importa? Esto no ha hecho más que empezar, y todavía tienes que darlo todo. Y que te quiten lo bailao'. Con este estado de ánimo arranca (y ahí mismo se mantiene) la nueva película de Luca Guadagnino; con esas ganas irrefrenables de, como dijo el maestro Harry Nilsson, escalar una montaña, de nadar en el mar... de saltar al fuego. Sin miedo a quemarse, es más, con el deseo suicida e irrefrenable de alcanzar la gloria abrasado en las llamas del mismísimo sol. Con la fuerza de los astros, efectivamente, arranca la historia. Con el estadio de San Siro (o Giuseppe Meazza, como guste), ni más ni menos, a los pies de una de las mayores estrellas de nuestros tiempos. No, no hablamos de la final de la Champions, sino de 'A Bigger Splash', traducida aquí con un título horroroso marca de la casa, 'Cegados por el sol', y que es remake de 'La piscina', cinta francesa de culto de 1969, dirigida por Jacques Deray.

Por si Paolo Sorrentino y Matteo Garrone no lo habían dejado claro con sus últimos trabajos, presentados ambos dos en Cannes, llegó Guadagnino, este último a Venecia, para confirmar la tendencia. 2015 fue, definitivamente, el año en que el cine italiano (el de autor, al menos) se abonó a la internacionalización. Así, vemos como en el caso que ahora nos concierne, los personajes de la función se las apañan entre el italiano, el francés (permiso para malpensar) y sobre todo el inglés, para no verse demasiado frustrados ante ese tan frustrante invento que ha sido siempre la comunicación humana. Esperando a recuperar la voz tras una intervención quirúrgica, una estrella del rock (Tilda Swinton, estupenda, como siempre) se toma unos días de descanso en una idílica finca italiana, junto a su joven pareja sentimental (Matthias Schoenaerts), solo que como sucede casi en todas las ocasiones en la Mostra, la calma y el buen rollo se ven bruscamente interrumpidos. Esta vez por la entrada en escena de un amigo en común y ex-manager (y algo más) de ella (Ralph Fiennes), así como de su encantadora y enigmática hija (Dakota Johnson). La tensión (generacional, racial, sexual... la que sea) está garantizada, el desastre, también.

Hacia allá se dirige el propio film, el cual después de unos dos primeros actos irresistiblemente disfrutables, merced al estilo inquieto y juguetón de Guadagnino y a la aportación de un Ralph Fiennes tan omnipresente como magistralmente desmadrado (lo suyo ya es de Oscars, uno por cada escena en la que aparece), toma la decisión sorprendente (y por qué no decirlo, encomiable) de consumar el harakiri. Por el orgullo en la negación de la edad adulta, quizás; por el placer de la auto-combustión, sin duda. Todo esto sin que a uno se le quite la sonrisa de la cara. Tan insensato como, a la postre, genial. ¿O acaso no era esto mismo mezclar las farras de la Europa de primera clase con la crisis de los refugiados? A cada escena que pasa, el director se libra más y más a un sentido de la comedia (despiadada donde las haya) que atrapa por su atmósfera enrarecida, y también por el incómodamente sugerente diálogo que establece con el material fílmico original. Hasta casi llegar a ese punto en el que parezca que cualquier parecido con el modelo primigenio es mera casualidad. Más o menos, como lo que hizo Herzog con el 'Teniente corrupto' de Ferrara. En aquella ocasión, se trataba de ver hasta donde cubrían los excrementos del primero, el cuerpo (mente y alma) del segundo; ahora, hay mejores vibraciones entre ambas partes, aunque a modo de filosofía vital, sigue imperando esa tan saludable irreverencia hacia lo que teóricamente debería ser sagrado. Y ríanse, por favor, que ésta es, en parte, la intención de la cinta, porque en determinadas ocasiones (y más ahora, con los tiempos que corren), nos damos cuenta de que no hay nada más gracioso que un plato roto, que un coche averiado o que, ya puestos, un cadáver en el fondo de la piscina.
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