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España España · Barcelona
Críticas de reporter
Críticas 629
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
16 de julio de 2016
6 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los inconfundibles acordes de guitarra de Santo & Johnny empezaron a invadir acústicamente la sala. Para cuando llegaron a los tímpanos de James Cole, éste supo inmediatamente que aquel era el mejor sitio en todo el planeta. Sonaba el ''Sleepwalk'', aquella canción que tantas veces había escuchado antes... y que tantas otras veces tenía pensado escuchar de nuevo. No importaba la cantidad de repeticiones a las que la hubiera sometido, pues a cada nueva reproducción sonaba mejor, y ya de paso parecía incitar más y más la producción de esas endorfinas que tan a gritos le pedía el cuerpo. Y es que el pobre Cole no pasaba precisamente por el mejor de sus momentos. La vida y el universo en general venían puteándole de lo lindo desde el mismísimo momento en que adquirió conciencia, pero especialmente durante sus últimas semanas de vida. Su cuerpo y mente estaban al borde del colapso, y lo único que en ese momento crítico iba a servir de salvación sería un poco de esa siempre tan deseada evasión.

Y a eso se puso el pobre diablo. Aupado por el hilo musical que impregnaba la habitación, se concentró al máximo y fijó todos sus sentidos en la imagen que tenía delante suyo: una playa tropical bañada por el sol y, obviamente, un océano de aguas cristalinas. La cálida arena blanca invadía el espacio entre los dedos de sus pies y el romper de las olas estaba en perfecta sintonía con aquel ''Sleepwalk'' que jamás había sonado tan bien. Además, la palmera en la que estaba apoyado formaba un ángulo con respecto al horizontal del suelo ideal para apoyar en él todo el peso de su aquejada espalda, y las hojas del árbol, tambaleadas por la suave brisa marina que soplaba continuamente, llevaban a cabo un control casi quirúrgico de su temperatura corporal. Todo era perfecto; la felicidad, absoluta. En ese momento, el bueno de James giró ligeramente la cabeza hasta establecer contacto visual con uno de los pintorescos nativos que pasaban por ahí. ''Perdona'', dijo para romper el hielo, ''este sitio es fantástico... ¿Me podrías recordar cómo se llama?'' A lo que el otro, sin prácticamente inmutarse, respondió con una sonrisa y un misterioso silencio.

No es que los habitantes originarios de la región guardaran con recelo el nombre geográfico de dicho enclave por miedo a que la industria turística se enterara de su existencia y que, por consiguiente, acabara por agotar toda su esencia... es que en realidad, aquel lugar no existía. No era más que un cuadro colgado en una pared; una canción que despertaba viejos recuerdos y eternos anhelos; una metáfora, si se prefiere. De lo que no tenemos y, por ende, deseamos; de aquello que, aunque puede que no exista, sigue estando allí para ayudarnos a no pensar demasiado en ese día a día que nos mata por dentro. Lenta y dolorosamente. Es verano, no sólo en el calendario, sino también en una climatología que te obliga a salir de estas cuatro paredes que ahora mismo te están aplastando el alma. Miras a través de la ventana y ves a los chavales correteando libremente por la calle mientras tú... no. Sigues estudiando, o pegado a la pantalla de tu smartphone para lidiar con los problemas familiares/sentimentales de siempre, o escribiendo una crítica por la que no te van a pagar un duro pero que al menos, esto dicen, te va a servir para seguir hinchando el curriculum. Es la dictadura del CV... ante esto, ¿qué nos queda?

No mucho, la verdad. El consuelo de las pequeñas cosas. Y no, esto no va de vender cerveza, sino de otros placeres más o menos equiparables, pero supuestamente más nobles. Volvemos a la playa de marras. Atrás quedan las preocupaciones más rutinarias. Una carrera universitaria que no avanza ni a patadas, un padre que no deja de dar por saco, el recuerdo dolorosamente imborrable de una madre que se fue antes de lo previsto... Nada de esto parece importar en este sitio mágico que sabes que vas a tener que abandonar en poco tiempo, pero que precisamente por esto pretendes disfrutar al máximo cada segundo que pases en él. La playa no tiene nombre, pues no existe; la sala de proyecciones tampoco, pues puede ser cualquiera. El cine también tiene esto, que cuando más lo necesitas, más raudo acude (a veces) al rescate. En forma de boya a la que agarrarse para no morir ahogado; en forma de pistola lanza-bengalas para emitir señales de socorro; en forma de Blake Lively medio-flirteando con Óscar Jaenada, medio-enamorándose de ''Steven Seagull''... e intentando sobrevivir a los constantes y terribles ataques de un tiburón gigantesco.

Los caminos del entretenimiento palomitero (sus formas, al menos) son ciertamente inescrutables... que no imprevisibles. 'Infierno azul', nuevo film del catalán afincado en Estados Unidos Jaume Collet-Serra, es un producto que se debe a otros productos, tanto del pasado (la mención a la fundacional 'Tiburón', de Spielberg, no por obvia debe pasarse por alto) como de un presente al que, después de la experiencia, para nada le cambia la cara, pero que por el contrario, sí vemos con mejores ojos. Más complacidos, seguro. Cosas de adecuar la vista a las promesas apriorísticas. Éstas nos hablan, primero, de un proyecto maldito (el guión de Anthony Jaswinski fue pasando, durante años, de estudio en estudio sin que nadie se atreviera a hincarle el diente) a un tráiler que cuando por fin ve la luz, llama la atención, entre otras cosas, por el esmero con que retrata, durante sus primeros segundos, esas imágenes y sonidos que tan fácilmente identificamos con el eternamente deseada salvación del escape. Los posteriores bocados del escualo, por tantas veces visto antes, casi que no importan. Lo que realmente pesa son esos momentos previos de calma en los que poder desconectar el cerebro y zambullirse, porque ya va siendo hora, en ese mar de sensaciones (más o menos impostadas, qué más da) que tanto placer proporcionan. No hay playa, de acuerdo, pero no importa, siempre y cuando logremos engañar al sistema neuronal.
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reporter
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7
3 de julio de 2016
12 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Por un -brevísimo- instante estuviste muy a punto de sentirte mal, pero por suerte, tan rápido como te vino ese arrebato de mala conciencia, igualmente rápido se fue. El choque de sensaciones en el que te hallabas no era para menos, y como al fin y al cabo no eres impermeable, te viste casi obligado a sentirte mal. Ni que fuera sólo un poco. El caso es que todo el mundo a tu alrededor se estaba ahogando en un mar de lágrimas; estaban que no podían respirar de la angustia. Tus padres, tus tíos, tu abuelo, tu hermana pequeña, tus colegas de toda la vida... y tú, mientras, que no cabías en tu cuerpo de tanta alegría, de la ilusión, de la excitación... de las ganas de comerte el mundo. De modo que pusiste rumbo a la universidad y pisaste a fondo el pedal del gas. Atrás, ya pequeño en el retrovisor, quedó aquel viejo y algo destartalado edificio (el instituto, vaya), convertido en poco más que un punto borroso. En el horizonte frontal aparecía el próspero y fértil verde de los terrenos de juego, que se mezclaba con los anhelos cárnicos de los cotos de caza. Los campos (de baseball) en el campus (universitario, se entiende).
Pasada la pubertad, era el momento de la edad ''adulta''. Atrás la década de los 70, delante la de los 80. Los frenos del coche no funcionaban, pero a ti esto no te importaba; ni quisiste darte cuenta. Ellos estaban tristes porque te ibas, y tú estabas exultante por esto mismo. Sonaba a todo trapo el ''My Sharona'' de The Knack... y no, no podías estar más on fire. Estabas tan pletórico que en realidad no importa demasiado si las sensaciones, recuerdos y otros detalles sobre los que se construye este cuento son ciertos o no; si llegaron a existir o si, por el contrario, no fueron más que una alocada ensoñación. De esto se trataba entonces, de fantasear; de fantasmear. Lo que venía a ser librarse al exceso. Con 'Todos queremos algo' se puede decir sin miedo a equivocarse que Richard Linklater vuelve a la escena del crimen, 23 años después en la vida real, y sólo 4 en la no-tan-real. El autor tejano llega a la cita tan confiado (no en vano, el remate de la trilogía ''Antes de...'' y la colosal 'Boyhood' le han puesto por fin, al menos entre la crítica cinematográfica, en el lugar que tanto se merece), que le sobra confianza y autoridad (faltaría más) para declarar que ha rodado la ''secuela espiritual'' de 'Movida del 76'. Y sí. Es exactamente así.

El título original de aquella cinta de culto era, por cierto, 'Dazed and Confused', ilustrativa alusión tanto al aturdimiento como a la confusión que impregnaban buena parte de aquel relato sobre los ritos iniciáticos socio-tribales que marcan el tempo en esa etapa en la que el sistema hormonal empieza a tomar el control del cuerpo. En lo que aquel título ocultaba mejor las cartas era en lo que nuestra traducción sí destapaba, esto es, el -divertidísimo- desmadre que implicaba el tener a tanto joven suelto por la calle. Lo mejor es que en el espacio dejado entre una versión y la otra, aparecía ese otro vacío (generacional, existencial) gracias al cual el espectador hasta podía llegar a adaptar el producto al estado de ánimo (incluso espiritual) con el que llegaba al último fotograma. Saber poner el punto final (?) a la historia (uno de los mejores dones de los que siempre ha hecho gala Linklater) se tradujo en una mezcla prácticamente perfecta entre lo estimulante y lo amargo presente en cada uno de esos grandes saltos en los que la imposibilidad de volver atrás iba de la mano del desconocimiento absoluto sobre lo que aguardaba al otro lado.

Así, lo que a priori tenía todos los números para ser ''otra-estúpida-comedia-sobre-y-para-mandriles'', se convirtió, por puro genio, en acertadísima radiografía vital marcada por la angustiosa amenaza de verse fuera del clan. En 'Todos queremos algo' parece que estemos en las antípodas de este miedo del paria. Adiós a los ''slackers''... o no. Los protagonistas de esta función forman el núcleo duro del equipo de baseball de la universidad (de la que sea). Sus integrantes son en su amplia mayoría (y en espera de una riqueza financiera que a lo mejor está por llegar) la versión simpática del carisma ''cristianoronaldista''. Son jóvenes, guapos, buenos jugadores... pero es que además, caen bien. Normal que organicen las fiestas más apetecibles de toda la ciudad; normal que no se pierdan ni una. Normal que Linklater se apunte a todas ellas. La excusa está servida y la cuenta atrás (el puñado de días previos a empezar a rendir cuentas al curso académico) está activada. La base es ésta, y parece que todo lo demás avance por simple e insultante inercia. Casi como quien no quiere la cosa; como si los logros conquistados estuvieran al alcance de cualquiera... solo que, como nos ha enseñado la experiencia, no. Será por esa maldita obsesión en dejarse cegar por el highlight; por no saber interpretar el silencio entre notas.
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reporter
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4
23 de junio de 2016
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Todo está a punto para el evento más importante del último milenio. El pueblo llano y los dioses han dejado aparte sus diferencias y han decidido mezclarse (aunque sin revolverse demasiado) para celebrar por todo lo alto la coronación del que será nuevo rey de Egipto durante, por lo menos, los próximos mil años. El padre, Osiris, que es muy justo, sabio y benevolente, ha decidido abdicar y ceder la responsabilidad del cargo a su hijo, Horus, que es un golferas empedernido, pero que es tan guapo, tan inteligente y tan encantador, que no hay quién no caiga rendido ante su gigantesco carisma. De modo que todo el mundo contento e ilusionado, a más no poder, ante tal relevo generacional. La euforia se palpa en el ambiente, en las ostentosas y algo lujuriosas galas con las que los devotos han acudido a la cita, en las toneladas de confeti arrojadas, en cómo brillan las hojas de aquellas palmeras colosales que presiden la gran avenida de la capital del reino. Pero espera un segundo, ¿de qué están hechos esos magníficos árboles? De rubíes. ¿De rubíes? De rubíes, sí. Olé. Viva el lujo, viva el derroche, viva el deslumbre, viva la ceguera que me está causando todo esto... ¡Viva el mal gusto!

Así están los ánimos. Así va la juerga. Se impone la algarabía, el furor, la despreocupación... La desproporción. Hasta tal punto que las defensas (ante lo que pueda surgir) bajan por debajo de cero, y claro, así los malos se pasean por el escenario como Seth por el desierto. Hablando de... se hace el silencio cuando el hermanísimo proscrito del magno rey irrumpe en la fiesta. Las risas, los cánticos y los vítores cesan de repente. En la memoria de los invitados, muy fresco está, todavía, el recuerdo de la última fiesta en la que se invitó a tal energúmeno. El tipo se puso borracho perdido, a base de un peligroso cóctel compuesto por cerveza, hidromiel, amargura y resentimiento. Antes de que se sirviera el segundo plato, ya estaba manoseando a las pobres camareras, se había meado dos veces en las palmeras de rubí (¡no, en los rubíes no!) y se había encargado de cagarse (no literalmente) en todos los muertos de los invitados. Por supuesto, el muy desgraciado no llegó a los postres. Para entonces, el bueno de Osiris ya le había arrojado al Nilo, donde el muy trompa se quedó sobando la mona, flotando cuesta abajo cual mesías en un cesto. No se supo nunca más de él... hasta hoy. Silencio en la sala. Pura tensión; puro mal rollo. Y volvemos a empezar, solo que esta vez no va a mediar palabra o insulto alguno. El follonero va al grano, cometiendo el más brutal de los regicidios jamás visto, y abalanzándose, a los pocos segundos, sobre el siguiente eslabón en la línea sucesoria. Cuando nos hemos querido dar cuenta, Osiris yace muerto en el suelo, y Horus agoniza patéticamente. Dos chorrazos de oro emanan de sus ahora vacías cuencas oculares. El pobre diablo sólo es capaz de gesticular dos palabras: ''¡Mis ojos! ¡¡Mis ojos!! ¡¡¡Mis ojos!!! ¡¡¡MIS OJOS!!!''

A un volumen tan alto, que sus alaridos traspasan la pantalla y su eco resuena, ad eternum, en el patio de butacas. ''¡Mis ojos!'', grita un crítico; ''¡¡Mis ojos!!'', responde otra crítica... A los pocos segundos, el clamor se ha generalizado: ''¡¡¡OH DIOSES, MIS OJOS!!!'', bramamos todos al unísono. Es el pase de prensa de 'Dioses de Egipto', una de las experiencias más inmersivas que nos ha dado el cine en muchos años. Ahí está el guaperas de Nikolaj Coster-Waldau, lamentando la pérdida de visión a la que su cruel tío le ha condenado... y ahí estamos nosotros, haciendo lo propio, pero con Alex Proyas como principal (como único, vaya) criminal. Muy felices nos las prometíamos algunos antes de entrar en la sala. Las charlas previas venían presididas por un inequívoco sentimiento de mofa en desternillante mayoría absoluta. Por lo menos los dos tercios de la cámara admitieron acudir a la cita con la curiosidad de ver en qué resultaba uno de los peores tráilers de la temporada, y obviamente, una de las cintas que con peor feedback llegaban a nuestro territorio. En efecto, y como casi siempre, los dioses desembarcaron en otros terrenos, antes que tener que profetizar en el desierto que es el mercado doméstico, y allí, al otro lado del charco, ya empezaron a ser dilapidados. Masacrados. Sin piedad.

El elemento morboso, principal aliciente apriorístico, nos explotó en toda la cara, en cruel cumshot facial de más de dos horas de duración. La cosa, por así llamarla, era realmente tan mala como parecía... incluso más, brindándonos así la Divina Providencia una ocasión de oro para poner a prueba la ancestral regla de la valoración circular de los chistes. ¿Sabes aquellas bromas que son tan-tan terribles que no te queda otra que partirte de la risa? Pues más o menos así. 'Dioses de Egipto' es un desastre de tales magnitudes que sería injusto no reconocer al genio que está moviendo sus hilos. Es parte de la gracia, y al final, de la tragedia. De proporciones griegas, quién sabe si egipcias. Es tan ruidosa, es tan absurda, está tan acelerada (aburrirse, también hay que admitirlo, es imposible)... es tan excesiva, que hasta podría ser una obra maestra. Solo que no. Todo lo contrario. Lo fascinante (y triste) del asunto es que Alex Proyas sigue mostrándose como un cineasta único en su especie, atrapado en una suerte de limbo pesadillesco ente las alas liberadoras de la autoría y el frío y calculador cerebro de la comercialidad. El monstruo resultante es, efectivamente, una aberración... de la que no obstante cuesta dioses y ayuda despegar la vista.
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reporter
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6
9 de junio de 2016
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
La historia del olimpismo está marcada, como no podía ser de otra manera, por grandes hazañas; por historias de esfuerzos titánicos recompensados con los mayores honores. Por esa voluntad inquebrantable de romper las barreras físicas y mentales que supuestamente marcan los límites del ser humano. Se reduce todo, en definitiva, a querer ir más allá de estas fronteras; a desearlo con tanto convencimiento, y a tener tanto talento, que lo que antes parecía imposible, pase ahora a formar parte de la más fantástica de las probabilidades. Está todo esto, claro... pero también lo que viene por detrás. Porque resulta que debajo del podio también hay vida inteligente, y ésta puede ser tanto o más fascinante que la que ocupa los cajones más altos de la gloria. Es este sub-mundo de perdedores anunciados o de triunfadores contra todo pronóstico, en el que las distancias vuelven a adquirir estas proporcionas tan humanas (¿mundanas?), factor imprescindible para que se produzca la identificación del espectador para con el show que está presenciado... que de esto también (sobre todo) viven los Juegos, ¿no?

De modo que siempre toca admirar el mérito colosal que tienen monstruos del calibre de Jesse Owens, Usain Bolt, Haile Gebrselassie o Michael Phelps, por pulverizar todos los records habidos y por haber; por hacernos vibrar con cada nueva marca histórica conquistada... Pero no menos respeto merecen ''esos otros'', desde el mítico nadador Éric Moussambani, quien por poco no se ahogaba cada vez que saltaba a la piscina, hasta el bueno de Steven Bradbury, quien se colgara, sin quererlo ni buscarlo, una de las medallas de oro más increíbles de la historia de la humanidad, pasando por otras leyendas como Paula Barila Bolopa, Hamadou Djibo Issaka, Philip Boit o Trevor Misipeka... Todos ellos (y los que nos quedan) forman parte de una especie de Olimpo freak; una suerte de gran familia de hijos bastardos de algún semi-dios descarriado. Puede que su llama no arda con mucha fuerza, pero sin duda siguen llevando su testigo, pues sus aptitudes y su nivel competitivo a lo mejor ni lleguen a la excelencia de las plusmarcas regionales, pero su lucha (contra las tendencias, la historia y, en general, el mundo) es una carrera de obstáculos igualmente trepidante, y con la que, muy fácilmente, se puede empatizar. Ahí está la magia.

¿O no fueron los Juegos Olímpicos de Invierno celebrados en Calgary los más épicos de la historia? ¿Y no lo fueron gracias a, por ejemplo, Devon Harris, Dudley Stokes, Michael White, Samuel Clayton y Howard Siler (es decir, el equipo jamaicano de bobsleigh)? ¿Y qué decir de Michael Edwards? Perdone... ¿quién? A los primeros les tenemos ubicados en el mapa gracias a aquel clásico (bueno, no tanto) de la Disney con John Candy, titulado 'Elegidos para el triunfo', pero el segundo no nos suena tanto... Hasta la llegada de 'Eddie el águila', nuevo filme de la que, a estas alturas, ya puede definirse como la factoría Matthew Vaughn. El director, guionista y productor aparece en esta ocasión en calidad de lo último, auspiciando así el tercer largometraje del actor (de profesión) Dexter Fletcher, quien para la ocasión rescata del olvido una de esas pequeñas historias que hacen del deporte algo tan grande. Grosso modo, la cosa va de seguir los pasos que llevaron al joven Michael ''el águila'' Edwards (¿ya va sonando más?) a convertirse en el primer representante de la Gran Bretaña en la modalidad olímpica de salto de esquí, en los citados Juegos de Invierno de 1988.

Ésta fue la conquista... ridícula, quizás, a escala de medallero, pero brutal, seguro, a ojos de un viejo y algo amargado escayolista inglés, quien descubrió, de un día para otro, que el cabezota de su hijo salía por la tele, y que se había convertido en un ídolo de masas. ¿Pero lo fue realmente? ¿O no pasó de anomalía que los medios de comunicación explotaron, muy sádicamente, por aquello de ceder a la tentación de la mofa pública? Seguramente fue ambas cosas. Seguramente el tipo fue un héroe y a la vez un payaso; seguramente el perdedor ganó; y seguro, segurísimo, que la leche casa con el whisky. 'Eddie el águila' tiene la discreta pero muy bien aprovechada virtud de la combinación; de conocer la naturaleza bicéfala de su historia, y de saber que así mismo nos la va a presentar. En otras palabras, Dexter Fletcher hace de la comprensión del material de base el fundamento para una presentación que, tanto por comicidad como por emotividad, convence, divierte y hasta hace vibrar. Lo que debía ser adaptación se convierte así en reinterpretación, que seguramente ignora la realidad cuando más le conviene (el personaje de Hugh Jackman es ficticio, por ejemplo), pero que nunca falla a la verdad, en lo referente a conservar los valores de aquella intrascendente proeza de Calgary '88.

En éstas que entra en escena un casi irreconocible Taron Egerton, convertido en el ya famoso Michael Edwards. El tipo (el actor) se esconde detrás de unas gafas más granes que su cara, y de una serie de muecas que no se sabe si están levantando, o por el contrario derribando muros entre persona y personaje. En esta dualidad, tan extrañamente atrayente, se asienta la película, y sabe sacarle partido durante su poco más de hora y media de metraje, en la que los mecanismos de la feel-good movie deportiva quedan tan expuestos (véase la manera de regodearse en los clásicos montajes musicales para sintetizar los momentos de entrenamiento), que a lo largo de todo el recorrido nos acompaña la -maravillosa- incertidumbre de no saber distinguir entre el ''reírse-de'' y el ''reírse-con''. Poco importa, ya que una opción parece tan legítima como la otra. Y es que aunque pueda parecerlo, no hay ni pizca de mala intención, pues pensado con frialdad, el saltador se prestaba tanto a la burla como al abrazo. Su entrenador, no se sabe si el que existió o el que ha creado la (semi-)ficción cinematográfica, en este mismo debate se encuentra.
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reporter
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3
5 de junio de 2016
21 de 38 usuarios han encontrado esta crítica útil
Randy Marsh, geólogo y padre de familia afincado en un pequeño y pacífico pueblo de Denver, estaba en estado de shock. Acababa de tener una bronca brutal con su querido hijo, Stan, a causa de un demoníaco videojuego y la no menos demoníaca influencia que éste ejercía sobre él. La cosa ya hacía tiempo que iba mal, pero lo del último fin de semana fue la gota que colmó el vaso. Los nubarrones que asolaban la localidad desde hacía meses se habían disipado por fin, y aún así, el chaval se negaba a salir del hogar... Es que ni de la habitación se le podía sacar. Aquello no era vida. ''Mira hijo, sinceramente creo que deberías mover un poco el culo, levantarte de la silla, ejercitar un poco las piernas, que te dé un poco el aire... Deberías estar socializando con tus amigos'', dijo el padre, a lo que el mocoso espetó: ''¿Eres retrasado, papá? ¿Es que acaso no ves que ya estoy socializando con mis colegas? ¿No entiendes que estoy conectado a un MMORPG con gente de todo el mundo y que estoy ganando puntos de experiencia junto a mis colegas mientras uso el teamspeak?'' La contestación cayó como una losa y se hizo el más incómodo de los silencios, tras el cual, simplemente: ''No soy un retrasado...''

Y así se quedó el pobre Randy, repitiendo para sus adentros ese instintivo y tonto contraataque, que para nada le sirvió a la hora de proteger una autoestima que, también sea dicho, ya llegaba maltrecha a aquel fatídico momento. ''No soy un retrasado...'', se decía a él mismo, ''No soy un retrasado... No soy un retrasado...'' Pero lo cierto es que no había entendido un carajo de lo que su retoño le acababa de escupir. Ni media palabra. ''No soy un retrasado...'' ¿MMORPG? ¿Puntos de experiencia? ¿Teamspeak? ''No soy un retrasado...'' O tal vez sí lo era. Lo era, no había dudas al respecto, a ojos de una comunidad que, sin haberse él enterado, había creado (y se había encerrado-en) su propio mundo. Azeroth, lo llamaban, un nombre filo-mitlógico cuya mera pronunciación en voz alta era capaz de desatar una avalancha de buenas memorias y sensaciones en cualquiera que hubiera visitado, ni que fuera durante unos pocos minutos, sus vastas tierras. Randy Marsh, triste geólogo de profesión y devastadísimo padre de familia, no se encontraba entre estos afortunados, y claro, al verse tan desplazado; tan fuera de su elemento, no pudo sino sentirse como un auténtico retrasado.

A Trey Parker y Matt Stone, resolver la escena les llevó poco más de veinte segundos. En ellos, lograron comprimir la mismísima esencia del eterno choque intergeneracional, pero también el que surge cada vez que la burbuja freaky se ve obligada a entrar en contacto con el mundo real, el mismo en el que, muy a su pesar, existe. La tensión está más que garantizada; la explosión entre incomprensiones e incomprendidos, también. Visto con la necesaria distancia, el asunto tiene -mucha- gracia. Los responsables de South Park supieron verla y plasmarla no sólo en la secuencia comentada, sino también, en un capítulo para enmarcar (''Make Love, Not Warcraft'') que, por si no fueran suficientes todas las risas brindadas a lo largo de -otros- veinte gloriosos minutos, ayudó a encumbrar aún más en los altares, tanto la serie televisiva (faltaría más) como la saga de videojuegos a la que, a pesar de todo, se rendía homenaje.

La jugada fue redonda, un win-win antológico en el que ambos productos y formatos salieron ganando, y de qué manera. En esto debería traducirse cada acercamiento a ese material por el que, teóricamente, tanto amor profesas, ¿no? Esto mismo debería suceder, vaya, con cada adaptación, sin importar de dónde venimos, y mucho menos dónde terminamos. Pues va a ser que no. 'Warcraft: El origen', nueva película de Duncan Jones, es un desastre de tales proporciones que ya de entrada cuesta determinar por dónde debe empezarse el diagnóstico. Es el conocido como Síndrome Montgomery Burns, en el que la única razón que explica el no-colapso del cuerpo infectado, es que las enfermedades se acumulan de tal manera que se estorban las unas a las otras. Desde el punto de vista científico, hasta podría ser fascinante... a ojos del espectador, el glaucoma en la retina está, ya a la media hora, en plena metástasis. ¿Es esto posible? Por lo visto, con el hijo de David Bowie y Blizzard Entertainmente uniendo fuerzas, sí. Los nerds lo van a llamar ''Fel'', pero que no te líen. No eres un retrasado, esto no es más que una gran energía... tan potente como potencialmente venenosa.

Entonces... ¿por dónde empezamos? Por lo que se ve a simple vista; por lo que nos está causando el cáncer de ojos, vaya. Por una dirección de actores nefasta (con Dominic Cooper no se logra entender qué demonios pretende en ninguna de las escenas en las que aparece, y es sólo un ejemplo de los muchos que encontramos en, sin duda, uno de los castings más tristemente inexplicables de los últimos años) o por un guión empeñado en hacer de lo simple algo desesperantemente complicado. En este sentido, es de lamentar que un texto que tiene la valentía de tomarse tantos riesgos, nos descubra que ninguno de ellos importa lo más mínimo. El problema está, seguramente, en las deficiencias en el zoom con las que se trabaja. Falta perspectiva, planificación y sobre todo, (auto-)conciencia de producto. De repente, nos olvidamos de la coletilla que le hemos puesto al título, o dejamos de creer en los prólogos con chicha. La introducción y el posterior desarrollo y resolución de los diversos frentes se hace siempre a través de la torpeza del atropello. Como el -mal- alumno que no se da cuenta, hasta que no faltan diez minutos para entregar el examen, de todo el tiempo que ha derrochado durante las dos horas que le han dado para responder todas las preguntas.

Por su parte, Duncan Jones, autor de, recordemos 'Moon' y 'Código fuente', está totalmente desaparecido en combate. No se sabe si por exigencias del estudio o si directamente, por ineptitud ante el reto. Más allá de
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