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Críticas de AlvaroFaure
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Críticas 75
Críticas ordenadas por utilidad
8
6 de octubre de 2017
12 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
En una hermosa secuencia de la película, Jean le implora a Juliette que no le cuente cómo termina su historia, a lo que ella responde que no le sería posible porque ni siquiera ella misma lo sabe. Atrapados en el huracán autorreferencial que nada disimuladamente desata y alimenta el autor con la figura de Jean-Pierre Leaud como señuelo, es sencillo desviar la atención del hecho de que la naturalidad no es aquí tanto una virtud como una consecuencia y que la vitalidad que desprende la obra es más una característica que un triunfo del cineasta.

Si bien la respuesta de Juliette puede interpretarse literalmente como la imposibilidad de conocer nuestro futuro, está claro que, en una cinta en la que el emblemático actor Jean-Pierre Leaud, que viene de filmar «La Mort de Louis XIV», interpreta a un anciano intérprete que no sabe cómo representar su muerte, uno no puede evitar, aunque sea meramente por motivos lúdicos, jugar a leer cada elemento –en especial aquellos que parecen sentenciar las secuencias– como una referencia a la propia obra, algo que tendría mucho sentido en una película como «Le lion est mort ce soir», nacida de la improvisación y en la que nadie puede conocer el final de nada porque en ningún lugar está escrito.

Es en este punto descrito donde confluyen por primera vez dos particularidades del planteamiento conceptual de la cinta, insustanciales por sí mismas, que hacen funcionar la película gracias a la interacción mutua entre ellas, alimentándose de forma constante a lo largo de todo el metraje. En otras palabras, la fuerza del protagonista autorreferencial –por escoger el ejemplo más básico– solo tiene sentido porque la película se crea en tiempo real a la vez que se filma y la fuerza de la filmación improvisada solo tiene sentido –al menos en este caso, claro– porque es una película que habla sobre sí misma.

Es así como, sin aparecer escrito en ninguna parte, asistimos al encariñamiento de unos niños con un anciano actor, un hecho que es al mismo tiempo ficción –porque ocurre en la obra– y al mismo tiempo real –porque ocurrió de verdad– pero que no ocurrió en un pasado más o menos lejano del que se está realizando una recreación sino que tuvo lugar en el mismo instante en que se inventó la ficción, de forma que, con mayor o menor voluntad, Suwa captura con su cámara un hecho vital de manera no documental. Es decir, hace ficción de lo real interviniendo en la realidad, escribiendo en el aire, esculpiendo en lugar del mármol la propia vida.

«Le lion est mort ce soir» procede entonces más que ninguna otra obra de una particular ordenación y explotación de los elementos de nuestra propia realidad. Es ficción sobre la realidad al tiempo que realidad sobre la ficción y no es de extrañar que en su seno trate el asunto de las visiones y la duda entre lo experimentado y lo imaginado pues, en cierta forma, hay momentos en ella más auténticos que la propia realidad, un tratamiento sincero y verídico de la manipulada realidad filmada que claro está es, a la vez, en la mayoría de los casos, más verdadera que la ficción.

Todo esto da sentido a una secuencia final en la que conviven todas las dualidades posibles: la muerte y la vida, lo real y lo imaginado, lo vivido y lo soñado, lo experimentado y lo interpretado. Ante tantas preguntas, Suwa escoge de entre todos los posibles el discurso más elocuente: unos delicados movimientos de cámara que culminan en un maravilloso y milimetrado fundido en negro. Literal o referencialmente, Jean-Pierre Leaud tenía razón:

Todas las historias terminan igual.
AlvaroFaure
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9
9 de agosto de 2016
11 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Adoro el cine de Rohmer tanto como odio a prácticamente todos y cada uno de sus personajes. Comprendo que la raíz de este odio es esa inestimable manía que tiene el realizador de no juzgar a ninguno de sus sujetos. De esta forma el juicio se traslada al espectador, que ve pasar por la pantalla a toda clase de manipuladores, cínicos, egoístas y desvergonzados que no dudarán en actuar –y camuflar sus actos– para obtener un beneficio propio.

El cine del francés es un cine cotidiano, formalmente sencillo, despojado de artificios narrativos, carente de virguerías visuales, centrado casi en exclusiva en los diálogos y en la construcción de sus complejos personajes, en apariencia tan simples como lo son a primera vista los humanos que nos rodean, pero que encierran en su fondo mucho más de lo que su presentación nos sugiere.

Es un cine inteligente que me atrevería a calificar –sin ser una virtud– incluso de intelectual, o al menos eso es lo que me sugieren seis visionados que en ningún momento sentí que apelasen a mis sentidos sino a mi razonamiento y entendimiento. La verdadera emoción de Rohmer forma parte, tal vez, del concepto «inteligencia emocional», no de la que pura y llanamente se desprende de las sensaciones más impulsivas, ajenas al filtro del raciocinio (¿o quizá lo uno tiene que ver con lo otro? ¿Es lo mismo? Tengo la sensación de que no, pero a veces no sé ya ni qué digo).

Cuando quedo maravillado ante este cine me pregunto por qué me pasa esto, si soy un tipo con ciertas ideas, de estos que admiran la explotación de los recursos audiovisuales, de la narración cinematográfica... siendo Rohmer un señor de diálogos, de texto, de literatura, de tinta sobre papel, no de imagen en celuloide, ¿qué es lo que veo en él? Me respondo que tal vez tenga que ver con las miradas que se intercambian, con la planificación de las escenas y con el planteamiento de algunas secuencias y el enfoque escogido para narrarlas, con el fluir de los diálogos y con la reacción a estos. Todo esto es cine, composición, atmósfera, montaje...

Sobre el papel, cada una de sus películas serían igual de perversas, incisivas e inteligentes, pero no habría chispa, no habría nada que me enamorase. En ausencia del cine, habría aplauso pero no devoción, y yo siento esto último por Rohmer, así que quizá pueda permitirme reducirlo todo a que él es un gran cineasta y «Pauline à la plage» una muestra de gran cine.

Al menos yo lo he gozado como tal, como una obra de altura en la que disfruto introduciéndome en la intrincada mente de cada uno de sus personajes, atravesando la inextricable maraña que tejen con sus siempre desafortunadas interacciones y odiándolos con fuerza a todos al tiempo que los comprendo, porque de eso va esto. De eso va siempre todo.
AlvaroFaure
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7
5 de diciembre de 2016
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
«Sorrow is nothing but worn-out joy» afirma uno de los protagonistas en un momento determinado de la película. Esta aseveración, consciente como tantas de su propia trascendencia, es una más en una cinta trufada de interesantes secuencias en las que dos amigos hablan del presente, del pasado, de todas esas cosas que llevan tiempo queriendo decirse y de aquellas nuevas que surgen durante el viaje que emprenden juntos.

Reichardt pone así especial atención en los diálogos, capaces para algunos de transformar una película interesante en una obra notable y una obra interesante en una película mediocre. Sin embargo, siendo justos con el medio artístico al que nos referimos, habría que preguntarse cuál es el peso que un elemento extracinematográfico como es el conjunto de frases pronunciadas por los actores, de carácter puramente literario, debe tener en una obra de carácter audiovisual. La respuesta para mí es bien sencilla.

El cine, que se sustenta en el empleo de los recursos asociados a la imagen y el sonido, se encuentra con el diálogo únicamente en lo que a lo audiovisual se refiere, es decir, en la forma en que las palabras son puestas en boca de los actores y en la conjunción de estas con la imagen que observamos y el sonido que las acompaña. Hay en «Old Joy» mucho talento puesto en este punto, pero no supone una lección distintiva de ello como podría serlo, por ejemplo, la magnífica «Before Sunset» de Richard Linklater o los mejores trabajos de Éric Rohmer.

Sin embargo, hay un punto en el que la obra de Reichardt brilla con luz propia, y es precisamente en el opuesto al diálogo, que no solo se trata de un elemento puramente (y casi exclusivamente) cinematográfico sino que es parte de lo que termina de dar sentido al propio medio artístico: la ausencia de diálogo. «El cine sonoro inventó el silencio» señaló Bresson, y aunque la talentosa cineasta se encuentra a años luz de los logros cinematográficos del galo, bien puede sentirse orgullosa de haber logrado diseñar una obra en la que sus elocuentes silencios son incluso más valiosos que sus interesantes palabras.

Es en ellos donde se construye la identidad de sus personajes, en lo que suponemos que ocupa sus pensamientos pero nunca se exterioriza, en las cosas que no se dicen y nosotros imaginamos y en la incomodidad y el pesar que nos inunda cuando se espera oír hablar a alguien pero ninguno se atreve a decir nada. La palabra es una garantía, es sólido sobre el que edificar. El silencio es algo abstracto, uno teme que se desvanezca o no se sienta su peso.

Levantar una cinta alrededor de sus diálogos es tarea fácil –el esfuerzo está en lograr que se sostenga–, levantarla en torno a sus silencios, es complicado. Kelly Reichardt no solo se atreve con lo difícil sino que consigue que todo compacte y se sostenga con éxito en el universo de lo difuso y fácilmente diluible, lo cual es doblemente difícil y, por supuesto, doblemente admirable.
AlvaroFaure
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9
5 de enero de 2023
11 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una película sobre una novelista que ya no escribe, pero que termina escribiendo el guion para una película, una actriz que ya no actúa, pero que termina actuando en la misma y varias personas que dicen no beber pero que para sorpresa de nadie terminan vaciando hasta el fondo todas las botellas de una mesa.

Repetimos estreno tras estreno que Hong continúa depurando su estilo, limpiándolo de todo lo accesorio, tanto en lo formal como en lo narrativo, y cuanto más cierto es esto y más convencidos estamos de ello más impacto tiene cada pequeño gesto que ocurre dentro de cada una de sus películas, de la misma forma que ocurría en el pasado (y aún en el presente) con cada zoom que tenía lugar durante una conversación y que capturaban nuestra atención cambiando nuestra percepción de lo que se estaba contando.

Aquí vuelven a desfilar todas las caras conocidas del cine reciente de Hong Sang-soo y todos detalles habituales de sus últimas películas: Un director de cine que habla o al que le hablan sobre su obra, una tertulia hasta arriba de alcohol, gente que se encuentra con gente a la que admira, alguien señalándole a Kim Min-hee lo guapa que está, un título ambiguo que puede significar varias cosas y todas a la vez y una serie de conversaciones en apariencia rutinarias e intrascendentes que en los más pequeños detalles construyen progresivamente el retrato de los personajes, el relato único y el sentido particular que Hong quiere plasmar en cada obra.

Y de pronto, en un quiebro que ni un visionado intensivo de toda su obra en bucle habría podido adelantar, un fragmento cámara en mano de apariencia casi doméstica rompe la meditada rigidez del resto de la obra con un apasionado retrato y la declaración de amor más tierna e inesperada, que se reafirma con una segunda ruptura en un gesto de amor menos explícito pero todavía más grande, esta vez cinematográfico: el solicitado cambio a color para capturar la belleza de las flores y una cálida sonrisa. Hong la acompaña con su música por primera y única vez en toda la película.

La metarreferencialidad del cine de Hong Sang-soo se ha ido desplazando progresivamente de lo narrativo a lo formal. Y aunque no deja de camuflar reflexiones sobre su cine dentro de las conversaciones de sus personajes ha ido encontrando que la mejor manera de dialogar con su propia obra es a través de la imagen interviniendo sobre sus propias normas de estilo. ¿Acaso hay manera de poner en palabras algo equivalente a esos minutos de éxtasis en que la obra se rompe y podemos ver y sentir lo que palpita detrás de ella?

Cada nueva película de Hong se siente como la culminación de algo, la conclusión de un largo viaje que en realidad no ha abarcado más que la duración de esa misma película.
AlvaroFaure
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8
28 de octubre de 2016
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
La máxima aspiración de un cineasta es conseguir que sus imágenes en movimiento digan más que las palabras escritas en su guion.

La sombra misteriosa de una mujer tras la persiana del gran salón da la bienvenida a una mansión que se muestra como la representación más pura de lo desolador. William Holden, con palabras, había dicho algo de esto antes, pero hasta que la imagen no golpea, hasta que uno no siente la impresión del sobrecogedor edificio abandonado, descuidado, apartado del frenesí de la vida que sigue su curso, encapsulado en un pasado por todos olvidado salvo por quienes habitan entre esas paredes, no experimenta la verdadera desolación.

William Holden camina por la gran sala y observa la habitación girando sobre sí mismo. La cámara lo acompaña y retrata la más enfermiza obsesión: hasta el último rincón de ese espacio se encuentra recubierto por imágenes, cuadros y figuras del ídolo caído, la otrora reconocida actriz que, incapaz de asumir el paso del tiempo, ha construido su propio espacio, un microcosmos que, ajeno al mundo exterior, permanece inalterado a través de los años. Allí, proyecta una y otra vez sus propias películas. En una de ellas, la joven intérprete aparece envuelta en un halo de pureza rodeada por velas, recubierta de un baño de luz que le otorga un aspecto religioso. Wilder encuadra con milimétrica precisión, y bajo la imagen sagrada se observa un estante completamente repleto de fotografías. Imposible evitar el escalofrío: Norma Desmond rinde un culto enfermizo a su propia figura, un ritual digno de una diosa.

La secuencia culmina con uno de los planos más fascinantes de la cinta. Entre las partículas de polvo que brillan a la luz del proyector y el humo de los cigarros, se levanta la figura de la protagonista con ímpetu haciendo su alegato en pos del cine de antes, que murió con la aparición del sonido. En ese momento, gira suavemente la cabeza y la cámara parece recrearse y acariciarla. Su perfil se ilumina entre la neblina y, como Kim Novak ocho años después a través de la bruma verde, la figura del pasado parece volver a la vida por un momento. La voz en off de Holden pretende resumir más adelante lo que las imágenes nos han contado poco antes. El esfuerzo es en vano: resulta imposible resumir la magia.

No hay palabras en el aire, sin embargo, para la secuencia del baile. La composición del plano es tan elocuente que todo comentario es innecesario. No hay mejor elección estilística posible: los músicos, apartados, tocan en una esquina; la decoración triste y la lúgubre iluminación no sugieren celebración alguna; la música, animada, contrasta con el tono de la secuencia y la cámara lo filma desde arriba, retratando el inmenso espacio vacío de una sala en la que dos figuras fantasmagóricas bailan sobre el mismo suelo en que lo hizo tiempo atrás Rodolfo Valentino. Volvemos a la imagen de la desolación y la decadencia, esta vez presentada como contraste en el marco de un pretendido acto festivo.

La combinación de sensaciones contradictorias es un recurrente en «Sunset Boulevard», como prueba una de las mejores escenas de la película, en la que una Norma Desmond pletórica, sintiéndose de nuevo la reina de los estudios, se sienta en una silla en una pausa del rodaje. Ahí, es reconocida por el anciano operario de foco que, sorprendido, la ilumina y grita su nombre para que todos la vean. Por un momento, se siente como algo hermoso, la luz se refleja en su rostro y reaparece la imagen divina de la gran estrella, pero conforme las figuras decrépitas se acercan a admirarla, uno comienza a sentir un halo de patetismo en el ambiente. Nadie recuerda a Norma Desmond, nadie sabe quién es esa cincuentona rodeada de lamentables operarios e intérpretes de segunda. Norma Desmond no es la gran estrella de nada, es la reina de los olvidados, objeto de idolatría por los que hace tiempo perdieron su lugar. Finalmente, el foco se apaga, el corro se dispersa y la monarca de los parias vuelve a la soledad de la desatención tras su minuto de gloria.

La película cierra así, con un último minuto de atención suplicado en silencio por una adicta. En una escena prodigiosa, camina bajando las escaleras a través de las figuras inmóviles, interpretando su último papel, atravesando la pantalla lista desde hace años para su primer plano.
AlvaroFaure
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