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España España · Marte
Críticas de Gort
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Críticas 32
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
5
7 de septiembre de 2008
21 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
Despistado en el metro siento un cosquilleo en la nuca. Recuerdo entonces a aquellos que defienden la estrecha relación entre los sentidos del tacto y la vista. Trato de no girarme.
Esperando mi turno en la cola del pan echo un vistazo por el amplio ventanal. Una chica cruza en esos momentos, larga melena, piel morena. Observándola, calibro hasta dónde la vista llega a ser la prolongación del tacto. Matemático.

Ante la pantalla el ojo se siente omnipotente y campa con voracidad. No sabe que es esclavo. Poco importa eso cuando aparece la Stone. Basta con que se demore un plano en su rostro siempre despejado o en la silueta que trasluce un vestido demasiado ceñido para que la mirada los acaricie voluptuosamente.
Un simple cruce de piernas, de ser cierta la teoría apuntada más arriba, urge a la promulgación de una ley que sancione este tipo de miramientos.

Ahora bien, rápidamente recuerdo la otra acepción de la palabra (“respeto, atención y circunspección que se guardan a una persona”), que en todo mirar hay un juicio implícito que suele restar inarticulado: de forma espontánea el reportero de los deportes nos parece un mameluco; la hija de la presentadora del programa de las mañanas, una arribista de ambiciosos labios pintados. Todo ello así de arbitrario –y de cierto.
Es por eso que los más relamidos no tienen excusa posible. Su mirada de contención felina, el esbozo constante de sonrisa que borra sus palabras [Have you ever fucked on cocaine, Nick?], delatan qué esconde bajo su almohadón.

¿Cuál de los dos instintos –querer o saber mirar- se revela como básico?

[Tomo prestados el título y la idea de Javier Marías, ojo cinéfilo y agudísimo].
Gort
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7
31 de agosto de 2008
18 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
1.

Tras el mostrador de recepción ha trabajado durante mucho tiempo del otro lado, viendo a las parejas llegar cohibidas o tal vez desenvueltas, esperando a que su gestión se resuelva en la llave de una habitación pisos arriba.
Sabe lo que vienen a hacer. Incluso, debido a su ventaja de anfitrión, es capaz de conjurar por anticipado el escenario –colores y formas- de lo que para ellos será delicias y paraíso. Eso es todo lo que llega a vislumbrar, el resto queda en la penumbra.

Sin embargo, toda breve iluminación, incluso un chispazo, es un umbral.


2.

Tras pagar la habitación suben por las escaleras. Nosotros les acompañamos. Recorremos junto a ellos el pasillo enmoquetado. Conocemos las circunstancias en las que se han conocido, sabemos de sus propósitos. Él abre la puerta de la habitación cediéndole gentilmente el paso. Antes de que entren en ella el plano comienza a abrirse, alejándose la cámara. Entran y cierran la puerta. Quedamos del otro lado.

Se suceden los encuentros en semanas posteriores, citándose siempre en la misma cafetería. Hemos asistido a sus charlas, al marcado ritual de la cortesía y, al igual que ellos, cómplices, sobreentendemos la mesura de muchos de sus gestos. Sin embargo nos hemos quedado siempre fuera de esa habitación, incluso alguna vez tras la cristalera de la cafetería, interrumpida la conversación, viéndoles alejarse.
En un momento que sabemos central de la película, de nuevo ante la misma puerta, los dos amantes penetran en la estancia pero, esta vez, damos un –tímido- paso con ellos, quedándonos dentro sin osar avanzar.
Da igual ya que estemos dentro. Entre esas cuatros paredes siguen minutos de opacidad para el espectador.

3.

Las entrevistas por separado a los dos protagonistas van desplegando su historia. En un primer momento los leves matices de cada versión, las divergencias, nos ayudan a caracterizarlos.
Ante la pregunta de cómo se conocieron, él explica que respondió a un anuncio en una revista erótica, incluso va al cuarto a buscarla, blandiéndola posteriormente ante su entrevistador; ella, por su parte, elude hacer mención a este origen, probablemente pudorosa.
Cuando ambos son preguntados por cómo fue la primera vez, él, mucho más natural, reconoce que los nervios pudieron malbaratar el encuentro pero que finalmente pudo recomponerse la situación; ella, simplemente, dice que estuvo bien y sonríe.

A medida que se va acercando el final nos vamos dando cuenta que tales divergencias van más allá del carácter de los protagonistas. Ambos nos revelan lo que quedaba velado para el otro, esa porción de sombra que guarda el sentido de sus acciones y palabras que da pie al malentendido.

El uno, con respecto del otro, queda del otro lado.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Gort
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4
22 de julio de 2008
31 de 58 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es normal que una reunión entre viejos amigos, con el visionado de una de las películas de su infancia, cause este tipo de reflexiones: hay que estar muy enfermo de historias –de cine y de literatura- para que a uno le sobrevenga ese estado de ánimo, alejado del espíritu de una fiesta.

Hace apenas unas semanas Miguel nos invitó a cenar a unos cuantos a su casa cerca del mar. No tardó en proponer que viéramos “El chico de oro”. Siendo chavales no paraba de imitar al Eddie Murphy que veíamos por la tele.

A todo el mundo le caía bien Miguel. De una manera natural conquistaba la simpatía de cualquiera en nuestro barrio. Tal era su influjo que su amistad me evitó más de un disgusto en disputas con chavales de otras pandas: “te salvas porque eres amigo del Miguelito”.
Las chicas, además, lo adoraban, y me consta que más de una se moría por sus huesos, y no porque fuera un James Dean, sino por una simple cuestión de encanto.

Hace ya unos años Miguel se fue a estudiar a Alemania. Con él vino Sigrid, la chica que había conocido en Heidelberg, y a quien ya teníamos ganas de conocer, tan bien nos había hablado de ella.
No puedo negar que me sorprendí al conocerla. No es que Sigrid fuera fea, es que era más bien rara, muy rara. Pálida y muy delgada, vestía casi siempre de negro, con faldas muy largas; y aunque su castellano era bueno rara era la vez que dirigía la palabra a alguien que no fuera Miguel.
No se lo confesé nunca a nadie pero las muestras de fervor que profesaba por aquel emblema de la abulia y la introversión me causaron una profunda desazón. ¿Qué maravillas cautivaban con tanta pasión a mi virtuoso amigo? ¿Cómo de arrebatadoras debían ser sus horas de manos entrelazadas para provocar tal devoción? Era algo que no me podía explicar.

La cuestión es que, asistiendo por enésima vez a su interpretación murphiana de cómo pedir un cuchillo, entre las risas de los allí presentes –el ponche ya había comenzado a hacer de las suyas, desconozco qué licores mezclaron-, entendí el alcance de la elección de mi amigo: había elegido tomar como compañía el espíritu burlón y dicharachero de ese negro bigotudo, y nada cambiaría aquello, llegaría necesariamente al final de sus días siendo un vejete flacucho y zumbón.
Mientras, sentada en su pequeño sofá y ajena al cachondeo, Sigrid me miraba y leía mis pensamientos.

[Sigue en spoiler por problemas de espacio].
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Gort
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8
20 de julio de 2008
37 de 57 usuarios han encontrado esta crítica útil
1.

-Prosigue por favor con tu relato, amable extranjero –dijo Kublai Kan.

-Tras seis noches de travesía por el desierto –continuó Marco Polo- se acaba divisando, como un espejismo, una fastuosa ciudad a lo lejos. Esta ilusoria sensación se acrecienta cuando descubrimos que, a pesar de su aislado emplazamiento, ya habíamos estado antes en ella. En la hora en la que sale el sol la sensación se desvanece, la ciudad se recompone y acaba pareciéndose a cualquier otra, jamás vista antes por nuestros ojos.

-¿Quieres decir que esa ciudad es objeto de algún encantamiento?

-Quiero decir que en esa ciudad ya habíamos estado antes porque, de hecho, la llevamos siempre con nosotros.

2.

Ver según qué películas de niño nos hace envidiar al adulto: poder salir a cualquier hora de la noche, con todos los misterios y tesoros de la ciudad a su alcance, pues le pertenecen. Ojala no tardemos mucho en ser también dueños y señores de ese reino de libertad…
Ahora que somos adultos, sin embargo, sabemos dónde nos lleva el asiento trasero del taxi de Travis. Creemos ir a algún sitio, al acecho de mujeres o persiguiendo esa última copa que nunca termina, en cualquier caso a un lugar que largamente anhelamos, quién sabe si como nuestro término. En realidad no vamos a ninguna parte. Aún y así son muchos los que sucumben a su canto de sirena. A más de uno me he encontrado atrapado en el asiento trasero al entrar en un taxi, fingiendo que no sabe que no vamos a ningún sitio, dando tumbos como un barco desorientado en alta mar.

Es más, ahora que hemos visto ‘Taxi driver’, sabemos dónde lleva el asiento delantero del taxi de Travis. Pilotando su nave, observando los afanes nocturnos de los hombres desde su castillo de popa, Travis pule su alma, concibe una acción abstracta que constituye su destino.

3. Pertinencia de una pistola.

De entre todos los objetos cinematográficos la pistola es con el que mantenemos una relación más viciada, con tanto tiro ni la vemos. Es una falta de tacto que el cineasta asuma en el espectador este vínculo desvirtuado con un objeto tan interesante.

La cámara se deleita en un primerísimo plano que recorre el largo cañón de una 44. Travis empuña uno de los revólveres y encañona a través de la ventana un punto de la ciudad bulliciosa. La pistola concentra y proyecta su ira.

Viendo un programa por la tele en el que las parejas bailan dulcemente, felices, la pistola, forma metálica ya de su ser, se encoge, no apunta a nada: el demonio del odio da un respiro a Travis, quizá lo está probando.

El énfasis con el que el Sr. Scorsese nos muestra el arma puede parecer una fascinación morbosa pero en realidad es la presentación pertinente de un objeto que, como todos los que creamos, nos pertenece y es una parte de nosotros.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Gort
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9
9 de julio de 2008
43 de 61 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lo reconozco, siempre he desconfiado un tanto del término cinefilia, esa indagación pormenorizada a través de los estantes y pasillos de la inabarcable Filmoteca. Me parecía que una dedicación tan exhaustiva tenía más de recuento de cadáveres o víctimas que de amor por ese ente esquivo llamado cine.
Será tal vez debido a mi naturaleza perezosa, pero siempre abrigué la convicción de que bastaba una sola película para poder amar el cine y que ese afortunado individuo contendría todas las demás posibles, las ya acabadas y las aún por concebir.

A pesar de que esa película no ha llegado a rodarse nunca es con las de Chaplin que descubrimos que ya existe, anterior a todas las que jamás lleguen a filmarse, referencia hacia la que escoran sus proas indefectiblemente y probablemente origen de todas ellas.

Cuando el viejo Scottie cantaba en fin de año (Auld Lang Syne) creí ver en los rostros entristecidos de las mujeres a Gretta (Dublineses), súbitamente atrapada por algo que pensó desaparecido. Y la introspección a la que esa música las lleva supone una ruptura -no se puede volver a bailar igual pese al jolgorio-, la misma que motivó a la Srta. Kubelik en una fiesta parecida, para nosotros posterior cronológicamente, en realidad la misma fiesta.
Y esa misma noche, pero en la cabaña, el sueño anhelante de Charlot prefigura la ensoñación a plena luz del día de aquel, en San Francisco, que tras un cambio de peinado y de traje es incapaz de discernir la realidad. ¿Son acaso el mismo hombre?

Considerando estos indicios no es de extrañar, entonces, la incesante búsqueda, ni las decepciones ni la envergadura de la tarea se presentan como obstáculos, ¿cómo renunciar a seguir el rastro de ese mundo que se introduce paulatinamente en el nuestro?
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Gort
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