Lo más interesante de esta película, en un principio, es que presta atención a un aspecto bastante ignorado del cine: el sonido. El sonido es el gran protagonista de esta película. Así, pues, estamos ante meta-cine. Cine sobre cine. Vemos cómo se crean los efectos de sonido y se manipulan las voces de una película de terror italiana de los años 70, tan truculenta que minará la moral del ingeniero de sonido protagonista.

Aparte de un gran uso del sonido, la película cuenta con un gran estilo narrativo y visual. Las comparaciones con David Lynch son inevitables. En toda la película no aparecen escenarios exteriores más que en cierta escena en la que parece que el protagonista, Gilderoy, rememora su tierra natal y los documentales bucólicos sobre ella en los que participaba. Todo es interior, reclusivo y opresivo, fortaleciendo la sensación del personaje de que está atrapado sin salida en un ambiente malsano.

La película es pura poesía visual. Sin embargo, es una poesía interrumpida. Hay una escalada en la paranoia y el desquicio mental y, cuando menos te lo esperas, llega el final y te quedas con la sensación de que no te ha contado nada. Te quedas insatisfecho. Los problemas del personaje no se resuelven.

Arranque de caballo y frenada de burro. Una verdadera pena. Un malgasto de estilo, recursos e ideas que quizá en otras manos podrían haberse aprovechado más y haber creado una historia realmente memorable, no sólo un ejercicio visual.

A la mitad del visionado estaba tan aburrido, mi mente divagaba tanto y me revolvía tanto en la silla que dejé de verla. Otra película con monstruo sin ningún interés narrativo, cinematográfico o intelectual.

Verla sería perder un precioso tiempo que podrías emplear, por ejemplo, en limpiar la casa, dar un paseo o besarte con tu pareja.