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España España · Pamplona
Críticas de Telefunken
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Críticas 44
Críticas ordenadas por utilidad
8
11 de julio de 2012
8 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Segundo episodio que estremece. Revisa algunos aspectos de 'Metropolis' e incluye mucho de lo que esta nuestra posmodernidad nos ha entregado: "en mi vida pública trabajo, en mi vida privada consumo. ¿Que si mi vida consiste solo en eso? ¿En qué más va a consistir?". La historia de la humanidad es la historia de la dominación, pero los instrumentos desplegados por el poder de antaño no reúnen la precisión y eficacia que caracteriza a los de hoy. De hecho el mismo poder ha cambiado: ya no lo ostenta una minoría ni un estado todopoderoso ('1984' quedó desfasada hace eones); más bien se ha diluido, diluido y maquillado: ahora los instrumentos de dominación huelen bien, son bonitos y confortables, y tan sofisticados como el avatar intangible que personalizamos a cambio de unos euros (experiencia generalizada en infinidad de videojuegos online y que no debería extrañarnos si tarde o temprano se instala en los terrenos de la intimidad). El 2º episodio da cabida a muchos de los elementos presentes en 2012 y los exagera (también es cierto que con una ausencia de libertad -para escapar y rechazar- que no se corresponde con lo nuestro), y experimentamos cierta angustia al observar este reflejo levemente deforme de nosotros mismos.

Acerca de los programas de talentos:
Pros: Han decaído.
Contras: Los programas que les sucederán.
Telefunken
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6
8 de octubre de 2013
7 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Empiezo a pensar que este tal Ozu no es lo mío. Juzgando más que nunca desde la subjetividad, debo reconocer que me resulta anodino, pesado como una losa en la sistematicidad de sus planos, redundante en sus temáticas y figuras argumentales. En 'He nacido, pero... Pero' vemos a una pareja de crios en la que el rol dominante y revoltoso recae sobre el mayor, mientras que el menor se nos aparece como el hermano dependiente, gracioso en su rebeldía no meditada y condescendiente. Una fórmula parecida se repite en la ya sonora 'Buenos días', y se mantiene aunque con menos relevancia en estos 'Cuentos de Tokio'. El hermano mayor y el hermano pequeño, siempre iguales, una constante en Ozu que, o te encandila, o te hace reaccionar con un "venga ya, ¿otra vez?". Su estilo tampoco parece contener nada inaudito en el curso de su filmografía: cámara a 90 cm, planos fijos de contenidos invariables (bien construidos, por otra parte), interlocutores que se dirigen sempiternamente a la cámara participando así en una manera de rodar que no se aleja mucho de la técnica plano-contraplano en lo que respecta a carencia de originalidad. Los espacios cerrados hacen el resto en el camino de generar una sensación de claustrofobia cinematográfica mayor. Solo el interés antropológico de la cinta y el talento de Ozu para captar rupturas culturales significativas merecen a mi entender el aplauso.
Telefunken
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10
3 de agosto de 2013
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuesta creer que el segundo y temprano largometraje de Buster Keaton fuera una de las mejores películas de humor rodadas hasta la aparición del sonoro. Precedida de la imperecedera gracia de Chaplin (‘El chico’) y de los ya pirotécnicos cortos del propio Keaton (‘Vecinos’, ‘Una semana’), ‘La ley de la hospitalidad’ recoge el potencial cinematográfico de sus trabajos anteriores y lo exprime durante 75 minutos, con una novedad: el buen hacer ya consagrado del maestro queda ahora sazonado por un refinamiento en la comedia que otorga a nuestro héroe el título de pionero del humor inteligente (o, si se prefiere, del humor menos tontorrón), como si se tratara del bendito, irrepetible y silente intermediario entre el slapstick y las primeras idas de pinza de Woody Allen.

El humor que Keaton nos lega en esta película parece casi emancipado de la bufonada y del golpe indoloro como motor de la risa (pese al vejete que se desnuca contra los raíles y a ciertas secuencias finales); se genera no tanto desde lo que ocurre sino desde lo que no ocurre y por la manera en que no ocurre. Sorprende igualmente el brío con el que un argumento de corte trágico es resuelto en una comedia donde toda acción conducente a la desgracia queda redirigida con desternillantes consecuencias (véase al joven McKay, un Santiago Nasar consciente, pugnando ingeniosamente por escapar de la casa). La escena de la cascada salvadora representa esto mismo, solo que en ella el chiste es sustituido por una fantasía aplastante capaz de poner los pelos de punta a través de la construcción del plano.

En verdad, ‘La ley de la hospitalidad’ trasciende el humor; su creatividad se desplaza también hacia la producción del suspense (adelantándose al Hitchcock que todos conocemos y en especial al de ‘North by Northwest’; ¡qué no estaba inventado para 1930!) y hacia la gestión de las escenas de acción, en las que Keaton siempre se ha movido como pez en el agua, cual abuelo de Jackie Chan. Las tres partes de la película (viaje en tren, vicisitudes con los Canfield, persecución por todo lo alto; introducidas por esas primeras imágenes cuya insistencia atmosférica anticipa la de Sjöström en ‘El viento’) vendrían a representar tres niveles de posibilidad cinematográfica (surrealismo, suspense y acción), desde la aguda serenidad de una decimonónica 42nd Street y de un pobretón que opta por atacar al maquinista para llevarse unos maderos, pasando por las miradas cruzadas en la cena con los Canfield y terminando con la clásica imagen de un Buster Keaton con cada pierna sobre una superficie que se va separando de la otra.

Imposible no reírse, imposible no identificarse con el joven McKay (que sin recurrir a sentimentalismos charlotianos escala igual o incluso más alto), imposible no palpar la tensión de la última parte, imposible no reconocer decenas de gags e ideas que cineastas posteriores tomarían prestadas. Ni siquiera el tópico del amor redentor contamina el ardoroso genio con que Keaton rubrica la película en el inmenso plano final, síntesis de lo mejor que este hombre nos ha dado.
Telefunken
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El hombre de la cámara
Documental
Unión Soviética (URSS)1929
8,1
6.299
Documental
9
13 de abril de 2013
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Así como a lo largo de la historia reciente, la censura ha supuesto una permanente invitación a trabajar con sutilezas, las carencias técnicas, en la historia del cine, han estimulado la creatividad, y, en última instancia, han colaborado en el desarrollo y perfeccionamiento del lenguaje cinematográfico; con un matiz: no siempre hace falta que las condiciones materiales sean precarias para lanzarse a innovar. Vertov podría haber empleado actores, y decorado, y aun así no lo hizo; dicha ausencia formaba parte de su reto. Aunque no creo que sea ahí donde radique precisamente el valor de ‘El hombre de la cámara’.

Yo apostaría por distinguir tres dimensiones en la película. En primer lugar, la fotografía de la modernidad, similar en muchos aspectos (ciudad, mundo moderno, un día normal desde la mañana hasta la noche) al trabajo más célebre de Walter Ruttmann y ejecutada bajo un enfoque marxista atenuado. En segundo lugar, el constante ejercicio de resaltar que es la cámara la que invade en todo momento la ciudad, ubicada en las más variopintas localizaciones y transportada por el camarógrafo. Vertov filma desde lo alto de los edificios, desde un automóvil y en cuestionables condiciones de seguridad, mientras pilota felizmente una moto, en la playa, en las minas, sobre una especie de cascada con cara de pocos amigos… Y porque la ingeniería espacial todavía no había asomado. De lo contrario tendríamos imágenes de Venus y Saturno sacadas por el amigo Dziga antes de morir por falta de oxígeno. Por último, en tercer lugar y como dimensión capital de la película, la edición de los fotogramas y, en suma, el montaje. ‘El hombre de la cámara’ prescinde de los intertítulos (algo completamente inusual en el cine mudo) y basa toda su narrativa en las posibilidades del montaje: que las imágenes y la manera de distribuirlas hablen por sí mismas. Narrar la vida de una ciudad durante setenta minutos y solo con imágenes; se dice pronto, se dice fácil.

En definitiva, un monumento al lenguaje cinematográfico que, además, apuesta por multitud de efectos especiales (visuales más bien), sin alcanzar las cotas de un ‘Fausto’ (Murnau) pero ofreciendo todo un catálogo de posibles recursos a la hora de manipular los fotogramas.

En un momento de la película, Vertov detiene las imágenes y alterna esas pausas con planos del editor, y después los rostros vuelven a cobrar vida. En otros tantos, divide la pantalla en dos secciones, como intentando que dialoguen entre sí. Pero si tengo que quedarme con alguna escena, es la de la cámara que se monta ella misma, sube y baja sobre el trípode, se desmonta ella solita y desaparece del encuadre. Lo que hoy no tardaríamos en hacer más de unos minutos con cualquier programa de creación de gifs, Vertov lo lleva a cabo en 1929, mostrando unas imágenes impresionantes para la época, rudimentariamente mágicas.
Telefunken
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5
28 de julio de 2013
5 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
El filósofo Theodor Adorno (1903-1969), en sus escritos estéticos y musicales, siempre reivindicó la necesidad de un arte comprometido con la historia, de un arte que dejara de lado las estructuras deificadas (bendecidas por las décadas o por los siglos) y colaborase con las demandas del presente. En 1995, Godard recibió el séptimo galardón de los Premios Th. W. Adorno. No era para menos. Godard representa a los valientes dispuestos a sacrificar lo duradero de sus obras en aras de apoyar un fin supraindividual. El valor de su militancia (concentrada en unos periodos, muy dispersa en otros) es equiparable al de Costa-Gavras, si bien las señas de identidad de Jean-Luc van por otros derroteros: el cine ensayo (practicado parcial o enteramente en buena parte de su carrera), el calado filosófico de sus mensajes (más afín al gusto por la abstracción equívoca de un lugar y espacio concretos que al rigor y la exigencia epistemológica), la experimentación, las alusiones a Brecht... Pero todo ello se desvanece en películas como 'La chinoise', que de tanto querer responder a unas circunstancias, mentalidades y modos de obrar específicos, firma al instante su fecha de caducidad. Algo así se desgasta y pierde significado al cabo de pocos años. Uno puede detectar los temas de la película, pero la crítica a los revolucionarios de salón, al nihilismo idiota y a las menciones a Althusser ha perdido todo interés, por cuanto que todo eso se diluyó hace mucho. Lo que la película tenía que comunicar, ya lo comunicó (o no). Su punch fue reciclado y su interlocutor ahora cobra una pensión. No creo que 'La chinoise' tenga a día de hoy más valor que el de redirigirnos a los trabajos recientes del francés, los cuales, se supone, nos hablarán un poco más de nosotros mismos.
Telefunken
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