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España España · Barcelona
Críticas de polvidal
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Críticas 348
Críticas ordenadas por utilidad
9
22 de mayo de 2014
104 de 119 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que la distancia es el olvido es algo que saben hasta los de Efecto mariposa. Pero una cosa es pasar de puntillas sobre tal obviedad con otra edulcorada letra del pop español y otra bien distinta es lograr implicar al espectador como lo hace 10.000 km. Con sólo dos actores y una original puesta en escena, Carlos Marqués-Marcet debuta en la gran pantalla con los niveles de intimidad de una obra madura. Los suficientes como para que uno sienta como propia esta aparentemente sencilla historia de amor.

Todo en nuestro entorno conduce a una vida entre dos. Hasta las fundas nórdicas parecen diseñadas para que uno no las pueda revestir sin la ayuda de su media naranja. Lo que no aparece en ese manual de instrucciones del amor conyugal es qué hacer cuando inevitablemente divergen los intereses comunes. Justo lo que le ocurre a esta pareja urbanita de manual formada por Sergi y Alex, un barcelonés preparándose las oposiciones para profesor y para padre y una adorable inglesa con inclinaciones artísticas y entregada a la causa. Hasta que la oportunidad profesional irrumpe en sus vidas en forma de email.

Es dolorosamente angustiante cómo van pasando los días en 10.000 km. Cualquiera es capaz de anticiparse a los hechos desde el momento en que ambos discuten la posibilidad de aceptar o declinar la oferta, desde el instante en el que uno de los dos renuncia a sus deseos para satisfacer los del otro. Sabemos que se avecinan recelos y reproches, que 365 días con un océano de por medio son demasiado peso para una relación que todavía no se ha puesto a prueba.

Lo que comienza siendo una aventura a dos retransmitida a diario y en directo vía Skype termina derivando con el paso del tiempo a la frialdad del correo electrónico y las llamadas sin respuesta. Esa agónica involución amorosa nos la va narrando Marqués-Marcet a golpe de webcam y píxeles, de interrupciones y trasnoches. Pero son las escenas de apertura y clausura de la cinta las que marcan un antes y un después, la primera como el plano-secuencia más largo del cine español (23 minutos) y la segunda por su apabullante carga dramática.

Que la cinta sea tan aterradoramente verídica es tanto mérito de un director valiente como de dos actores, David Verdaguer y Natalia Tena, tan creíbles en una escena de cama como de cibersexo. Alcanzan una química insólita en nuestras pantallas y logran con ese grado de verosimilitud implicar de lleno al espectador en la incertidumbre sobre quién es el culpable de la debacle, si el que supedita la felicidad ajena o el que antepone su ambición personal al proyecto de pareja.

En todo caso, lo que brinda Marqués-Marcet en esta imprescindible ópera prima es una profunda reflexión sobre el amor, un debate entre la versión preponderante de la llama eterna y la versión utópica, la auténticamente altruista, en la que seríamos capaces de retirarnos a tiempo por el bien del otro, sin imposiciones ni renuncias. De tan honesta, 10.000 km supondrá todo un mazazo para los amantes del color de rosa.
polvidal
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9
10 de octubre de 2014
118 de 148 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Ahora mismo existe un extraño miedo al sentimiento”. Lo dijo Mike Cahill durante la presentación de su última película en el festival de Sitges. Y debe andar en lo cierto, porque hacía tiempo que una película no me ponía los pelos de punta. Nada menos que en tres ocasiones. Tres maravillosos instantes con los que Orígenes ya se gana un ineludible visionado pero que son sólo tres reacciones subjetivas ante un filme elegante, reflexivo y muy redondo. Una de las más gratas sorpresas del certamen fantástico.

La primera respuesta epidérmica se produce al poco tiempo de empezar la película, cuando Ian Gray, un estudiante de biología molecular, se queda prendado de un par de ojos multicolores. Inmortalizados con su cámara, son el único rasgo que conserva de la misteriosa joven que conoció en una fiesta de disfraces. A partir de ahí comienza una intensa búsqueda que culmina en un vagón de metro con unos cascos y la magnífica canción que dio comienzo a su relación. La gran historia de amor a primera vista que sólo unos pocos afortunados vivirán más allá de la gran pantalla.

Pero el romance en Orígenes no se ciñe exclusivamente a la pareja que forman Michael Pitt y la bellísima Astrid Bergès-Frisbey. Es también el reflejo de una pasión tan poco atractiva para el cine como la pasión por la ciencia. Los hipnóticos primeros planos de iris son el estímulo visual para poder plasmar la obsesión del joven científico y su becaria por encontrar el origen del ojo humano. Una visión romántica de la investigación que conducirá a un intenso debate entre la razón y las creencias.

Antes de alcanzar el tono más reflexivo, cuando parecía todo encarrilado, la trama da un giro de 180 grados. Una escena imprevista, un duro golpe al espectador con el que Cahill provoca el segundo gran erizamiento de piel, no sólo por el sorprendente suceso sino también por su poderoso tratamiento audiovisual. El shock ahoga el sonido, el grito de dolor que sólo un gran trauma impediría escuchar. Una de las grandes interpretaciones en la interesante carrera de Michael Pitt.

Y la tercera gran conmoción, capaz de hacerte levantar para aplaudir a su responsable, se reserva para el final del metraje, cuando Orígenes se adentra en la India y en el manido tema de la reencarnación. De manera intrigante y espléndida, Cahill nos va planteando el eterno dilema entre ciencia y religión, apelando primero a los datos y a la propia experiencia después. El razonamiento y la observación a los que se debe todo científico quedan en entredicho ante las puertas de un ascensor. Sobrecogedora escena que devuelve la fe en los milagros, al menos en los que pueden llegar a producirse en una platea.

Puede que Cahill tenga razón, que los sentimientos no se prodiguen últimamente en el cine. Quizá por eso Orígenes se degusta como aire fresco, sin el sabor rancio de las películas románticas y con un filtro pretendidamente moderno, hipster para algunos, que se aplica desde en la puesta en escena hasta la banda sonora. Una maravilla que cautiva la vista y que, sin rozar la cursilería, despierta emociones.
polvidal
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10
1 de julio de 2014
121 de 158 usuarios han encontrado esta crítica útil
Era uno de los estrenos más esperados de la temporada veraniega y quizá por ese motivo ha generado una marabunta de reacciones encontradas. El nuevo producto de la factoría HBO, en el que el canal de pago ha depositado toda su confianza, no respondía quizá a las expectativas de un planteamiento y sobre todo de un tráiler que vaticinaban una gran obra de ciencia ficción. A pesar de que la promoción se ha esforzado en enfatizar los efectos de este nuevo Apocalipsis (“¿Qué harías si de repente desapareciera el 2% de la población mundial?”), los hay que ya están reclamando resoluciones. Y la nueva apuesta de Damon Lindelof, esta vez sí, no va de eso.

No sé si llamarlo osadía o recochineo, pero hay que tener narices para embarcarse en un nuevo misterio televisivo después del fiasco que supuso el desenlace de la mítica serie Perdidos. Si en aquella ocasión sus responsables se escudaron tras el falso argumento de que aquel entuerto era en realidad una historia de personajes, esta vez sí que nos encontramos ante un proyecto honesto desde un principio. The leftovers no busca las causas de lo inexplicable sino sus consecuencias terrenales, tan interesantes e imprevisibles como la ciencia ficción.

Hay que conocer el trabajo de uno de los responsables de la serie, Tom Perrotta, para cerciorarse de que The leftovers no es ni Perdidos, ni Los 4.400, ni nada que por su sinopsis se le pueda parecer. El autor de Juegos de niños (llevada a la gran pantalla de forma brillante como Juegos secretos) y de las más reciente Lecciones de abstinencia es todo un maestro en retratar las miserias de la sociedad estadounidense (y por extensión de la occidental), en hurgar en lo más hondo de la basura que todos tratamos de camuflar. Y aunque con esta Ascensión diera un giro importante a su carrera, al final el planteamiento fantástico le ha servido nuevamente para trazar las flaquezas del ser humano actual.

El piloto de la serie arranca potente, con el llanto desgarrador de una madre que ha visto esfumarse a su bebé mientras el caos se adueña de su alrededor. Si The leftovers hubiera sido un producto de J.J. Abrams para la NBC no faltarían aviones cayendo en picado y ciudades en llamas, pero afortunadamente el post-apocalipsis puede contar con lecturas más personales y menos explotadas.

Tras la impactante secuencia inicial, el primer capítulo echa el freno y juega a la confusión. Los personajes se introducen de manera desconcertante, sin un aparente hilo conductor. Hasta que poco a poco el guión nos desvela el seno de una familia desestructurada tras la ascensión, con un jefe de policía y su hija todavía traumatizados y una mujer y su hijo abducidos por diferentes sectas que han nacido a rebufo de la incomprensión.

Aunque en algunos instantes puede que flojee el ritmo, la serie debuta con imágenes de enorme poder, como esa petición desesperada del agente Garvey a su esposa o el grito ahogado de su hijo en la piscina, por no mencionar la inquietud que provocan los miembros de la secta silenciosa en su búsqueda de nuevos fieles.

Como si de un texto de Saramago se tratara, The leftovers se sirve de una hipotética e improbable situación para desnudarnos el comportamiento humano y social. Aquí no hay lugar para los fenómenos paranormales o conspiranoicos. No importa tanto lo que haya sucedido con los desaparecidos sino lo que ocurre con los que se quedan, los que deben reordenar sus vidas tras el desorden. Y, por el momento, resulta mucho más aterrador.
polvidal
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2
13 de junio de 2017
104 de 124 usuarios han encontrado esta crítica útil
Algo extraño estaba ocurriendo. El debut en la dirección de Eduardo Casanova, el eterno Fidel de Aída, apadrinado por Álex de la Iglesia y arropado por buena parte de la flor y nata del cine español, se estrenaba exclusivamente en un solo cine de la ciudad de Barcelona. Sin embargo, el fenómeno era tal que la propia taquillera de los cines Maldà, acostumbrados a las mil y una piruetas para incentivar la venta de entradas, subió perpleja al escenario para inmortalizar el llenazo antes de la proyección. 170 personas se vieron obligadas a desplazarse hasta la recóndita sala para comprobar qué nos tenía preparado el mal llamado nuevo enfant terrible del cine patrio. Finalizada la sesión, llegó la clarividencia.

Me imagino las excusas. No se apuesta por el riesgo, la industria de Hollywood lo engulle todo, el público está aborregado, las descargas ilegales. Todas ellas justificadas en muchos casos. No en este. Casanova puede sentirse afortunado de haber podido estrenar Pieles en un solo cine de Barcelona. Cuántos jóvenes talentos que hacen plena justicia a su nombre suplicarían por tamaña oportunidad, la que desde luego no habría obtenido el actor sin su fama y sus contactos.

Porque si la película ha llegado donde está, hasta el punto de colgar el cartel de completo en los cines Maldà, sin duda mucho más lejos de lo que merecía, es por su campaña mediática. No por su talento ni su irreverencia ni su frescura. Simple y llanamente por Fidel. En su afán por provocar, Casanova ha terminado pariendo un engendro bastante más desagradable que cualquiera de los personajes con los que ha querido subvertir nuestra cinematografía. Vestigios de Almodóvar, retazos de Vermut, ínfulas de Dolan, toques de Paco León. Inspiraciones de aquí y de allá que el actor ha despedazado hasta formar un mejunje que, lo más frustrante de todo, jamás consigue sorprender.

Lo peor que le puede pasar a una película como Pieles es la previsibilidad. Desnudos que se reiteran, pedos que se prevén, castraciones que pueden vaticinarse minutos antes de suceder. Perdida la capacidad de asombro, que sólo se produce a cada salto sobre las barreras de la sutileza, llega inmediatamente el tedio. Ni la incrustación anárquica de canciones molonas ni el irritante sello cromático logran salvar la función. El espectador termina hasta el gorro de la melodía de Matt Monro y de los tonos lila y pastel. Sin duda, el mayor regalo que le brinda Casanova a su público se encuentra en la duración del metraje: 77 minutos que pueden parecer 120.

Pero lo más molesto de todo no está ni en la fotografía ni en la banda sonora. Ni siquiera en el malogrado trabajo actoral, especialmente llamativo tratándose de intérpretes muy versados en la comedia. Lo peor de todo es el manido, superfluo y demagógico mensaje de Pieles. La belleza está en el interior. Moralina facilona que curiosamente suelen explotar los que más se rodean de la gente guapa. En todo caso, a la belleza ni se la busca ni se la espera en la primera y esperemos que última incursión de Casanova tras las cámaras. Para alcanzarla sólo se requiere una máxima. La del buen gusto.
polvidal
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6
26 de junio de 2012
133 de 183 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si hace una semana hubiésemos realizado una encuesta sobre cuál es su director favorito entre los miles de seguidores del Sónar que bailoteaban a plena luz del día, seguro que Wes Anderson aparecería en la mayoría de preferencias. Wes Anderson es cool, es vintage, es guay. Es lo más. Al cine de este enigmático director le ocurre lo mismo que a la música alternativa y etérea que se danza en el festival de Barcelona, unos pocos la disfrutan y unos cuantos, los que más, fingen entenderla. Wes Anderson, como el Sónar, como las tiendas de ropa de segunda mano, es parada obligatoria para todo moderno que se precie.

El director de Academia Rushmore, de Los Tenenbaums, de Viaje a Darjeeling, mantiene en esta última obra ese humor surrealista revestido de look demodé, hoy más de moda que nunca. Es, sin duda, un estilo particular, muy meritorio, en el que cada fotograma destila comedia por sí mismo. La imagen requiere de pocas palabras para provocar ese efecto satírico y absurdo que desprenden todas sus películas. Pero en esta ocasión, más que nunca, se echa en falta una mínima trama, un argumento que complete el impresionante esfuerzo de fotografía.

Porque esa historia de amor preadolescente, esa fuga de amantes benjamines, provoca el mismo efecto que producen los niños ajenos, esa sonrisilla entre “fíjate qué monada” y “quítalos de mi vista lo antes posible”. Aunque muchos críticos se esfuercen en buscarle sentido al filme como un viaje a la etapa infantil, a pesar de lo increíblemente bien que Jared Gilman asume el papel de niñato resabido, lo cierto es que Moonrise Kingdom es poco más que un estímulo visual.

Anderson demuestra una enorme habilidad, no sólo en el uso de la luz y del color, sino también en el manejo de la cámara, con esos desplazamientos laterales, arriba y abajo, que lo convierten en el rey del travelín (palabro del diccionario de la RAE que también parece perseguir el gusto por lo antiguo). La agilidad que por momentos no encontramos en los guiones la obtenemos en el puro nervio de sus imágenes, como si ambos conceptos, continente y contenido, discurrieran por caminos opuestos.

A los fieles seguidores del director, sin embargo, poco les importará el mensaje. Moonrise Kingdom ofrece los suficientes guiños nostálgicos como para satisfacer a esa corriente posmoderna con la mirada puesta en el pasado. Vibrarán con el tocadiscos portátil de Suzy, objeto kitsch donde los haya, o con el baile de guateque que se marca Sam en la playa. Sólo cabe preguntarse qué ocurrirá con la película, cómo se mantendrá en el tiempo, cuando lo viejo deje de ser moderno. Es lo que tienen las modas, que son pasajeras.
polvidal
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