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España España · Badajoz
Críticas de atletico
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Críticas 15
Críticas ordenadas por utilidad
9
1 de marzo de 2015
10 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Pocas películas han comenzado a tal nivel de banalidad para ir remontando gradualmente y, de pronto, a partir de una determinada escena -la de la terraza-, echarse a volar hacia lo sublime. Esta estructura emotiva es una apasionante novedad en el cine de Rohmer, que tiende a la uniformidad y que en los últimos tiempos -pese al esplendor de Les nuits de la pleine lune (1984), quizás por la extraña presencia de Pascale Ogier, desaparecida justo después- daba muestras de estancamiento, de las que Rohmer era consciente. Y no se trata de una estrategia pensada para complacer al espectador –de hecho, más de uno se aburrirá antes de que la película despegue-, sino consecuencia de su naturaleza improvisada y su rodaje estrictamente cronológico: al principio, los actores aún no se han hecho personajes, y los espectadores no contamos con información suficiente acerca de éstos; como, además, se nos suministra en pequeñas dosis, mediante muy breves secuencias aisladas que van dibujando una la elíptica crónica del paso de los días, sólo cuando han transcurrido (en la ficción) varias semanas y cerca de media película empiezan a cobrar cuerpo cuando la acumulación es bastante, Le rayon vert se pone a verdaderamente en marcha: las escenas se alargan e intensifican, parece como si la mirada de Rohmer se agudizase y le permitiese profundizar más en el personaje de Delphine, con el que a partir de entonces Marie Riviere se confunde. Todo se acentúa: la gama de colores, el ritmo, los movimientos de cámara abandonan la fría exposición realista, la crónica externa y fragmentaria, y se lanzan directamente a la aceleración estilizada del poema, revelando un Rohmer que, súbitamente, se aproxima a sus admirados Murnau y Rossellini en sus obras más carnales y urgentes. Por otra parte, hay que advertir que la supresión de la fase previa de la escritura y la improvisación en nada afectan a la limpidez y precisión de las imágenes y los relatos de Rohmer: como todas sus obras precedentes, Le rayon vert permite respirar a pleno pulmón en el cine, cosa hoy tan infrecuente como merecedora de gratitud.

(Cine nuevo, nº 6, diciembre de 1986, p. 42)
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10
1 de marzo de 2015
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sorprendente historia de amor entre una joven viuda que alquila un viejo caserón al borde del acantilado y el fantasma gruñón, parlanchín y romántico del viejo marino que antes lo habitaba. Las relaciones entre Lucy Muir, primero sorprendida, después agradecida cuando el extraño capitán Gregg le dicta sus alegres y aventurescas memorias, y finalmente enamorada con pasión del viejo lobo de mar, son un prodigio de equilibrio dramático, y están contadas con el “timming” evanescente de un narrador experimentado que parece creer con plena convicción en la realidad de los sueños. Historia romántica y fantástica, que se mueve a medio camino entre la vida y la muerte, entre la imaginación y la realidad, sin cruzar nunca la estrecha, imperceptible frontera que separa una de otras. Sin adentrarse en la ficción fantástica, sin utilizar efecto visual alguno, “el racional Mankiewicz parece creer, al menos durante hora y media, en los fantasmas con la misma fuerza con que Dreyer optó por hacer el milagro de ORDET, Mizogouchi la aparición de UGETSU MONOGATARI, o Tourneur la existencia de casas hechizadas (I WALKED WITH A ZOMBIE)” según relata Miguel Marías. EL FANTASMA Y LA SEÑORA MUIR lleva mucho más lejos que otras películas suyas, la reflexión de Mankiewicz sobre la presencia obsesiva del pasado en el presente y sobre el transcurso del tiempo, sólo que en este caso dicha reflexión se encuentra felizmente contaminada por la fuerza arrolladora del deseo y de la ilusión. El arrastre de ambos, el empuje sutilmente humorístico y apasionantemente romántico del relato, la melancólica añoranza de una felicidad que no pueden alcanzar a riesgo de borrar los difusos límites entre la vida y la muerte, generan una bellísima reivindicación del deseo, que por su fuerza transgresora, más allá de la realidad, no hubiera desdeñado firmar ningún surrealista. Las largas conversaciones entre estos dos seres solitarios necesitados de compañía, dan pie a Mankiewicz para registrar con fina sensibilidad un proceso de enamoramiento que es una pura delicia, en el que vuelca hondura y sentimiento a partes iguales y a través del cual vemos transfigurarse a dos personajes que gracias al amor pueden encontrarse vivos incluso después de muertos. (CARLOS F. HEREDERO, en J. L. Mankiewicz, Cinema Club Collection, Barcelona, 1990, p. 104.)
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10
20 de abril de 2014
4 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera hora es buena, quizá algo más narrativa de lo que cabría esperar en Angelopoulos. La sombra de Ulises es alargada. Pero a partir de ahí comienza una sobrecogedora elegía escrita sobre el mar. Insuperable. Llegaron Tarkovski y Tonino Guerra. Se fue el ruso y llegó Angelopoulos, que recogió al poeta para proponer un nuevo compás de vida: el pulso de su cine transcurre al ritmo de la tragedia clásica, de Kavafis y Solomós . Pero ya no están, y con su marcha el cine ha quedado irremediablemente huérfano. Sin el griego quién puede ya hacer de la belleza cine, quién es el heredero que puede hacer verso con las partituras de Eleni Karaindrou.

Esta primera parte de una trilogía eternamente y un día inacabada es, sobre todo, un canto al amor, entre la destrucción de una tierra que adora. Es el compromiso de un autor que al fin consigue sobrepasar las fronteras que frenan a sus personajes. Angelopoulos ha vencido al mar.
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8
1 de marzo de 2015
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tanto se ha repetido que Hawks es el cineasta del grupo – The Dawn Patrol (1930), The Road to Glory (1936), Only Angels Have Wings (1939), Air Force (1943), The Thing (1951), Hatari! (1962)- y de la amistad – A Girl in Every Port (1928), Ceiling Zero (1936), Come and Get It (1936), Red River (1948), The Big Sky (1952), Rio Bravo (1959), El Dorado (1966), Río Lobo (1970) -, y siempre limitándose a la viril, para cantarla o denostarla, cuando también la hay entre mujeres, como en Gentlemen Prefer Blondes (1953) , o entre personas de los dos sexos: los cazadores y Michele Girandon en Hatari!, que no es del todo extraño que se haya acusado a este director de ser casi todo, desde misógino a homosexual latente, pasando por “cerdo machista”.

Si nos desentendemos de lo meramente cuantitativo, no se puede justificar que se hable de Donen, Edwards o Nicholas Ray como “cineastas de la pareja” y se omita, en tal sentido, la figura de Hawks, uno de los más lúcidos y menos presuntuosos analistas de las relaciones entre hombres y mujeres que se han dedicado al cine. Los triángulos de Scarface (1932), Tiger Shark (1932), Today We Live (1933), Barbary Coast (1935), His Girl Friday (1940), como las parejas de Twentieth Century (1934), Bringing Up Baby (1938), Only Angels Have Wings , I Was a Male War Bride (1949), Monkey Business (1952), Man’s Favorite Sport? (1964), o las combinaciones o permutaciones de Red Line 7000 (1965), deberían llamar la atención acerca del interés por el sexo demostrado por Hawks durante toda su carrera. Pero, en realidad, bastaría con tener en cuenta una sola de sus películas – para colmo, de las más famosas – para asegurar al autor de Ball of Fire (1941) un lugar destacado entre los estudiosos de la pareja: To Have and Have Not (1944), adaptación libre de la novela homónima de Hemingway y a cargo de Jules Furthman – frecuente colaborador de Stenberg -, William Faulkner y el propio Hawks, célebre sobre todo por tratarse de la primera actuación de Lauren Bacall y porque durante el rodaje Humphrey Bogart se enamoró de ella.

Ignoro hasta qué punto puede considerarse a Hawks responsable de la unión de Bogart y Bacall, pero en todo caso no le pasó desapercibida la atracción, la corriente de complicidad y la asombrosa armonía que se estableció entre sus actores principales, de la que se beneficiaron tanto la película – porque hay gestos, miradas, movimientos sincrónicos que van más allá de la dirección de actores, que dicen más que el guión – y sus espectadores – pues supone un espectáculo único, inalcanzable para el más discreto y penetrante paladín del cinéma-verité – como para sus protagonistas, que salieron de ella casi casados y convertidos en figuras estelares de la mitología del siglo XX.

Sin necesidad de psicoanálisis bergmanianos, sin diálogos explicativos, sin recurrir a la introspección ni apenas a los primeros planos prolongados que permiten al público bucear en sus propios recuerdos y sentimientos para atribuírselos a los rostros que (en la pantalla) se ofrecen a su atención en plano-contraplano, dejando de lado (por superfluos) los arrebatos románticos y las declaraciones de amor enfáticas y redundantes, To Have and Have Not es la más perfecta crónica de un enamoramiento que pueda imaginarse. No se trata de relaciones prefijadas por la lógica – convencional o no – dramática o narrativa, indicadas por el guión y simuladas con más o menos arte, oficio o espontaneidad por unos intérpretes que siguen las instrucciones del director, que procurará luego elegir, entre las tomas disponibles, aquella en que sus ojos parezcan traicionar una mayor emoción, un anhelo más intenso; nos encontramos ante un hombre y una mujer, actor profesional y aspirante a actriz, que se conocen en un estudio de cine, durante un rodaje, y que se sienten irreprimiblemente atraídos; que dejan de actuar, de interpretar a unos personajes a los que les pasan unas determinadas peripecias, o lo hacen por libre, desentendiéndose de las “exigencias del guión”, demasiado entregados a vivir su propia y verdadera historia privada. Lo hacen ante un director lo suficientemente agudo y flexible como para no inmiscuirse en sus asuntos, que se dedica a darles facilidades y a captar sin agobiarles cada una de sus miradas, cada contacto, incluso la vibración que recorre el espacio vacío que hay entre ellos. Por eso, To Have and Have Not demuestra, con la precisión de un documental científico, que el flechazo existe, y muestra, sin tratar de explicar lo inexplicable, cómo se tejen y se anudan – con desconfianza y recelo, sin preocupación y vacilaciones, con avances y retiradas tácticas, con humor y tolerancia, con un esfuerzo espontáneo de mutua adaptación, con curiosidad e incertidumbre, con suspense, bajo la presión de las circunstancias, por encima de los obstáculos propios y ajenos, con y contra el tiempo – las complejas y dinámicas relaciones afectivas, físicas, mentales y éticas que se conocen con el nombre – tan gastado, tan usado en vano – de “amor”.

CONTINÚA EN SPOILER
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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9
1 de marzo de 2015
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
En una conferencia que dio Dreyer en 1955, reproducida en el diario Politiken el 30 de agosto del mismo año (7), el director danés hablaba sobre lo que, a su parecer, debía constituir la base de la renovación artística en el cine. Para Dreyer, esta base se encontraba en la búsqueda de la abstracción formal a través de las imágenes. Dreyer trató progresivamente a lo largo de su obra de rehuir la influencia que sobre la cultura danesa habían tenido las corrientes post-románticas ligadas al naturalismo que habían sido ensalzadas por los escritos del crítico literario Georg Brandes, quien defendía que el arte debía representar la naturaleza para servir de vehículo a la transmisión de mensajes de contenido social. Ciertamente, algunas películas de Dreyer denotan esta asociación con el naturalismo, sobre todo aquellas anteriores a su dueto de obras francesas (La pasión de Juana de Arco y Vampyr), a través de las cuales, como ya se ha dicho, se respiran las influencias de las vanguardias europeas de entreguerras. No obstante, ya a partir de sus primeras obras se puede destilar la voluntad de rehuir la captación de la realidad como una verdad "objetiva" para utilizarla como instrumento de la representación de la subjetividad del artista. El arte debe describir la vida interior, no la exterior, diría Dreyer en el mencionado texto. Esta subjetividad, como veremos, está representada en los pensamientos y sentimientos de los personajes, deducidos a partir de la interpretación de los actores que los representan, así como de otros elementos que contribuyen a la caracterización de la psicología de los mismos.

De entre estos elementos, uno de los más importantes hace alusión a la simplificación de los decorados. Desde muy temprano en su obra, Dreyer fue reduciendo poco a poco la función ilustrativa de los fondos, depurando los elementos que en ellos participaban, hasta el extremo de mantener en escena únicamente aquellos objetos que sirviesen de testimonio de la psicología de los personajes o que contribuyesen al refuerzo de la idea central planteada en el filme. Esta supresión de lo superfluo en favor de lo esencial es lo que configura la tan defendida abstracción que propone Dreyer, un proceso que, según él, permitía abrir las puertas a un arte cinematográfico nuevo en el que el estilo —vehículo, como se ha dicho, de la subjetividad del artista— fuese lo único realmente importante a plasmar. La abstracción, pese a que según el director abra las puertas hacia nuevas e interesantes vías de expresión en el cine, debe partir, al menos en sus procesos iniciales, de la representación de la subjetividad mencionada a través de la realidad objetiva, aunque esta no constituya un fin en sí misma, sino un mecanismo para llegar al alma del artista. Así, y pese a que se intuyese en las palabras de Dreyer la propuesta de un posible futuro para el cine similar a la abstracción pictórica que contribuiría a desarrollar Vasili Kandinski con sus obras y sus escritos, el proceso en el cine debía ser abordado de manera progresiva, para no chocar de frente con los intereses del espectador, al cual había que ayudarle a aprehender poco a poco esta nueva propuesta de entender el arte cinematográfico.
Existen en las primeras obras de Dreyer numerosos ejemplos que van dibujando el camino planteado anteriormente y que desembocarían en la plasmación de estas teorías en sus últimos tres filmes, de manera especial en Gertrud . En relación a la comentada atribución de una función significativa a los objetos, los ejemplos son muy numerosos, pero se pueden destacar algunos que aparecen de manera reiterada a lo largo de toda su trayectoria y que aluden siempre a los mismos temas. Así, el reloj estará a menudo presente en las estancias en las que se mueven los personajes dreyerianos, desde el reloj de arena que abre y cierra la historia de El presidente, hasta la significativa presencia de este objeto en Ordet, pasando por la importancia que se le otorga en otras obras como El amo de la casa (Du skal aere din hustru, 1925), en la que hasta la profesión elegida para el personaje protagonista de Viktor es "casualmente" la de relojero. El reloj desempeña en los filmes dreyerianos una evidente función simbólica sobre el ciclo de la vida y la muerte, y la detención del tiempo corresponde casi siempre con el final de aquella o con el paso por una situación que deja la vida cotidiana "en suspenso" —de ahí el reloj sin agujas de Vampyr, elemento recurrente en la iconografía surrealista que alude a la intemporalidad del mundo del subconsciente—. El tiempo, invención humana que recuerda fatídicamente nuestro irremediable destino, está presente así en muchas obras del realizador y como otros tantos elementos, sufrió también este progresivo proceso de reducción a la mínima expresión. Así, poco a poco se fue haciendo irreverente en las películas de Dreyer informar al espectador sobre el período transcurrido en el desarrollo de los hechos planteados en el argumento, ese fragmento de realidad imaginaria en el que los personajes se mueven, sufren, dialogan o discuten durante no se sabe exactamente cuánto tiempo. Quizás el ejemplo más destacado a este respecto sea de nuevo La Pasión de Juana de Arco, película para la cual Dreyer elaboró, como era habitual en él, una extraordinaria tarea de documentación y redujo los hechos del largo y complejo proceso judicial contra la joven francesa a lo que parecen en el filme unas pocas horas desarrolladas en continuidad y sin pausas. En las películas de Dreyer todo lo que sucede es trascendente y necesario para la historia, nada está situado al azar y no existe el descanso para el espectador, quien debe permanecer atento a todo cuanto acontece ante él en la pantalla. (...)

(Texto de Susanna Farrè, tomado de Miradas de Cine)
atletico
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