Interesante película de ciencia ficción que gana a medida que avanza. Los personajes, que al principio parecen un poco ridículos, van cobrando fuerza y entidad. Creo que, tal y como está planteado el guión, da más para una serie de televisión que para una película “redonda”. Incluso, los que la veáis, quizás reclaméis más entregas que extiendan la historia, como me está sucediendo a mí, que acabo de verla.

Ahora bien, partiendo de una premisa realmente original (que no sabemos qué hacer con los extraterrestres que nos visitan), a lo largo de toda la película me ha ido pareciendo ver muchas otras de un modo descarado. A saber, y por orden de sensación:

- Un documental sobre el Apartheid
- La Mosca
- Acorralado
- La Guerra de las Galaxias
- Un telediario de la CNN
- Predator
- Robocop
- Un videojuego de pim pam pum
- Y el anuncio de Citroën en que los coches se transforman en robots (creo que el hacedor del anuncio participa en la película)

Y, aún así, ya digo, si hacen la segunda parte, la veo. Y no sólo por la curiosidad de ver a qué me recuerda.

Cada día hay menos cosas auténticamente serias. Por lo tanto, cada día hay más cosas auténticamente paródicas. Esta película es un ejemplo de ello. No es cómica, no hace aguas en su afán de entretener sin dejarte (ni dar pie a) pensar, lo paródico reside en la mezcla de géneros, en la abrupta desvergüenza de coger de aquí y de allá. Cine de acción, drama, de espías, bélico... A alguno le parecerá bien, es respetable, pero si una mezcla no resulta original en ningún aspecto, casi que no merece el apelativo de cine. Es un producto. Sin más.

Cumple con el propósito de entretener y de hacer de este mundo un lugar más pervertido y confuso.

Dejo en spoiler lo único que me ha gustado.

Soy un niño, es sábado por la mañana y no me despego de mi padre, que está en el despacho que tiene en casa, en batín, ordenando papelotes o escribiendo en su Olivetti. No me hace mucho caso y en el tocadiscos suenan Camarón y Paco de Lucía a más volumen del necesario. Las ventanas están abiertas y me avergüenza un poco que los vecinos hayan de enterarse del andalucismo del que mi padre hace gala a todas horas. Yo escucho atentamente esa música, lo que dice Camarón, y no siempre le puedo entender porque soy catalán y no estoy hecho a las hablas atlánticas.

Regularmente exclamo “¿Qué ha dicho, papá?”, y mi padre traduce a su castellano de locutor radiofónico los quejíos del de San Fernando. “Pa qué quiero los dineros, si no me sirven pan na, salud es lo que yo quiero y no la puedo comprá”, aclara mi padre que, en realidad, quizás me esté haciendo más caso del que yo supongo. También le pregunto qué es cada “canción”, y él responde: una seguiriya, una bulería, unos tangos, unas alegrías… Me responde pero no me lo explica, lo que acrecienta en mí la desconcertante sensación de tener un padre extranjero del que tampoco sé qué cojones está escribiendo.

Si hoy en día me gusta el flamenco y toca mis sentimientos es por aquellos sábados.

Esta película es muy flojita. He aguantado su duración por la música y por la convincente interpretación de Óscar Jaeneda, celebrada por la totalidad de la crítica. Soy consciente de que hacer “biopics” no debe ser nada fácil y de que, en realidad, uno se queda pegado a este tipo de obras más por amor al homenajeado que otra cosa. Hace poco vi “Lust for life” (1958) y me quedé prendado del parecido de Kirk Douglas con Van Gogh y de las fascinantes recreaciones que hace de algunos cuadros un genio de la coreografía como fue Vincente Minnelli.

En resumen: que si te gusta Camarón, adelante con esta película pese a la triste nota que merece en este portal. Y si no lo conoces todavía… ¡adelante igualmente! Mi atrevimiento autobiográfico parte de que, en la crítica más leída, el vasco de Txarly se declara tan profano como seducido por lo que aquí se oye.

Se ve que tuvo otros padres musicales.

He visto un hombre, un cómico, un actor, probablemente un muy buen director de cine, con oficio. Le he visto tirar del carro él solo, mover un personaje asqueroso con esfuerzo y tristeza, ya sin poder sorprender, tan sólo aumentando las proporciones de una receta ya vieja. Hay mañanas en las que cuesta mucho, muchísimo ir a trabajar, pero hay que ir. Así te he visto, Santiago. Si no me hubiera dado pena, no lo escribiría.

Estoy en un bar con wi-fi. Giro la cabeza, casualmente, hacia la izquierda y veo (de nuevo) a Andreu Buenafuente (un fijo en los cameos de la saga) en un expositor ahora anunciando unas patatas fritas. "Casting de sabores", dice, y me apunta con un dedo. Que sí, hombre, que sí, casting de sabores.

Ya no me atrevo a decir que deberíamos buscar lo sublime, me conformo con que sea un arte no comer más mierda. Y estar tan, tan sólo es una mierda, Santigo.

Veo que esta película suscita devoción entre algunos. Otros pretenden desmitificarla. Objeto de veneración o no, es de John Ford, pionero en muchos aspectos y uno de los grandes del cine. Por tanto, es de visionado obligatorio para conformarse un criterio. Otra cosa es que te guste o no.

Particularmente, me decanto por los westerns que te dejan polvo en la garganta, en los que la sangre, el whiskey y las balas no dan lugar a que se enfríe la tarta de la tía Molly en el alféizar de la ventana. Cuando se filmó esta película el realismo aún no marcaba la pauta en Hollywood. Ni mucho menos. Intuyo que en manos de Sergio Leone Ethan Edwards hubiera sido alcohólico; que no hubiera llegado a casa de su hermano arrastrando la elegante soledad de un hombre corpulento, como un Caballero de la Triste Figura extrapolado de castellanas páginas, sino borracho y enfermo; y que el casto y apasionado beso que estampa en la frente de su cuñada se hubiera convertido en maltrato, rencor y frustración… porque Ethan Edwards podría haber sido una versión más del “la maté porque era mía” de las que hoy pueblan nuestros telediarios…

Centauros del Desierto inaugura dos tendencias muy propias del cine norteamericano. En primer lugar, participa de esa suerte de maniqueísmo perverso que, no contento con trazar una línea infranqueable entre los “buenos” y los “malos”, en el último momento, y con gran desfachatez, suelta una apostilla moral que intenta equilibrar o justificar lo que ya no tiene remedio. Me refiero a que, cuando empiezas a estar cansado de tanto mentar a los indios como “cheyennes sedientos de sangre”, cuando ya te los han pintado como la piel de Barrabás por activa y por pasiva… al final resulta que tenían sus motivos. Pero el cuadro del indio malo ya está pintado. ¡Cuantas películas norteamericanas ultra violentas no tienen al final un mensaje de paz!

(sigo en "spoiler" por falta de espacio)