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España España · Barcelona
Críticas de reporter
Críticas 629
Críticas ordenadas por utilidad
3
25 de febrero de 2009
14 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el primer día Uwe Boll descubrió ‘The Matrix’. Y vio que era bueno. En el segundo día hizo ‘House of the Dead’, y vimos que el famoso “bullet-time” y los travelling circulares podían llegar a ser horribles (eso sí, hubo gran regocijo). En el tercer día Uwe Boll jugó a ‘Alone in the Dark’ y ‘Bloodrayne’. Y vio que era bueno. En el cuarto día dirigió sus correspondientes adaptaciones para la gran pantalla, y aunque volvió a haber gran regocijo, vimos que era muy malo. En el quinto día Uwe Boll visionó la saga entera de ‘El Señor de los Anillos’ de Peter Jackson. Y vio que era bueno. En el sexto día realizó ‘En el nombre del rey’. Como no podía ser de otra forma manera, hubo gran regocijo… pero vimos de nuevo que era malo. En el séptimo día Uwe descansó. Y así fue.

Sagradas escrituras aparte, con el paso del tiempo no he podido evitar encariñarme con este entrañable personaje. Considerado por muchos como “el Ed Wood contemporáneo” (lo cual es una manera fina de considerarle como el peor director del panorama cinematográfico actual), Uwe Boll responde a las pésimas críticas que va recolectando a base de nuevas películas o propinando palizas -literalmente hablando- a todo aquel que ose contradecir su divina palabra. Así las cosas, aunque haya terremotos, aunque los gobiernos cambien y aunque haya crisis económicas, sabemos del todo seguro que el odiado cineasta de origen alemán va a deleitarnos cada año como mínimo con una de sus excentricidades. Una cita ineludible para todo amante de la basura en estado puro.

Eso sí, tragándonos el orgullo hay que admitir que el bueno de Uwe ha conocido cierta evolución positiva en su carrera. Sí, partía desde uno de los listones más bajos jamás conocidos. Sí, sus películas siguen siendo horrorosas. Pero siendo justos, de ‘House of the Dead’ (el trabajo que le dio la “fama” internacional) a ‘En el nombre del rey’ parece que haya un abismo. Los diálogos siguen siendo insufribles, la dirección de actores es pésima (por su caracterización y por sus gestos, el villano Ray Liotta parece sacado de un espectáculo de magia de Las Vegas) la forma de enlazar escenas es de chiste, las coreografías parecen sacadas de una función navideña de cualquier colegio, y un grandísimo etcétera. Pero me reafirmo en lo dicho, hay leves indicios que sugieren que este “nuevo Ed Wood” poco a poco va aprendiendo: el tratamiento de la imagen por ejemplo, que siendo una triste sombra de las grandes películas del género, hasta hace bien poco hubiera sido insospechable viendo los antecedentes del Sr. Boll.
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reporter
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6
23 de octubre de 2008
14 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una de las películas más publicitadas durante la última edición del Festival de Cine de Sitges dista mucho de la perfección, no obstante su visionado merece la pena ni que sea por lo arriesgado de su planteamiento. Al igual que una antigua locomotora, al filme le cuesta coger velocidad, pero al mismo tiempo cuesta no quedarse hipnotizado por el cada vez más rápido movimiento de sus ruedas. El gran triunfo de Brad Anderson es el de crear un entorno de lo más asfixiante, que cada minuto que pasa ayuda a avanzar a un filme en claro crescendo.

Al igual que la estupenda ‘No es país para viejos’, el paisaje se convierte en un personaje más de la trama. El excelente trato visual de la desoladora y gélida estepa siberiana ayuda a que aumente la sensación de miedo y desasosiego. Y es que la belleza puede ser traicionera. En este caso la inmaculada nieve se convierte en una trampa mortal, y por ello una razón de más para quedarse en el tétrico tren, que a la larga se acaba convirtiendo -como no podía ser de otra manera- en otra ratonera. Brad Anderson juega de forma muy inteligente con este concepto, y con eso amarra de forma muy satisfactoria buena parte del trabajo.

La otra parte la pone el lujoso reparto de actores. Aunque la estrella sea Woody Harrelson (muy divertido en su papel de bobalicón e ingenuo americano) la palma se la lleva la joven Emily Mortimer. Sobre ella recaen todos los conflictos de la historia y la verdad es que encarna a la perfección el rol de antigua gamberrilla en su vano intento de redención. La actriz británica hace que la expresión “pasarlas canutas” cobre más fuerza que nunca. La pobre Jessie va creando sin quererlo -pero plenamente consciente de ello- una gran bola que se va haciendo más y más grande. Especialmente espléndida está cuando se ve sola ante el peligro… siempre al borde del derrumbe moral pero impulsada por el miedo a que la descubran. Eduardo Noriega en cambio se muestra algo errático durante sus primeras escenas, cayendo -no sé si por su culpa o por exigencias del guión- en el tópico del seductor macho ibérico. Por suerte saca a relucir su calidad cuando su personaje se destapa como quien realmente es. Y hablando de calidad, ésta siempre está garantizada a manos de Ben Kingsley, que en esta ocasión hace gala de su innato talento para los acentos y consigue crear a través de sus intensas apariciones un magnético y terrorífico personaje.
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reporter
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7
11 de mayo de 2013
13 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace unas semanas, en un afortunadamente muy conocido programa de televisión, la también muy notoria cara visible de éste indagaba sobre la preocupante poca repercusión que a la larga ha acabado teniendo el accidente de metro con más muertos en toda la historia de España. No se trataba simplemente de mostrar que los responsables de dicha catástrofe se fueron de rositas, lo que también buscaba dicho espacio era averiguar cómo diablos había sucedido esto último. La trama de complots sobrevolando todo lo referente a la red ferroviaria valenciana es, por supuesto, una maraña en la que es demasiado fácil perderse. Está claro que hay que apuntar bien alto a la hora de tirar las piedras. Pero, ¿y si parte de la culpa la tuviera una población que no mostró el interés y/o indignación suficientes para que este drama humano no quedara relegado demasiado pronto al sucio pozo del olvido? ¿Y si lo realmente espeluznante de este expediente fuera que, siete años después, más allá del Turia, ya nadie se acordase de lo sucedido?

Quizás lo más perverso del sistema (llámese también ''gran aparato'', llámese también ''gran mecanismo''...) que controla nuestras vidas es su abominable capacidad para crear escándalos. Éstos se suceden a tal velocidad y cada uno responde a una naturaleza tan exageradamente diferente a la del anterior que cuesta horrores no pensar que aquí, lo único que nos gobierna es un terrorífico caos. No obstante, y abrazando ya la teoría de la conspiración, la imagen general de este desorden nos deja con la muy inquietante conclusión de que no hay nada mejor para tapar un escándalo que otro escándalo... a poder ser, más gordo todavía. Lo injustificable, cuanto más destructivo sea, más capta nuestra atención. No obstante, la resolución tarda en llegar -especialmente en nuestro territorio-, y mientras no se descubre la verdad, ya ha explotado en nuestras narices una nueva bomba que vuelve a ponerlo todo patas arriba. Para que este círculo vicioso se alargue hasta el infinito -y más allá-, solo hace falta la imaginación humana, que como es sabido, y como sucede con su estupidez, es infinita.

Lo más triste de 'Díaz: No limpiéis esta sangre' no es que esté basada en hechos reales... es que ella misma es tan real que asusta. Huele a la verdad más putrefacta, muy por encima -en el mal sentido- de la más prolífica de las imaginaciones. Todo sucedió en 2001, año que en la memoria colectiva aparece en un horizonte muy lejano... casi olvidado, pues desde aquel entonces han llovido muchos escándalos. En aquel entonces, a la ciudad italiana de Génova le tocó doctorarse a la fuerza en esta tan poco agradecida materia. Antes de que un muy escandaloso mar de sangre arrasara sus laberínticos pasajes, el ambiente que se vivía a pie de calle no era el más propicio para la calma y el sosiego. Es, esencialmente, lo que siempre sucede con las reuniones del G8. Cuando los líderes de los países más industrializados del mundo coinciden en un mismo sitio, el comité de bienvenida no es precisamente el más cordial. Es sabido.

Pero en Génova algo era diferente. Sería por el malcontento instaurado por la acción del gobierno Berlusconi, que empezó demasiado pronto a dar muestras de lo que iba a dar de sí su lastimero legado (herencia que, parece, va a seguir dando sus frutos... por llamarlos de una manera). Sería porqué el pueblo llano ya había tomado consciencia de todo lo que estaba en juego en este tipo de reuniones. Sería tal vez por la históricamente contrastada accesibilidad de una urbe que siempre ha recibido a sus visitantes con los brazos abiertos, importándole más bien poco el credo que profesara. La conjunción de todos estos elementos puso en el mismo escenario a posiciones demasiado radicales, tanto en sus planteamientos como en las irreconciliables diferencias que los separaban. El caldo de cultivo perfecto para una tragedia que no tardó en hacer acto de presencia.

El resto es una amalgama de imágenes, portadas de periódico y recuerdos borrosos. Un furgón policial, unos disparos, sangre y el cuerpo inerte de un joven sobre el asfalto. Gritos, caos y confusión... y un brevísimo lapso hasta llegar al siguiente estallido. Éste se dio en la escuela Díaz, donde la policía confió/deseó/decidió encontrar a los cabecillas del grupo antisistema Black Block; al enemigo que había estado primero amargándoles la existencia y después escabulléndoseles de las manos una y otra vez. O a quién hiciera falta. Durante los últimos días se habían cruzados muchas líneas... ¿qué importaban unas cuantas más? El ambiente previo tampoco invitaba al optimismo. Y efectivamente, la experiencia se saldó en lo que más tarde sería definido por Amnistía Internacional como ''la más grande suspensión de derechos democráticos desde la Segunda Guerra Mundial''.

Rescatando la mejor y casi olvidada tradición del periodismo de investigación, Daniele Vicari y su equipo hacen una reconstrucción minuciosa y sin concesiones del escándalo. De la masacre, de la carnicería que las fuerzas del presunto orden perpetraron contra un grupo de estudiantes y periodistas que aprendieron de la peor de las maneras que en este mundo pagan justos por pecadores. El gran público, que más de una década después seguramente lo había olvidado, tiene la ocasión dorada de recordarlo. Y lo hace gracias a la precisión y total compromiso con la causa por parte del cineasta de Collegiove (cuya figura debe resaltarse incluso teniendo en cuenta el incomodísimo hecho que cierta entidad financiera, símbolo de los poderes fácticos contra los que se nos dice que nos rebelemos, haya co-financiado la cinta en cuestión). La presentación de los personajes, obviamente condicionada por la gravedad de unos sucesos que los superan a todos, es relativamente escueta (40 minutos dedicados a este efecto en un metraje que sobrepasa las dos horas de duración) pero más que suficiente empatizar tanto con las víctimas como con los verdugos.
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reporter
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7
15 de marzo de 2013
13 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Dicen que segundas partes nunca fueron buenas. Con ellas se pierde el factor sorpresa; se pierde una innovación sin la cual, se supone, ya no se puede lograr en el espectador el impacto imprescindible para que la película en cuestión cale en él con las sensaciones agradables que, siempre en teoría, estaban reservadas para la primera entrega de la saga de turno. Pero, claro está, no hay regla que no sea confirmada por sus respectivas excepciones, y el cine, que no es la excepción, no escapa a dicho principio. En esta misma línea, la carrera artística de Carlos Sorín es quizás una de las más fieles a sí misma, es una de las que, por mucho que pasen los años, ofrece poquísimas alternativas a un discurso originario en el que han pivotado la práctica totalidad de sus posteriores propuestas.

Véase su último trabajo, 'Días de pesca', en el que Carlos Sorín nos lleva, una vez más, a su querida Patagonia. La cámara no se despega jamás de un personaje 100% soriniano, excelentemente interpretado por un Alejandro Awada que con su sobrecogedora voz de tenor además nos regala uno de los momentos cinematográficos de la temporada, lección maestra de cómo cautivar... mientras al respetable se le hiela la sangre. De sonrisa agradable, sencillez en la conversación y entrañable en el tacto humano, un padre ex alcohólico, en el invierno de su vida y con la excusa de la temporada de pesca de tiburones en Puerto Deseado, decide reencontrarse con su hija, a la que hace años perdió la pista. Por el camino se cruzará con personajes tan o más sorinianos que él, en lo que es un típicamente soriniano peregrinaje. La lista de ingredientes en la receta se alarga, pero como se ha dicho, no hace falta seguir leyendo, pues al fin y al cabo sigue sin haber nada nuevo pues bajo el sol de la Argentina más austral.

¿Y qué? Es más, que así siga, porque 'Días de pesca' deja bien claro que las buenas fórmulas; las auténticas, por mucho que se repitan, no pueden llegar a cansar. En este caso en concreto, con apenas una hora y cuarto de duración de la historia (no falta, tampoco sobra un solo minuto), es todavía más difícil que surja el agotamiento. No obstante, no se trata de la cantidad de metraje, sino de cómo (retomando los adjetivos empleados para describir al personaje de la historia) lo sencillo, lo cálido y lo mínimo, empleado en la justa medida (cada elemento en la proporción adecuada para no llegar a entrar en los siempre peligrosos terrenos de la cursilería), configura un producto muy cercano a la universalidad. Tiene tanto de drama familiar como de compendio de experiencias vitales deliciosamente irrelevantes. La tragedia más dura no se muestra pero se siente.

Tres cuartos de lo mismo sucede con la ternura, que aquí se nos muestra, como era de esperar de un autor tan sincero como Sorín, en su máxima expresión. No obstante, en un filme tan cargado de bondad, la tragedia (la más brutal; la más traumática... se intuye) está igualmente presente, pero de forma elíptica, no a través de saltos temporales, no a través de amplias disertaciones, sino, como debe ser, a través de las miradas, los gestos y, en definitiva, la actitud de unos personajes tan reales que lo que más les marca es el fuera de campo; aquello que la cámara, por supuesto, no puede captar. Al final, queda la sensación de que está todo cerrado... cuando hay infinitos cabos sueltos. Parece que se haya contado todo... y quede todo por contar. Maravillosa sensación que solo puede ser fruto de la sublimación de un estilo, plasmado en una película tan directa como -efectivamente- sincera y sí, perfecta dentro de sus pretensiones; inmensa en su microcosmos.
reporter
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5
1 de junio de 2012
13 de 14 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando aquel genial e irreverente humorista galaico-catalán -en paz descanse- hablaba del hecho de hacerse mayor y de los suculentos panoramas que esto ofrecía, jamás podía evitar esbozar una sonrisa socarrona al hablar de aquella gran mentira que son los planes de pensiones para la vejez. A su modo de ver -y razón no le faltaba-, el trato con su querido banco consistía en ir acumulando dinero en una cuenta que no tocaría hasta llegar a la insignificante edad de, pongamos, ochenta años. Ni falta hace decir que este era el momento en que se dejaba ver la sonrisa. No era para menos, pues la perspectiva de un octogenario viviendo a lo loco, matando el tiempo a base de la santísima trinidad compuesta por sexo, drogas y rock and roll, era precisamente esto, algo ciertamente risible.

No hay dudas respecto al cruel engaño de sacrificar los mejores años de nuestra vida en pos de un retiro supuestamente dorado, que debería ayudar, quizás no a borrar, pero desde luego a compensar todas las penurias vividas a lo largo del camino. El caso es que la patraña se confirma cuando se encadenan cada vez con más frecuencia aquellos engorrosos síntomas que delatan que uno, más que hacerse mayor, se ha hecho viejo, que duele más. Las visitas a un hospital cuyos pasillos y personal se antojan más y más familiares; la maldita memoria, que viene y se va a su antojo; el miembro viril, al que ya hace tiempo que se le da por clínicamente muerto.

Y un larguísimo etcétera que conduce igualmente a una depresión más profunda que las legendarias cabezaditas de la tercera edad delante de los programas televisivos de sobremesa. Un estado melancólico que usa el director Stéphane Robelin como punto de partida para '¿Y si vivimos todos juntos?', título sacado de la pregunta -más bien propuesta- que se plantean un grupo de amigos entraditos en edad, al darse éstos cuenta de que han llegado al punto de no retorno a partir del cual no les queda otra que asociarse para superar los pequeños / grandes -ahora grandísimos- obstáculos que les va planteando aquello que parece dar sentido a todo: la odiosa ley de vida, por definición, la más jodida de todas.

Los protagonistas de la historia, un grupo de individuos en el amargo invierno de sus existencias, ve como el sabor del aburguesamiento y consiguiente potenciación del individuo tan típica de la me-generation, no es nada comparado con la mieles de los dulces años sesenta / setenta, en los que los conceptos de comunidad y solidaridad todavía no habían perdido su valor. Tenemos pues un retorno semi-obligado a las raíces, a los tiempos pasados, que por supuesto, siempre fueron mejores que los actuales. Un viaje en el tiempo que dará como resultado una especie de, sobre el papel imposible, comunidad hippie poblada por ancianos que se han acostumbrado, les pese más a unos que a otros, al alto standing.
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reporter
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