Los países que sufren la lacra de la mafia (México superó los 15.000 muertos en 2010 por violencia asociada al narco) realizan películas como "El infierno" o "Gomorra" (Matteo Garrone / Italia / 2008). Las dos me provocan una encontrada sensación de tristeza, rabia, impotencia y por último esperanza. Son películas muy diferentes: la mexicana apuesta por una estructura narrativa lineal y un humor negrísimo, mientras la italiana se decanta por una estructura de historias cruzadas y una frialdad absoluta en el tono.

Sin embargo, ambas lanzan un llamamiento desesperado a la acción para cambiar una realidad espantosa y se ensañan con la absoluta impunidad, cinismo, cutrerío y falta de ética de gobernantes y/o criminales. Resulta aterrador comprobar que muchas situaciones aparentemente exageradas se han extraído directamente de los titulares de la prensa mexicana de los últimos dos o tres años.

Los países en los que el problema no es grave, como Estados Unidos o Francia, crean un cine que mitifica a los gángsters, como por ejemplo "El Padrino" o "Un profeta". Hace poco Jacques Audiard, director de esta última, declaraba en referencia al Goya a la mejor película europea: "Que me gane La cinta blanca, de acuerdo, porque Michael Haneke y yo luchamos por ir más allá con nuestro trabajo. Pero que sea El discurso del rey...". Me chocaron mucho estas palabras. No por la falta de modestia o el mal perder, sino por reivindicar un cine que se cree intelectualmente superior cuando uno de sus principales logros es deshumanizar a la sociedad.

La fotografía en blanco y negro y el estilo narrativo a lo Dreyer de "La cinta blanca" confunde forma y fondo, y de esta manera anula completamente el sentido crítico de muchos espectadores. La ambiciosa intención expresada por el propio Haneke, explicar los orígenes del fascismo, se reducía al mensaje de que el ser humano es mezquino y malvado. Algo por otro lado comprensible en alguien fascinado por la violencia, aunque pretenda vender la moto de que busca la reflexión sobre ella.

Luis Estrada y Matteo Garrone son dos personas con las pelotas de acero que literalmente se juegan la vida con su cine, no unos señoritos incapaces de utilizar su mala baba para otra cosa que no sea criticar un sistema que los ha tratado como a sultanes. Hace un tiempo le dije en broma a mi hermana que si gente como Audiard, Haneke, Lars Von Trier o Todd Solondz salieran elegidos en unas elecciones, probablemente su primera decisión sería bombardear a su propia población. Ahora esto ya lo pienso medio en broma medio en serio. Me siento cada vez más asqueado con estos excelsos creadores tan populares entre los ministros de cultura. Como dice Audiard, buscan ir más allá con su trabajo y luchan por cambiar el mundo... a peor.

A las personas a las que la crisis económica sume en una depresión porque van a tener que desprenderse de una de sus diez mansiones lo menos que les puede suceder es que pertenezcan a sus pertenencias. Esto no es nuevo pero Steven Soderbergh sabe narrarlo de una manera que me provoca una afinidad absoluta: con empatía nula y gélido desprecio hacia esa grimosa cultura de la exclusividad.

Por eso me quedo con aquel plano en el que la pareja se cuenta sus cositas en primer término y sin embargo la cámara enfoca al fondo de la sala dejándoles a ellos borrosos. Por eso me regodeo con malicia cuando Soderbergh caracteriza a la escort como una estúpida que decide su vida en función de la fecha de cumpleaños de sus parejas. Por eso le sobra con su escasa duración, porque se harta de sus personajes, porque vale con retazos de una conversación sobre economía para captar la esencia de todos ellos.

Y vale, puede que Soderbergh también sea un poquito pedante y fomente con estos experimentos minimalistas esa misma cultura de lo exclusivo, pero uno también tiene sus contradicciones.

A riesgo de que los frikis me quemen en la hoguera, creo que esta entrega se encuentra al mismo nivel o superior que trilogía original. Cierto es que el despliegue técnico es tan aparatoso que puede llegar a empachar, y que Hayden Christensen no vale ni para presentar la teletienda, pero las virtudes superan ampliamente los defectos.

En particular el guión, una oscura tragedia griega que narra el paso de Anakin Skywalker al lado oscuro en paralelo a la conversión de la República en dictadura, para mí sin duda lo más interesante de la película. La confusión moral y la batalla de valores del protagonista es tan intensa como las hostias que se acaban pegando todos los implicados, por cierto rodadas casi siempre con bastante imaginación.

Y si tanta gracia les hace el doblaje, hagan el favor de verla en versión original.

Es una lástima que un asunto tan apasionante como las tensiones Oriente-Occidente y el terrorismo de los 60 y 70, antecedentes inmediatos de la situación política mundial actual, no encuentre el tratamiento adecuado. Una temática tan rica en material audiovisual de archivo no debe reducirse a los aburridos planos de los entrevistados hablando a la cámara y se debería concretar el punto de vista desde el que se va a narrar los acontecimientos.

No sé si se quiere presentar a Jacques Vergès como un siniestro abogado sin escrúpulos o como un romántico revolucionario que quiere cambiar el mundo. No sé si es un egocéntrico manipulador convencido de que la violencia es necesaria y a veces incluso deseable, o un vividor que siempre se enamora de sus compañeras de batalla. Lo que es indudable es que es un tipo muy listo y da la impresión de haber tejido una tela de araña en la que el director Barbet Schroeder también queda enganchado.

No sé si sus reivindicaciones serán justas o no, pero el personaje me provoca una aversión tremenda. Esa soberbia con la que desgrana sus argumentos y esa costumbre de contar anécdotas en las que curiosamente él siempre queda como el puto amo, hacen que no me cueste nada imaginármelo celebrando con puro y champán la muerte violenta de algún adversario político. Estos tipos que disfrazan su cinismo de ideología y se mueven como pez en el agua en las alcantarillas del poder me provocan ardor de estómago.

Caeré en la obviedad si digo que Dustin Hoffman y Emma Thompson son maestros en su oficio. Así que destacaré una cualidad que les distingue de la inmensa mayoría de las estrellas: siempre se intuye que en la vida real son personas cercanas e inteligentes. Por regla general me suele dar exactamente igual que un actor sea un capullo si luego demuestra su categoría en la pantalla (me viene a la cabeza el nombre de Russell Crowe). Pero con la pareja protagonista de esta película te dan ganas de compartir una caña y sentarte a charlar con ellos, lo que siempre supone un plus de respeto.

Tan americano él, tan inglesa ella, arrastran su química a prueba de bombas por cada minuto de metraje aunque ella le saque una cabeza de estatura. Lo malo es que la película empieza y acaba con ellos. Hay muy poquito más que destacar, quizás la fotogenia de Londres y una Kathy Baker que se las arregla para llenar de matices un papel muy breve.

Aunque el arranque es muy bueno, los actores no pueden hacer más con un guión que se torna cada vez más previsible, una colección de topicazos y salidas fáciles que tiran del repertorio más básico del género, como en una mezcla cutre y en clave otoñal de "Pretty Woman" y "Love Actually".