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España España · Premià de Mar
Críticas de Martí
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Críticas 197
Críticas ordenadas por utilidad
7
15 de marzo de 2019
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El de Mia Hansen-Løve es un estilo grácil, desenfadado. La directora sabe explicarse con cuatro pinceladas, tiene el don de acertar en los puntos clave. Por eso puede permitirse una introducción en apariencia tan comprometida: lo que en realidad no es sino una historia de amor, arranca con la liberación de dos periodistas tras meses de secuestro en Síria. Es un planteamiento que fácilmente podría devenir en una mancha de tinta que impregnara toda la película y que, sin embargo, Hansen-Love logra utilizar (y de forma en absoluto oportunista) como un simple punto de partida. A partir de ahí, todo se sucede con absoluta naturalidad. La directora respeta la intimidad de sus personajes, muestra lo imprescindible para perfilar su carácter y sugerir sus inquietudes. Hasta cierto punto, incluso podría tacharse Maya de película eurocentrista: al fin y al cabo, estamos ante la historia de superación de un hombre blanco, occidental, heterosexual y de clase media; todo ello ubicado en un contexto en dónde palpamos el sufrimiento diario (y mucho más traumático) de otros sectores sociales. Afortunadamente, nada de ello pasa inadvertido a la autora.

Pero volvamos a los personajes. Tal punto de partida tiende a derivar en una historia de resarcimiento: la inesperada y brutal rotura con la normalidad provoca el desmoronamiento emocional de una persona y, a partir de ahí, asistimos a su recuperación, a su lucha por la vuelta a la normalidad. Sin duda, todo ello está presente en la película que nos ocupa, pero de una forma mucho más sutil y a la vez compleja de lo que es habitual. Aquí no hay exhibición del trauma, ni regodeo en sus esfuerzos por sobreponerse. En realidad, Hansen-Love no se centra en el perturbado mundo interno de Gabriel (interpretado por su habitual colaborador Roman Kolinka), sino en el tipo de terapia que el propio personaje se aplica. El constante uso de las elipses recubre la película de un tono hipnótico. La causalidad adquiere una fuerte importancia, todas las acciones del protagonista son explicadas con suavidad y ligereza. De hecho, su viaje emocional deviene tangible gracias a cierta fórmula narrativa: la de visionar un seguido de imágenes en apariencia intrascendentes pero de cuya compilación resulta una experiencia más sensorial que visual.

Y a pesar de su carácter abiertamente formalista, la película no desaprovecha su potencial activista. Como entredijimos, Mia Hansen-Love es consciente de las contradicciones de sus personajes. Así lo manifiesta en la acertada secuencia de re-encuentro entre madre e hijo. Ella, militante de cierta ONG (directamente comprometida con el caso de Siria), celebra que su hijo siga con vida... siendo consciente, al mismo tiempo, de que ello sólo puede agradecerse a una injusta discriminación racial y social que es, así mismo, la causante del sufrimiento de aquellos a quien intenta ayudar. Se trata de una secuencia cargada de metáforas que sirve, a mi entender, para escenificar dos cosas: la primera, la difícil dicotomía existencial en que se encuentra alguien que ha palpado la miseria con sus manos en el momento de escoger entre felicidad o activismo. La segunda, recordarnos que nuestra felicidad es legítima... siempre siendo conscientes de que, más a menudo de lo que seguramente creamos, esta será fruto de un bienestar sustentado por nuestros privilegios y, consecuentemente, por la opresión.
Martí
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7
29 de septiembre de 2018
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Personalmente, soy partidario de valorar el último trabajo de Paul Schrader por su capacidad evocadora antes que por su discurso. Las reflexiones que Toller escribe en su diario, de noche, en una de las solitarias habitaciones de su parroquia, me inquietan más por la sincera desolación de su pronuncia (voz en off mediante) que por el contenido en sí. Su conversación con Mary, una cristiana practicante preocupada por la perdida de fe de su marido, mantiene despierto mi interés por el gélido comportamiento de los personajes y por ser un brillante retrato de caracteres más que por el desolador panorama que sugieren las palabras de ambos personajes. En ese sentido, El reverendo es una película casi sensorial. Y curiosamente, tanto las frías calles por las que divaga el reverendo como el edificio en el que reside, no dejan de desprender cierta calidez. Una calidez que, lejos de desentonar con el tono desencantado de la película, acoge al espectador en los melancólicos brazos de una seductora desesperación.

El evidente contraste que hay entre esta calidez de los espacios y la fría narrativa de su autor es una de las extrañas bellezas del trabajo que nos ocupa. Porque, fiel a su estilo, el guionista de Taxi Driver jamás olvida mantener las distancias. De este modo, las escenas de extrema violencia encajan sin problemas con la plana cotidianidad de Toller. Al parecer, la confirmación inequívoca de que nuestro mundo tiene los días contados es tan solo un detonante, escogido al azar, para que dicho personaje asuma definitivamente el sin sentido de su existencia. El descubrimiento del cuerpo exánime de un conocido, cráneo esparcido por la nieve junto al arma presumiblemente responsable del estropicio, no es más que un nuevo episodio de una rutina sumida en la desolación. Al fin y al cabo, estamos ante un individuo ahogado en la violencia: la violencia de su pasado, la violencia de un mundo que se va al traste, la violencia de una iglesia que responde a las demandas comerciales antes que a la solidaridad y, finalmente, la violencia de una imparable, asfixiante e imperdonable pérdida de fe.

Aun así, Schrader no llega a despojarse de la esperanza. Tampoco del fatalismo. Al parecer, el director nos sitúa en un escenario plagado de estímulos catastróficos pero que no carece, a pesar de todo, de un porvenir alternativo, lleno de belleza. Lo vemos, por ejemplo, en el tempo pausado de la película. Éste divaga entre la desolación y la ternura; como si el conductor del relato allanara el terreno por el que Toller está a punto de pasar, mostrándole la realidad tal y como es pero sin agredirle, confiando en que su cordura logrará, tarde o temprano, imponer la serenidad. Un sólido laberinto de sarzas, precioso de contemplar, siempre que uno aprenda a caminar (eternamente) a través suyo. Lo vemos también en el decisivo imprevisto que impide al protagonista completar su “misión”: un pequeño (pero importante) estímulo de felicidad que merodea a su alrededor durante toda la película, y al que él, tentado por las dulces garras del pesimismo, trata de ignorar... hasta serle imposible. Una bonita forma de sugerir que, en cierto modo, la esperanza es tan inevitable como el fatalismo.
Martí
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9
5 de febrero de 2016
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Carol puede verse como el cierre de un pequeño ciclo cinematográfico iniciado por Sufragistas y continuado por La chica danesa, tres películas interesadas en observar el caso femenino desde distintos puntos de vista: Sufragistas nos habla del género, entendido como una condición social claramente preestablecida y básicamente destinada a coartar derechos y libertades. Por su parte, La chica danesa aborda el tema desde un punto de vista no tan genérico como sexual, es decir, la feminidad observada a partir del prisma del aparato reproductor femenino. Por último, Carol viene a cerrar esta trilogía en un trabajo que se concentra en la orientación sexual, y que en cierto modo aúna las dos temáticas anteriores: la historia de dos personas cuya condición genérica convierte en esclavas de una sociedad falocéntrica, situación que hace doblemente difícil la abierta manifestación de sus tendencias sexuales, socialmente mal vistas y legalmente penalizadas.

Pero el carácter transgresor de estos tres productos va más allá del mensaje que puedan contener. Se trata de algo palpable en el entorno que los rodea, así como en el modo con que este los trata. A mi entender (y más allá del hecho evidente de abordar el caso femenino) dichas películas comparten tres características muy reveladoras. La primera es que todas surgen de productoras independientes. La segunda es que ninguna de ellas ha logrado ser nominada a mejor película ni dirección en los premios de la academia. Y la tercera es que, con todo lo dicho, las tres están por encima de la media de buena parte del cine que acostumbramos a ver. En resumen, hablamos de tres películas de factura impecable e intenciones indudablemente humanitarias, que no sólo se ven obligadas a nacer al margen de la industria sino que, una vez materializadas, siguen siendo desplazadas. Lo que intento decir es que, si bien dichos productos han sido distribuidos en salas comerciales y promocionados de forma notable, a la hora de la verdad sigue apreciándose cierta reticencia a la hora de tratarlas como productos comerciales.

Algo que hasta cierto punto podría entenderse en los casos de Sufragistas y La chica Danesa (la primera, por contar con una dirección no del todo perfecta, y la segunda, por no cumplir con todos los requisitos convencionales que se esperan encontrar en un producto “oscarizable”) pero desde luego no en el caso de Carol. Porque el nuevo trabajo de Todd Hayness es, simple y llanamente, perfecto. Más allá de los aspectos técnicos, toda ella fluye en una magnífica mezcla entre narrativa manierista y realismo distante. De hecho, todos los dispositivos que puedan esperarse de un producto comercial están ahí: la banda sonora que uno tararea al salir del visionado, la perfeccionista planificación que hace de la película una experiencia fácil y placentera, los diálogos diseñados para que luzcan frases trascendentales sin perder frescura ni credibilidad, la cuidada dirección de actores que logra el equilibrio perfecto entre lucimiento y transparencia… Es decir, lo que Todd Haynes nos presenta no es otra cosa que la confluencia perfecta de todos los elementos que caracterizan a un producto comercial de primera categoría.

Con la única diferencia, claro está, de que esta vez estamos ante una historia de amor que no responde a la manida fórmula “chico conoce a chica”. Pero si bien este hecho conduce la película a una obligada incursión en el terreno de la denuncia social, no le impide contar con todos los elementos que suelen caracterizarla al género romántico. Porqué más allá de su condición transgresora, Carol es, por encima de todo, esto: una preciosa historia de amor. Y ahí reside buena parte de su belleza: en el hecho de que Todd Haynes (como ya hiciera con la también magnífica -aunque no tan brillante- Lejos del Cielo) se sirva de un estilo tan clásico para construir una de las piezas más rompedoras y progresistas que hayamos visto en los últimos años. Por eso resulta muy sintomático que incluso en tales circunstancias una película de tan indiscutible belleza no sea entendida como lo que es: una excelente historia de amor merecedora de múltiples galardones y destinada a todos los públicos.

Y ello nos demuestra que si películas como Sufragistas o La chica danesa son desplazadas por la academia no se debe a las carencias de las mismas, sino a que esta sociedad opresiva y falocéntrica que dichos productos nos describen está lejos de haber desaparecido. Algo que da a Carol un doble valor: no solo es una película preciosa, sino también un valioso instrumento reivindicativo.
Martí
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8
12 de diciembre de 2015
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Franck Neuhart actúa y se mueve con naturalidad. Sus deficiencias emocionales pueden provocar en él ciertos bloqueos psicológicos, parecidos a ataques de pánico u ansiedad, pero jamás desestabilizan la neutralidad con que ejecuta y asume (individualmente) sus actos. Por ejemplo, en uno de sus ratos libres roba un coche y atropella con él a una joven universitaria. Del mismo modo, horas más tarde viste su traje de gendarme e investiga con determinación el caso de una joven muchacha atropellada. Su expresión nunca cambia. Tampoco la convicción con que interpreta su rol. Frank Neuhart muta de personalidad prácticamente sin planteárselo. Sabe cómo actuar en cada situación. Sabe fluir.

La próxima vez apuntaré al corazón es una película que fluye con la misma naturalidad con que lo hace el personaje que la protagoniza. Cada secuencia está planteada según las necesidades de la misma, pero de una forma tan sutil y transparente que resulta difícil identificar qué es exactamente lo que las hace tan atractivas. Al mismo tiempo existe una extraña homogeneidad, una especie de velo que cubre todo el relato de una hermosa textura, oscilando entre lo nostálgico y lo perverso, entre lo bello y lo perturbador... Algo parecido sucede con el personaje: un ser que nos seduce por igual que nos incomoda, que nos atrae al mismo tiempo que nos repele... pero que mantiene siempre (e aquí su homogeneidad) esta actitud firme, neutra y nada dubitativa.

Esta sinergia entre personaje y película otorga una credibilidad inquietante a todo lo que se nos cuenta, haciendo creíbles situaciones que fácilmente podrían parecernos surrealistas y permitiendo al director (todavía más difícil) introducir escenas cuyo único objetivo es enriquecer el contenido de su película (es decir, escenas que en realidad ni aportan nueva información ni contribuyen en el avance de la trama... pero que aun así resultan exquisitas). Hasta este punto logra Cédric Anger hacerse transparente y efectivo a partes iguales: este conjunto de aciertos consigue que olvidemos que en realidad nos encontramos ante una pantalla, fundiéndonos en la historia para dejar de cuestionarnos lo que vemos y limitarnos, sencillamente, a disfrutar.

Esta es, de hecho, la mayor virtud de la película que nos ocupa. Sus formas y su contenido logran una fusión muy parecida a la sinergia entre película y personaje comentada más arriba. Es por eso que la trama de La próxima vez apuntaré al corazón nos atrapa por el interés de los propios sucesos antes que por la forma con que están rodados. Vaya por delante, no quiero decir en absoluto que nos encontramos ante una planificación funcional, sino más bien todo lo contrario: si las formas gozan de esta transparencia es precisamente por la minuciosidad con que el director se ha asegurado de que cada plano esté rodado de modo que el mensaje pase por delante de la presencia del propio director.

Cédric Anger película que nos conduce por toda clase de caminos: hay momentos de intimidad (la brillante e inquietante historia de amor entre asesino y asistenta), algunos momentos incómodas (las escenas agridulces en que conocemos a la perturbada familia de Franck Neuhart), momentos de tensión (esta vena hitchcockiana que nos invita a identificarnos con el asesino cada vez que comete un error) e incluso escenas de persecución (la memorable secuencia en que la gendarmería parece acorralar definitivamente a su perseguido)... todas ellas resueltas con la misma brillantez y efectividad. Solo las grandes piezas cinematográficas logran este contacto tan directo entre espectador y película. Solo el cine con mayúsculas consigue esta fluidez.
Martí
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7
14 de febrero de 2014
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una vez más, Alexander Payne nos sorprende con una deliciosa reflexión sobre estas cuestiones universales que, aunque modestas, rodean nuestro día a día y alimentan desde hace décadas los guiones del mejor cine. No es extraño, por lo tanto, que en dicha película encontremos referencias a determinadas películas de alto nivel, como por ejemplo Una historia verdadera (David Lynch, 1999). Pero Nebraska se distingue de ellas por la particular mirada desenfadada de su director, tan capaz de hacernos reír como de emocionarnos sin aparentar pretenderlo en ninguno de ambos casos. Una mirada hasta cierto punto distante (que no descuidada), en todo momento reticente a involucrarse en juicios morales u éticos, tan solo interesada en retratar lo mejor y lo peor de sus personajes; planteando preguntas más que ofreciendo respuestas y poniendo trabas al espectador en su intento de juzgar lo contemplado. El carácter de los personajes de Nebraska varía en función de a quien escuchemos: tenemos testigos que aseguran que Woody Grant no es más que un viejo egoísta interesado en vaciar los bolsillos a quien se le ponga delante, mientras que otros afirman que el bueno de Woody no es más que un blando cascarrabias incapaz de decir “no” a nadie.

Lo primero que llama la atención de Nebraska, último trabajo de un director impecable hasta la fecha, es su firme determinación en omitir las incontables posibilidades lacrimógenas que ofrecía un guión protagonizado por un anciano solitario y desprotegido. Este es, en cierto modo, uno de los aspectos que diferencian el trabajo de Alexander Payne del de David Lynch. No se me mal interprete: con ello no quiero decir en absoluto que Una historia verdadera pecara de sensiblería. Se trata, sencillamente, de que Nebraska nos muestra con más evidencia (y más tempranamente) ciertos defectos que sin duda los personajes de ambas películas comparten. Dicho en pocas palabras, si Lynch centraba su atención en el aspecto más conmovedor de la empresa de su protagonista, Payne utiliza dicha empresa para sacar a relucir virtudes y defectos de Woody Grant. Y como suele suceder en estos casos, los defectos se llevan la mayor parte del protagonismo. Una (savia) elección por parte del director que permite a la película analizar con elegancia y objetividad cómo Grant se relaciona con sus familiares, amigos y entorno. De ahí es de donde nace esta bella historia sobre la amistad, familia y también sobre la crueldad social que es Nebraska.

Es de agradecer, además, que una película tan cercana a las emociones humanas (a pesar de su “frialdad”) contenga importantes de humor. Un humor, como dijimos, nunca impuesto y nada prefabricado. Pues, en realidad, les secuencias que nos hacen reír responden a un tipo de situaciones que resultan graciosas por si solas; es decir, situaciones que contempladas en la vida real nos harían reír del mismo modo que lo hacen en la ficción. Como si Alexander Payne supiese que, a pesar de todo, la vida real contiene humor, y que para ofrecer un buen retrato de la misma no es posible pasar por alto este hecho. Estamos, pues, ante una película profundamente humana que, a pesar de no dejar títere con cabeza, tampoco condena irremediablemente a sus protagonistas, sino que los expone tal y como son sin miedo al rechazo ni a mostrar su lado más dulce. Una película más de un director al que nada se le puede reprochar, pues ha demostrado saber reinventar una y otra vez su propio estilo para mostrarnos interesantísimos aspectos sobre las personas; y que, para colmo, ha logrado con toda modestia hacerse un hueco en el sector comercial cinematográfico contemporáneo. Señoría, nada más que declarar.

http://cinemaspotting.net/2014/02/14/nebraska-alexander-payne/
Martí
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