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Críticas de Fco Javier Rodríguez Barranco
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Críticas 149
Críticas ordenadas por utilidad
8
6 de febrero de 2016
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cantante de jazz (1927), de Alan Crosland, con Al Jolson como protagonista, significó el punto de inflexión definitivo para separar el cine mudo del cine sonoro y un gran éxito de taquilla para su productora, la Warner Bros. De ahí que la década de los treinta conociera el desarrollo definitivo de esa técnica y por ese motivo, así como por la inexistencia del doblaje, un importante elenco de dramaturgos, entre los que destaca Enrique Jardiel Poncela, y actores de habla hispana se desplazaran a Hollywood para poder rodar en español: hacían falta guionistas y actores con esa lengua nativa.

Así fue cómo se rodó en 1934 en los estudios de la Fox Angelina o el honor de un brigadier, con guion de Jardiel, inspirada en su obra teatral pero a lo que el escritor añadió algunos diálogos, que han sido publicados por su nieto Enrique Gallud Jadiel dentro del libro El cine de Jardiel Poncela (Málaga, Ediciones Azimut, 2015), que es la primera edición de esos textos.

La película fue dirigida por Louis King y protagonizada por Rosita Díaz, que pocos años después tuvo que exilarse definitivamente de España por ser nuera del Presidente de la República Juan Negrín, y José Crespo, quien conoció una vida de 96 años que abarca casi la totalidad de la centuria pasada.

Muchas son las maneras de acercarse al filme que nos ocupa, de las que me quedaré con dos: el absurdo sobre el código calderoniano del honor, representado por piezas como El médico de su honra o El alcalde de Zalamea, y la dicotomía esencial entre el hombre de acción y el hombre contemplativo.

En cuanto a lo ridículo de perder la honra en cama ajena, referido sobre todo a El médico de su honra, ya Valle-Inclán había emborronado los perfiles grotescos de la situación en Los cuernos de don Friolera. La cuestión básica es la misma que la planteada por Calderón y la escuela que le sigue: ¿cómo recupera el honor un marido engañado? Y si en el sistema de valores que éstos defienden ello sólo es posible por la inmolación de los infractores, o como mínimo de la casada adúltera, lo que sensatamente cabe preguntarse es: ¿hasta qué punto el adulterio de la esposa empaña el buen nombre del marido, suponiendo que éste posea tal?, ¿cómo una brutalidad del calibre de una venganza a sangre y fuego puede entenderse como la catarsis imprescindible? Y ahí sí que don Ramón aplica sin piedad el escalpelo esperpéntico. Recordemos sólo los siguientes detalles: el marido burlado es el teniente Astete, cuya moralidad en el control del contrabando del Cuerpo de Carabineros queda bastante en entredicho; jamona, repolluda y gachona son las gracias que adornan la beldad de la sin par Loreta, la dama casquivana, señora de Astete, mujer fatal que se muestra en todo momento como alguien bastante vulgar: cual Helena de Troya, por ella se moverían guerras en la telebasura de la España actual; y quien completa el trío es un barbero rapa-cadáveres: nada que ver con la arrogancia de un don Juan. Por eso, el marido burlado se lamenta: «¡Este mundo es una solfa! ¿Qué culpa tiene el marido de que la mujer le salga rana? ¡Y no basta una honrosa separación! ¡Friolera! ¡Si bastase!... La galería no se conforma con eso».

La obra de Jardiel se parece más a El alcalde de Zalamea, por cuanto el supuesto honor perdido es el del padre de la doncella, pero el planteamiento es bastante cómico. Por ello, si tuviéramos que establecer alguna diferencia entre las piezas de Valle y de Jardiel, diríamos que en la obra de aquél la solemnidad de la muerte se ofrece como un juego ridículo de títeres, donde la grandeza de los momentos sublimes se recoge bajo las alas del canijismo, arropado todo ello por una sombra de amargura, mientras que en el teatro y guion cinematográfico de Jardiel, la tragedia no pierde el bueno humor (valga la paradoja) y la comicidad del absurdo se impone soberana.

La dualidad entre hombre contemplativo y hombre de acción se da en los dos amores de Angelina: Rodolfo, el poeta, y Germán, el seductor; muy clara en un momento central de la película donde ambos, ignorando que el otro está haciendo lo mismo, acuden con sendas escaleras a los balcones de Angelina, que es una monada y no se entera de nada, antecedente, sin duda, del tópico hollywoodiano de la rubia tonta, y mientras Rodolfo se entretiene lubricando endecasílabos, Germán sube a los aposentos de la joven y no cuento más para no desvelar la trama.

Lo más importante es que la imagen del hombre contemplativo ha sido milenariamente considerada como una especie de primer motor inmóvil que anima la creación de Occidente, desde las visones de Homero, hasta las pesadillas de Poe, o los deseos adánicos de Moro y Swift; pero sólo así se comprende el aliento que vertebra la producción en esta zona del mundo. De lo que se trata es de acercarse al impulso último, generador de la tensión creativa, de esa subespecie de seres humanos a los que, de manera convencional, denominamos artistas.

En esos hombres, manteniendo un símil clásico, predominaría la bilis negra, o el humor melancólico, pero eso no ha sido unánimemente reputado un valor positivo, sino que sobre todo en la Edad Media, y con particular claridad Santa Hildegarda de Bingen en siglo XII establecía un contraste radical entre el temperamento sanguíneo que, según ella, se refiere a personas templadas y alegres, que cumplen todos sus deberes felizmente y con mesura, y la persona melancólica que es un tipo descrito con horrible claridad como un sádico arrastrado por un deseo infernal: uno que enloquece si no puede saciar su concupiscencia, y odiando simultáneamente a las mujeres que ama, las mataría con sus abrazos "lobunos" si pudiera.

De manera que, contemplación vs. acción constituye uno de los grandes debates de la Humanidad desde la antigüedad grecolatina hasta nuestros días y lo que Jardiel acomete en su texto es el flanco hilarante de la situación, permitiendo un enfoque renovador de un tema tan clásico como la cultura misma.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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10
22 de octubre de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Qué se puede decir de una película que prácticamente inaugura la Historia del Séptimo Arte, pues no otra cosa es el Viaje a la luna (1902), de Georges Méliès? Desde luego no se le pueden buscar referencias fílmicas, porque el cine como tal no existía, sino que era algo que se proyectaba en las barracas de feria. De hecho, pocos años después de esta producción de Méliès, dos poderosas filmográficas, Pathé y Gaumont conseguirían convertir el cine en algo urbano, burgués, con proyecciones estables en los teatros de las ciudades. Fantômas fue el gran protagonista de la mutación del cine de arte en industria.

Pero en 1902 lo que se veía en las pantallas era algo popular, una atracción más junto a los hombres forzudos, las damas barbudas, los carruseles, etcétera, etcétera, etcétera. Por eso, la gran labor de Méliès fue la conversión de algo aún por definir en un objeto estético, pues su Viaje a la luna, con sus 16 minutos de duración, marcaron un hito en la historia de cinematógrafo, precisamente por su voluntad de ser una pieza de arte. Sin duda el primer largometraje, pues hasta entonces, la duración normal de las proyecciones era de 3 minutos.

Mucho le costó al bueno de George convencer a los feriantes de que incluyeran su filme en el nomadeo habitual de los carromatos. La excesiva duración del mismo para los hábitos de la época no animaba la inversión de los profesionales de las ferias, pero cuando eso sucedió, cuando por fin decidieron apostar por ella la película se convirtió en producto de culto, uno de cuyos fotogramas, el de la luna tuerta por el impacto del cohete constituye todavía uno de las imágenes icónicas del cine.

Sin embargo, puesto que no es posible establecer referencias cinematográficas previas, hemos de buscar su relación con otras artes. La película narra las peripecias de seis aventureros en un viaje a nuestro satélite, donde se encontrarán con los selenitas, de aspecto entomológico bípedo, armados con lanzas y con una estructura social que ha de recordarnos necesariamente la de los pueblos de África de la época, desconcertados por la llegada del hombre blanco. A no mucho tardar, los habitantes nativos de este continente, más que desconcierto sentirían indignación, pero ésa es ya otra historia.

Pero ese aspecto de los selenitas nos sitúa ya ante una de las claves del filme de Méliès, que es su fuerte vinculación decimonónica, como no podía ser de otra manera para una producción concebida en mayo de 1902 y estrenada en septiembre de ese año, pues esos pueblos era lo que se encontraban los exploradores occidentales del XIX. La huella del ochocientos ha de llevarnos también a un oficial, armado con sable y ataviado con un uniforme como del Ejército Federal en la Guerra de Secesión de los Estados Unidos de Norteamérica, que es quien da la orden de disparo del cohete, como si estuviera dirigiendo un pelotón de fusilamiento en Virginia.

Del XIX han de ser también las referencias artísticas de este filme, entre las que la crítica no ha dudado en señalar Julio Verne y H. G. Wells, puesto que ambos eran, en efecto, las principales referencias de la literatura fantástica del momento. Pero tampoco podemos olvidar el fuerte contenido teatral de Viaje a la luna, en cuyos interiores, disposición de los actores, movimientos, etc, se respira el mundo escénico de las tablas.

Y hasta tal punto son las cosas así, que me permitiría afirmar que Viaje a la luna no es el eslabón perdido del teatro en su evolución al cine, si es que tal evolución existió alguna vez, sino el vértice en que confluyeron novela, dramaturgia y cine, de ahí el importante papel que este filme significa por sus propios valores estéticos y por su posición en la Historia del Arte, en general. A partir de ahí, cada medio evolucionó con su propia voz: todos sabemos cómo se ha desenvuelto el teatro durante el siglo XX y las cimas que ha coronado; a nadie se le escapan las innovaciones narrativas del esa centuria (impensable, por ejemplo, Cien años de soledad en 1900); y el cine ha conocido un desarrollo proverbial, hasta el punto de convertirse en una referencia esencial del siglo pasado; pero en el momento en que el largometraje de 16 minutos de Méliès fue rodado todavía posible encontrar una intersección que no consistiera en el conjunto vacío entre esas tres disciplinas artísticas.

Méliès investigó también en las posibilidades de los efectos especiales, puesto que no podría concebirse su película sin ellos; dotó a los decorados de unas enormes plasticidad y elocuencia; e incluso se permitió una versión en color pintando uno a uno cada uno de los fotogramas. Toda una osadía creativa.

¿Que qué fue de George Méliès? Bueno, ya hemos dejado entrever la competencia voraz de dos importantes productoras de cine, cuya competencia no pudo resistir, siendo él como era un artesano fílmico. Tampoco le resultó de gran ayuda todo el desastre de la Primera Guerra Mundial. Viudo, arruinado y decepcionado, en su peor momento vital, se reencontró con una anterior actriz, Jeanne D’Alcy, que regentaba un negocio de juguetes y golosinas en la estación parisina de Montparnasse, con quien se casó y mantuvo dicho negocio, donde fue reconocido por León Druhot, director de Ciné-Journal, que reivindicó la figura de Méliès hasta que en 1931, un año antes de su muerte, se le concedió la Orden de la Legión de Honor. En tal acto tomó la palabra uno de los hermanos Lumière para reconocer que: “Nosotros hemos inventado el cine, pero usted el espectáculo”.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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Taxi Teherán
Documental
Irán2015
6,6
3.932
Documental, Intervenciones de: Jafar Panahi, Hana Saeidi, Nasrin Sotudé
9
10 de octubre de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con lo difícil que les resulta a los iraníes hacer cine, pero hay que ver que cada vez que una de sus películas consigue difusión internacional, arrasan en los festivales más prestigiosos del mundo. León de oro en Venecia, Palma de oro en Cannes, Espiga de oro en Valladolid, Oso de oro en Berlín, entre otros muchos reconocimientos jalonan el recorrido internacional del cine iraní durante los últimos veinte años, además del Oscar a la Mejor película en habla no inglesa a Nader y Simin, una separación (2011), de Asghar Farhadi. En Wikipedia he obtenido el siguiente dato: en 2006, seis películas iraníes, de muy diferentes estéticas, representaron a este país en el Festival Internacional de Cine de Berlín. Hemos de mencionar, evidentemente, el magisterio de Abbas Kiarastomi, de quien se pudo ver en España en su momento dos producciones deliciosas: A través de los olivos (1994) y sobre todo El sabor de las cerezas (1997), cuya banda sonora el música popular iraní.
En esa línea de cine de calidad, acaba de estrenarse en las pantallas españolas la producción Taxi Teheran (2015), de Jafar Panahi, galardonada con el Oso de oro en la Berlinale, para comentar la cual necesito recordar las palabras de Camilo José Cela cuando ejercía de escritor y publicó La colmena, que se publicó en Buenos Aires en 1951, y en España en 1955. Decía así el novelista de Iria Flavia, cito de memoria y, por tanto, sin entrecomillado: no he hecho otra cosa que coger una cámara fotográfica y retratar la realidad que se ofrecía a mis ojos.
De realismo social y represiones sabe muy bien Jafar Panahi, que padeció arresto domiciliario, circunstancia que aprovechó para rodar en su casa el grandioso filme: This is not a film (2011). Ahora se le permite salir de casa, pero no al extranjero y la prohibición de hacer cine sigue vigente, motivo por el cual ha rodado Taxi Teheran, donde simula ser un taxista que recoge, digamos, casualmente a una serie de pasajeros que le permiten hilvanar la realidad cotidiana de Teherán, en particular, e Irán, en general. Por lo tanto, Cela concibió La colmena como una metáfora de la fotografía, pero Panahi coloca literalmente una cámara de vídeo en un taxi para grabar las escenas de su ciudad, las situaciones de su país.
Y es que, cada vez que uno ve una película iraní, le queda la sensación de estar asistiendo a la reinvención del cine sobre la base de la sencillez, quizá no tanto con Nader y Sinim, cuya estructura es mucho más compleja, pues en este largometraje todos, absolutamente todos los personajes, niños incluidos, son víctimas y victimarios simultáneamente. Uno de los personajes en el largometraje que estamos comentando es estudiante de cine y visionador compulsivo de DVDs piratas de películas prohibidas, es decir, casi todas las no iraníes, a lo que Panahi objeta: “Esas películas ya están rodadas”, puesto que su intención obvia es hacer algo nuevo en todos los sentidos, incluso en las circunstancias más restrictivas. Incluso cuando se le ha prohibido ejercer su oficio.
Pero en Taxi Teheran, el artificio se limita a una cámara situada en el salpicadero de un coche. De hecho, Panahi renuncia a los créditos, quizá para proteger a sus pasajeros “casuales”, quizá para apuntalar la idea de que ese cine no es el estándar. El caso es que la ficha técnica oficial del filme no contiene ningún dato más allá del nombre del director, de lo que no conozco ningún ejemplo previo, ni me resulta fácil recordar algo similar a este documental de la ficción, que no es tal ficción, sino la cruda realidad.
Así, entre las personas que toman el taxi se plantean situaciones como la pena de muerte (Irán es, después de China, el país del mundo donde más personas se ejecutan), la situación social de la mujer, la brutal represión política, la carencia de los derechos más elementales, el adoctrinamiento escolar, las supersticiones, la violencia, abogados que no pueden desarrollar sus defensas en libertad, etc. Un prisma completo de la sociedad que le ha tocado vivir a Panahi, donde a los cineastas se les exige que sus películas sean distribuibles, es decir, que rueden la realidad, pero que ignoren todo aquello que sea demasiado real.
Eso es lo que le cuenta a Panahi, de quien se me ha olvidado decir, que es el conductor del taxi, un pasajero especial: su sobrina, estudiante de Primaria, que parangona al tío rodando con su cámara de fotos con el techo de conseguir algo distribuible. Y me resulta muy interesante que el eje de la protesta social de La bicicleta verde, única película saudí hasta la fecha, cuya directora, Haifaa Al-Mansour, además es una mujer, que tuvo que filmar las escenas exteriores escondida en una caravana, como ahora Panahi lo hace en un taxi, y donde la nota crítica a la sumisión femenina la aporta una niña de diez años: Wadjda; como también sucede en la iraní Taxi Teheran, en la que las opiniones de la sobrina de Panahi son bastante ácidas, o cuando menos escépticas con respecto a las películas distribuibles. Parece como si en diferentes regiones del islam estuviera cuajando la idea de que el futuro de los países musulmanes es la mujer.
Por último, entre la galería de personajes que utilizan el taxi de Panahi, considero que merece una mención especial el vendedor clandestino de DVDs, pues ésa es la única vía de acceder al cine extranjero, según he manifestado más arriba, pero también porque en las características físicas del “pirata” me parece observar un guiño hacia algo tan del gusto surrealista como los enanos: no es propiamente el vendedor en la producción de Panahi un enano, pero sí parece una importante tara física que le aproxima a este colectivo tan entrañable, por otro lado. De ser así las cosas, Panahi, sin renunciar a su propósito de hacer un nuevo tipo de películas, estaría rindiendo tributo a uno de los mayores cineastas de la Historia: nada menos que Luis Buñuel.
Fco Javier Rodríguez Barranco
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7
27 de julio de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la recientísima y española, aunque mayoritariamente en habla francesa, película de Fernando Trueba, El artista y la modelo (2012), dos son las pruebas irrefutables de la existencia de Dios, según expone el protagonista: la mujer y el aceite de oliva. En mi soberbia, me permito ampliarlo y matizarlo, puesto que cinco son a mi entender las evidencias de la existencia divina: la Gioconda, de Leonardo da Vinci, los Conciertos de Brademburgo, de Johan Sebatian Bach, principalmente al caer la tarde en otoño, el azahar en el corazón de los idus de marzo, el aceite de oliva en cualquier momento y la piel de la mujer. Compartimos, eso sí, el aceite de oliva, pero sobre todo la mujer como argumentos ontológicos.

Me quedo así con ese número, porque gran parte de mis reflexiones sobre Tout ce qui brille (2010) girarán alrededor del dos, desde el mismo momento en que son dos los directores de la película: Géraldine Nakache y Hervé Minram; y desde el mismísimo primer fotograma, en el que hayamos dos chicas, Lila (interpretada por Leila Behkti) y Ely (interpretada por la propia co-directora Géraldine Nakache) de aspecto post-adolescente, que hablan de sus cosas e imitan a otras personas u animales, por lo que introducimos ya el concepto de la “otredad”, que me parece esencial para comprender esta película.

Este largometraje, efectivamente, se articula sobre el contraste de dualidades: personajes que viven en dos realidades, en no pocas ocasiones realidades imaginadas, valga la paradoja. Así, entre los personajes de reparto, la madre de Lila vive su vida con la quimérica esperanza del regreso de su marido; Salim, el loco de la urbanización, vive en su mundo particular; Joan, una modelo de origen oriental, es madre biológica de un niño, por lo que ha conocido una sexualidad hetero, pero vive con una mujer, por lo que conoce también una sexualidad homo; el padre de Ely es taxista público de sus clientes y privado de su hija cuando se recoge ésta de madrugada; el padre de Lila va a casarse por segunda vez en Marruecos, donde nada saben de su vida matrimonial en Francia, un secreto que él, mediante la correspondencia que mantiene con su hija, quiere mantener a toda costa; por otro lado, Lila y su padre pertencen a la mestiza y enriquecedora realidad de los mestizajes culturales; Carole consigue un caché importante como entrenadora personal sin haber obtenido la titulación necesaria en Educación Física; Maxx sostiene dos relaciones de pareja simultáneamente, etc. Volveremos sobre Maxx en cuanto a pieza fundamental de las dualidades en que se mueven las protagonistas.

Los lugares también pueden ser duales, como sucede con un supermercado, que pierde su naturaleza original para convertirse en el decorado de una sofisticada fiesta alto standing: la hard discount party, en una escena digna de figurar con todo merecimiento en cualquier antología que se hiciera del cine surrealista.

El propio título de la película apunta ya a lo que es, pero no es, a lo que parece, pero no existe: Tout ce qui brille, Todo lo que brilla, en español, que necesariamente ha de recordarnos el refrán: no es oro todo lo que reluce, dado que, una y otra vez, esta película se mueve en una dicotomía de otredades, razón por la cual no podemos esperar más para abordar los contrastes esenciales de las dos protagonistas del filme.

De alguna manera, ya hemos sugerido uno de los mayores: su condición fronteriza entre la adolescencia y la juventud, su evolución hacia la vida, algo de lo que el espectador es testigo de lujo. Ambas protagonistas deciden vivir una vida al margen de la suya, una vida que les transporte de Puteaux, su barrio, un lugar donde la ciudad pierde su honesto nombre, a Neuilly, uno de los barrios más selectos de París. Para ello deciden, casi como un juego, habida cuenta de que ninguna de las dos ha abandonado completamente su condición infantil, fingir una posición social que no es la suya, ni muchísimo menos, para colarse en una fiesta privada en una discoteca exclusiva, en la que, en un rasgo de comicidad, hay quien usa botas para nieve como sello de elegancia. Y hasta aquí llega la complicidad de Lila y Ely, puesto que ésta comprende lo absurdo de seguir adelante con la farsa y no se esfuerza mucho por demostrar su carencia de mundo para aceptar un trabajo de canguro del hijo de Joan, pero Lila conoce a Maxx, con dos equis, se enamora e intuye que eso es su pista de aterrizaje hacia una vida mucho más glamourosa y, por lo tanto, según ella, mucho más interesante: conflicto de contrarios entre la sociedad de plástico que a Lila le es habitual con el lujo que adivina en otro contexto. Pero es curioso cómo la distancia que se establece a partir de ese momento entre ambas chicas se subraya incluso mediante detalles menores, como es un trayecto en taxi en el que, a las preguntas del conductor, una dice constantemente “Sí” y la otra “No”. Por ello, cuando el taxista les pregunta a dónde les lleva, una dice que a Puteaux y simultáneamente otra que a Neuilly.
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Fco Javier Rodríguez Barranco
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8
9 de junio de 2015
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace tiempo leí que la principal causa de las guerras es que quien las declara no las hace, y lamento no poder precisar más esta cita, pero uno tiene sus limitaciones. En todo caso me parece de un sentido común apabullante. Sí recuerdo que esta otra cita es de Clausewitz, un, digamos, pensador entre los siglos XVIII y XIX: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”. Por otros medios asquerosos, me atrevería a apostillar. Pertenece a su libro De la guerra y la considero, pues, de una frivolidad insoportable para tratar de algo que encierra en sí tres, y a veces los cuatro, jinetes del apocalipsis: la propia guerra, hambre y muerte. Ahora bien, ¿qué sucedería si conociéramos al soldado que tenemos delante de nuestro punto de mira, sus aficiones, sus inquietudes, sus esperanzas? ¿Le dispararíamos? ¿El Jefe del Estado de nuestro país le declararía la guerra? ¿Nos parecería una opción diplomática válida? Pero no adelantemos acontecimientos, porque de eso es de lo que trata precisamente Mandarinas, del director estonio Zaza Urushadze, rodada en 2013, si bien ha llegado a las pantallas españolas en la primavera de 2015, aunque estuvo nominada al Oscar , así como a los Globos de Oro y premiada en los Satellite Awards, todo ello en la misma categoría: Mejor película en habla no inglesa.

Recordemos antes que durante durante los años posteriores a la Primera Guerra Mundial surgieron películas como Cuatro de Infantería (1930), de George Wilhem Pabst, Sin novedad en el frente (1930), de Lewis Milestone, basada en la novela homónima de Erik María Remarque, Adiós a las armas (1932), de Frank Borzage, basada también en otra novela, en este caso de Ernst Hemingway, o La gran ilusión (1937), de Jean Renoir. Pero los largometrajes pacifistas ambientados en este conflicto brutal alumbraron una segunda versión de Adiós a las armas (1957), de Charles Vidor; Johnny cogió su fusil (1971), de Dalton Trumbo, basada en la novela del del director, que también fue el guionista, y finaliza con la ironía de este aforismo latino: DULCE ET DECORUM EST PRO PATRIA MORI, ‘Dulce y honorable es morir por la patria’; Gallipoli (1981), de Peter Weir, que a los espectadores europeos nos introdujo en la participación de Australia y Nueva Zelanda en las grandes contiendas; o, por supuesto, la grandiosa Senderos de gloria (1957), de Stanley Kubrick, donde la dignidad nacional francesa se construye sobre la ignominia judicial.

La Segunda Guerra Mundial, en cambio, generó todo un género bélico, pero bajo una óptica de heroísmo y propaganda, sin entrar en los desgarros de las masacres, mucho menos crítica con el belicismo que la Primera. Todo lo contrario: sirvió como homenaje a los combatientes antinazis; y quizá se deba a que la Guerra del 14 fue una barbaridad sin precedentes, cuya antesala fue la famosa Paz Armada, pero no el genocidio judío. Plenamente asentada la industria del cine, las producciones norteamericanas durante casi tres décadas glosaron la heroicidad de sus compatriotas. Recordemos, por ejemplo, que La batalla de Inglaterra, de Guy Hamilton, rodada, por cierto, con aviones y pilotos españoles, que eran los únicos capaces de hacerlo en ese momento, es del año 1969, cuando ya las ansias de paz mundiales se dirigían hacia Vietnam. Ha habido sí numerosos largometrajes que recogieron la degradación de los fascismos, como La caída de los dioses (1969), de Luchino Visconti, o Novcecento (1976), de Bernardo Bertolucci, cuyas escenas más brutales son precisamente las que se refieren a ese período de la historia de Italia. El holocausto judío, claro, ha sido retratado y oscarizado en La vida es bella (1997), de Roberto Benigni, o en La lista de Schindler (1993), de Steven Spielberg, por citar sólo de dos de los más conocidos ejemplos. Sin embargo, en cuanto a los horrores del conflicto en sí, tan sólo soy capaz de recordar un filme muy reciente de Clint Eastwood: Cartas desde Iwo Jima (2006), donde se narra el pánico de los soldados japoneses a punto de ser invadidos por los estadounidenses. Se calcula que en ese islote murieron 20.000 soldados nipones. Porque Banderas de nuestros padres (2006), del mismo director, como es sabido, apunta sus dardos más bien hacia el sistema de propaganda.

La guerra de Vietnam, ni que decir tiene, así como la de Irak, han sido la dolorosa inspiración de filmes grandiosos, como El cazador (1978), de Michael Cimino, Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola, Platoon (1986), de Oliver Stone, o En tierra hostil (2008), de Katryn Bingelow, entre un larguísimo etcétera de denuncias de degradaciones en contextos injustificables.

Es inabarcable, por lo tanto y afortunadamente, mencionar todas las películas antibelicistas que se han rodado en los últimos cien años. Por eso, la primera pregunta sobre Mandarinas sería: ¿qué aporta este largometraje a una trayectoria fílmica con tan amplio corpus? A contestar esta pregunta dedicaré las siguientes líneas.

Mandarinas se sitúa en la guerra de 1992, auspiciada por Rusia, entre Abjasia, apoyada por mercenarios chechenos, y Georgia en el Cáucaso, una región que había estado habitada por los estonios durante un siglo: poco más o menos desde que se empezó a debatir internacionalmente sobre la soberanía de las Repúblicas Bálticas. Eso es el marco histórico, pero el marco fílmico se reduce a dos casas en el campo donde viven dos viejos de origen estonio que se han negado a abandonar su tierra como han hecho los demás. Uno de ellos cultiva mandarinas. El otro, de nombre Ivo, que es el protagonista principal, hace cajas de madera para guardarlas. En tan solitarios parajes ocurre una escaramuza entre dos chechenos y tres abjasios, de tal modo que el carpintero tiene que cuidar en su casa de los dos únicos supervivientes, uno de cada nacionalidad. De ahí surge la pregunta que planteaba al principio: ¿qué sucede cuando conoces personalmente al soldado a quien quieres matar?
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Fco Javier Rodríguez Barranco
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