La verdad es que mi cruzada para que las películas tengan una duración menor es una cruzada perdida. Algún día me gustaría saber cómo fue que el cine que era el arte de la concreción, de la elipsis, ha pasado a ser casi todo lo contrario. Imagino que el éxito de las series tiene mucho que ver.

Como aficionado a la Historia, a la cultura francesa y al cine de Ridley Scott no podía perderme esta película a pesar de sus ciento cinco y ocho minutos y de las críticas poco positivas que por allí circulan. Tengo que decir que, a diferencia de otras obras actuales de larga duración, aquí no miré el reloj.

Lo que se me contaba me parecía lo suficientemente interesante como para fijarme a la butaca durante el tiempo preciso. Sé que esta obra no deja de ser una versión reducida de una serie que tendrá el doble de duración, lo cual no sé si es bueno porque nunca sabes si la película se hizo en función de la serie o viceversa.

No conozco tanto los acontecimientos históricos y las personalidades de Napoleón y Josefina como para saber si lo que se nos contaba se ajusta a la realidad. Tampoco creo que el cine debe ser esclavo de la realidad, aunque tampoco la libertad artística debería ser excusa para manipularla.

En mi opinión, se han respetado a grandes trazos la Historia y se ha contado de manera amena, aunque poco profunda. No me parece un gran film, pero sí un film suficiente. Desconozco, no obstante, si veré la serie. Quizás lo más seguro que es que compré un libro en Francia sobre Napoleón porque pocos personajes en la Historia como él merecen dedicar una buena cantidad de horas de nuestro tiempo; por ahora, voy tirando con el saber en la dirección de Ridley Scott, especialmente en la escena final de la batalla de Waterloo, y de la buena interpretación de Joaquín Phoenix.

Tengo que decir que vi esta película en la soledad más absoluta y con pocas esperanzas de que las expectativas creadas por todos, aduladores o no, se cumpliesen. También diré que los dos ciento y seis minutos inmisericordes que me esperaban me pusieron en alerta, una alerta que luego se confirmó.

Es obvio que Scorsese sigue conociendo el lenguaje cinematográfico y que nos cuenta en la película una infrahistoria curiosa y sangrante de la Historia; sin embargo, a medida que avanza la película vemos con dolor que estamos ante una película deslavazada, alargada ad náuseam, con nulo sentido de la elipsis, -que es la quintaesencia del cine-, y sin ninguna escena que descuelle un poco de las demás, en definitiva, con muy poca garra narrativa.

Asistimos ante una sucesión de escenas deshilachadas, bien rodadas con gran conocimiento del lenguaje cinematográfico, pero que juntas y proyectadas una tras otra no conforman una película que esté a la altura de la cinematografía del director italoamericano, ni siquiera en esta su última época camino a la decadencia.

Sólo una crítica profesional entregada a un viejo maestro venido a menos, - y cegada por un supuesto análisis sesudo, pero en realidad insulso, del pecado original de los Estados Unidos-, ausente de cualquier criterio rigoroso de lo que debería ser un análisis de obra cinematográfica, puede ver en este film algo parecido a una obra maestra.

Molestan mucho los papeles asignados a Brad Pitt y a Robert de Niro, ambos muy por debajo de sus capacidades. Se diría que leen sus textos más que interpretarlos, pero también diré que interpretar unos personajes que en realidad son unos canallas, como si fuesen angelitos de la caridad, o bien se diría que los guionistas se han pasado tres pueblos, o bien la hipocresía a la que se llegó fue mucha; pero nosotros, tontos, lo que se dice tontos no somos y los canallas tampoco.

Por último, la escena final de Scorsese recordando a las víctimas no deja de ser la gota que colma el vaso. Eso no es cine; es cine denuncia muy burdo; para eso me quedo antes, por ejemplo, con la última película de Robert Guédiguian, cineasta altamente político, por cierto, y no muy de mi cuerda, pero que no deja que la denuncia predomine sobre el arte. Le pongo un seis, un seis por ser por vos que sois, Martin.

Siempre lo digo; el cine en Francia no corre peligro inminente de desaparición. Asistí en la encantadora ciudad francesa de Montpellier a la proyección de la nueva película de Robert Guédiguian y la sala estaba razonablemente poblada para ser un lunes por la tarde. Claro que quizás más que cinéfilos eran partidarios ideológicos de este director de larga trayectoria política y cinematográfica; todos ellos rondando o superando la sesentena, por lo tanto, yo no desentonaba.

La historia que se cuenta es altamente política, de política comprometida con la izquierda y a nivel municipal; cosa que dudo que tuviera que aclarar, pero que hago con gusto. Rosa es la protagonista, siempre lo ha sido en su barrio marsellés y en su hospital donde trabaja de enfermera, pero ahora la aparición de un hombre que la atrae la hace dudar entre la prioridad de su compromiso político y el personal.

Todo ello, Rosa y su relación política de sus vecinos de barrio en la lucha por el reconocimiento de un derrumbamiento y la negligencia que comporta, Rosa y su relación con sus hijos y con la hija de su nuevo amigo se cuenta con una fuerte tono político, como el que nos tiene acostumbrado su director, y no diré que sea mi tipo de cine favorito, pero también le reconozco un saber hacer cinematográfico por encima de muchos, bien rodeado como suele hacer de su grupo de actores habitual.

Desconozco si llegará a España este film, pero si no lo hace, muy mala señal será, no porque sea imprescindible, si no porque si entre tanta mediocridad que nos viene de Hollywood, no hay un hueco para una más que digna película francesa, mal, muy mal vamos.

Antes que otra cosa, esta película es una hermosa historia de amor. ¿Quién podría decirlo, habiendo sido Eugenio una persona taciturna, con poca expresión de la emotividad? Al menos, esa era la imagen que daba.

Había muchas razones para ver esta película. La primera es que un film de David Trueba siempre es un acontecimiento cinematográfico. La segunda es ver la recreación de la Barcelona de los años 60 y 70, muy bien conseguida. La tercera es obviamente conocer un poco la historia que se escondía detrás de ese humorista con cara de póker.

Todos os que tienen mi edad, decena arriba, decena abajo, reímos con los chistes de Eugenio y su manera neutra de contarlos. No sabías muy bien qué lo hacía diferente a los otros. ¿El atuendo? ¿Su inexpresividad? ¿Sus catalanadas? pero lo cierto es que te hacía reír. Era un almacén de chistes buenos y menos buenos que soltaba ágilmente entre comentarios sardónicos sobre su persona y asistentes.

La película de David Trueba consigue emocionarnos. Se centra en los primeros años y en su relación con su primera mujer, la cantante Conchita. Y es esta relación, casi más que en la creación del personaje, que Trueba consigue hacer despegar su obra de lo mundano a casi lo sublime.

Una reflexión para ir acabando. Hay que ser conscientes que la mayoría de los chistes que contaba Eugenio ahora mismo no funcionarían con un público joven, que no llegó a conocerlo. No sé que ha pasado, pero ahora se valora más horas y horas de creadores de contenido banales, por decirlo suave, que algo corto, como los chistes que solía contar, que te llegan al cerebro con una carga de profundidad que te explota dentro.

Nosotros heredamos las referencias de nuestros padres y abuelos, Chaplin, Keaton, El gordo y el flaco, los hermanos Marx y un largo etcétera; parece, en cambio, que las nuevas generaciones deban partir de cero, cuando hacerlo es ignorar todo lo que hubo antes, no asumirlo. David Trueba, quien tampoco es tan mayor, sí que sabe integrar el pasado con el presente.

Para empezar, diré que estamos ante una película coreana rodada en Estados Unidos. Es el debut en la dirección de su directora coreana y es de suponer y esperar que será la primera de muchas.

La historia es sencilla, pero no simple y tiene rasgos de autobiografía. Una chica de doce años debe dejar su Corea natal, se entiende que la del Sur, para emigrar junto a sus padres a Canadá. Allá deja a un compañero de clase con quien tiene una relación especial, aunque no va más allá de la amistad. Se despiden con frialdad, casi ignorándose, quizás sea la forma coreana de manifestar o no los sentimientos.

Pasan los años y con las redes sociales consiguen contactar, y hasta allí, como se decía en el concurso, puedo leer sin desvelar mucho la historia, aunque no creo que lo haga si digo que en la historia aparecerá una tercera persona.

A lo largo del largometraje, no se nos cuenta nada extraordinario ni especialmente original, pero sí que se va confrontando los sentimientos derivados de la nostalgia por un pasado que pudo llegar a ser un presente que no fue, y los hechos del presente que sí que ha sido; y todo se hace de una forma elegante, medida, contenida, no sé si como decía antes coreana, e incluso demasiado coreana.

En algún momento se echa en falta una mayor manifestación de los sentimientos, pero no lo juzgaré por ello porque, posiblemente, esta contención sea la manera que se tiene en ese país asiático de relacionarse.
La narración es poco convencional. La directora no practica la clásica narración donde el desarrollo argumental va fluyendo sin sobresaltos; por ejemplo, utiliza de forma repetida elipsis, a veces demasiado abruptas, pero que tampoco molestan.

Se suele decir que las cosas se miden por cómo acaban y no cómo comienzan o desarrollan. Este podría ser el caso de esta obra. Si su planteamiento y nudo son bastante más que aceptables, su escena final hace de este film descuelle por encima de la medianía a la que últimamente estamos acostumbrados, y que lo haga en sus contenidos ciento y cinco minutos; otros muchos podrían aprender.