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Críticas de Doctor Zaius
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Críticas 49
Críticas ordenadas por utilidad
7
8 de noviembre de 2009
20 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
La ciencia ficción contemporánea vive un momento de ebullición considerable. Sólo este año se han estrenado varios títulos que ahondan, retuercen y deforman el género por caminos bien diferentes. Pienso en "distric 9" o en "the surrogates", dos películas antagónicas en cuanto a presupuestos, resultados e intenciones, que, sin embargo, comparten algo: la necesidad de poner en escena un otro mundo, parecido al nuestro en un cierta visión pesimista de la condición humana y al mismo tiempo radicalmente distinto en cuanto al marco social y tecnológico.

The box, dentro de este afán reconstructor, levanta un mundo pasado: la norteamérica suburbana de los años setenta, con el coche en la puerta del jardín de casa, los suburbios con sus avenidas de sicomoros y plátanos y las familias supuestamente felices envueltas en una nube de bienestar material, comodidades de toda índole y cierta inocencia acerca del alcance de los descubrimientos científicos.

Sobre este mundo de normalidad acomodada traza con inteligencia Richard Kelly una serie de líneas perturbadoras relacionadas con la deformidad física en los minutos iniciales de la película. Las anomalías físicas y la mutilación de lo orgánico sirven de excusa para avisar al espectador sobre otro tipo de anomalías que van a ir cercando la vida de los protagonistas. Una elección moral de gran calado es el detonante de la historia. Sin embargo es la construcción de la atmósfera opresiva en la que quedan envueltos los protagonistas a raíz de su decisión lo que se revela como el argumento central del filme. Después de esos minutos iniciales en los que se presenta con eficacia la cuestión moral que da nombre a la película, el director da rienda suelta a una complicada -y a ratos artificiosa- combinación de thriller, ciencia ficción y fantasía metafísica en la que un moroso desarrollo argumental funciona eficazmente como motor de una incertidumbre de fondo que se bifurca en varias direcciones. Las referencias veladas a "la invasión de los ladrones de cuerpos" y la trabajada elaboración de su clima turbio, malsano y enfermizo terminan siendo lo mejor de la película. Sin embargo, en la parte en la que empiezan a alflorar las explicaciones y las resoluciones, la cosa se le va de las manos al director, derribando sin prentenderlo gran parte del magnífico edificio cinematográfico que llevaba levantado.

Siendo una película semifallida, no puedo dejar de recomendarla. Contiene muchos momentos de gran potencia visual, casi toda su primera mitad es realmente magnética y, a ratos, va más allá de la ciencia ficción o de cualquier otro género sobre los que se posa sin complejos para bordear el territorio de lo original e inclasificable. El bajón final que experimenta, con pirueta argumental truculenta incluída, deja un mal sabor de boca que realmente no corresponde con el desarrollo conjunto de toda la película.
Doctor Zaius
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1
8 de diciembre de 2009
13 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los indios viven en una reserva. La naturaleza los castiga con una maldición: nunca llevan camisetas, conducen camionetas destartaladas, tienen chozas que son talleres mecánicos y, cielo santo, se convierten en lobos de 4x2 (metros). Ay, que son cuatro, me he confundido al contar. Los hombres blancos (pero de verdad, no este color rosáceo nuestro), visten de Armani o Calvin Klein, conducen Volvos, Mercedes o Porsches, viven en chalets de diseño y, cielo santo, se pirran por la sangre humana. Una chica de pueblo con cara de necesitar urgentemente una barrita de all-bran se enamora de un chupasangres-vegetariano. Él la quiere tanto que la deja por su bien, no vaya a ser que le coja gusto al mercedes, a la casa de diseño y, cielo santo, al sabor de la sangre humana. Ella, para consolarse se acerca al club de los-sin-camiseta, y hace un amiguito que, cielo santo, se enamora de ella. Durante toda la película se ven confrontados el modo de vida indio con el modo de vida blanco. Los blancos chupan la sangre. Los indios protegen el territorio de su presencia. Aparece un negro y los indios-lobos se lo comen en un claro guiño al espectador contra los esclavos que se pliegan al hombre blanco. Los lobos quieren participar en el campeonato mundial de saltos acrobáticos desde el acantilado. Después de dos horas en los que la película nos interroga acerca de las disputas sobre la posesión de los medios de producción en la norteamérica colonial, de pronto aparecen unos italianos que encarnan a la nobleza blanca. La relación dialéctica entre nobleza y burguesía se resuelve con un pacto entre ellos y otro con el proletariado indígena. Mientras tanto la protagonista desecha la camioneta y elige el Volvo y dice, quiero ser uno de los vuestros. Vale, dice él, dame un tiempo para pensármelo. Los indígenas se retiran al bosque y los blancos se lo llevan todo. El lobo se retira con "el capital" entre las piernas, augurando una tercera parte en la que, con toda probabilidad, habrá una revolución.

La película está narrada con el mismo brío que los documentales sobre la vida del papa Juan Pablo II, y su argumento presenta el mismo interés que conocer el final de un anuncio de móviles. El protagonista principal transmite las mismas emociones que un lápiz Staedtler del IV cuando uno lo mete en el afilalápices y le vueltas en el sentido de las agujas del reloj. Se salva la actriz que hace de su hermana, que con su interpretación de una Audrey Hepburn pasada de coca, al menos arranca alguna sonrisa de simpatía. Lo de los indios sin camiseta en plan Cristiano Ronaldo acaba siendo un cachondeo: llueva, nieve, hiele, haga frío, calor o caigan meteoritos, ellos en plan surfistas hawaiianos. Ay que risas cuando los vampiros brillan a la luz del sol.

Una pregunta: si de toda la vida vampiro=sangre+sexo, ¿qué puñetas es este rollo en el que no hay sangre, no hay sexo y sólo falta que los protagonistas se cojan de las manos para cantar aquello de "juntos como hermanooos"?
Doctor Zaius
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5
23 de mayo de 2010
16 de 22 usuarios han encontrado esta crítica útil
Recuerdo de mi infancia las películas de Burt Lancaster en mallas dando botes por las almenas de un castillo o tirándose a lo acróbata de un mástil a otro de un velero bergantín. Recuerdo a sus acompañantes y perseguidores haciendo piruetas y volatines, poniéndote los pelos de punta con cada escena, saltando y cayendo y levantándose mil veces de una forma tan increíblemente real y caricaturesca al mismo tiempo que, a veces, dudo de que relamente tales películas hubieran existido y yo haya tenido el placer de verlas. Los castillos, además, tenían una presencia imponentemente real: no dudabas de que existían de verdad o de que habían sido construídos por personas reales en algún momento de la historia. Los protagonistas de esas películas tenían líneas de diálogo memorables: no aspiraban a revelarnos la verdad de la existencia de forma discursiva, pero las frases que intercambiaban entre ellos revelan una inteligencia secreta que se manifestaba mediante erupciones de frivolidad. Las relaciones entre esos personajes eran, además extrañamente irreales: sólo se decían chorradas, pero transmitían hondura y profundidad verdaderas. Había malos que uno acababa admirando por su inteligencia o por su capacidad para encarnar una maldad simpática, más traviesa que terrible, más cómica que terrorífica. La argamasa de todos éstos componentes solía ser un director con oficio, capaz de juntar todos estos materiales en apariencia incompatibles y crear con ellos una historia emocionante, magnética y absorbente, en la cual uno sabía lo que iba a pasar desde el minuto uno, pero aún así era capaz de olvidarse de que lo sabía para entregarse al disfrute inigualable de ser absorbido por una historia. Una de verdad, con aventuras, aprendizaje sentimental, evolución de los personajes, tramas paralelas interesantes, personajes secundarios inolvidables y líneas de diálogo asombrosas. También había efectos especiales de cartón piedra que uno pasaba por alto sin problemas, sabedor de que eso no era lo esencial ni de lejos.

Prince of Persia es exactamente lo contrario de todo lo anterior. Eso sí, los efectos especiales son de primera. Aunque la suma de Mike Newell + Jerry Bruckheimer + Disney, ¿podría dar lugar a otra cosa que no fuera un producto correcto, banal, prescindible y olvidable a los cinco minutos de su visionado? Pregunta retórica, claro.
Doctor Zaius
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8
15 de abril de 2015
13 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uno de los tópicos favoritos de la industria del espectáculo es el manido “Hollywood: la fábrica de sueños”. Esta película de David Cronemberg arranca con esa alusión a la maquinaria cinematográfica norteamericana de forma sencilla: un primer plano de una joven que va en un autobús, aparentemente dormitando, nos hace incapaces de distinguir si todo lo que vamos a ver a continuación es una inmersión en su soñar o una narración que corresponde a su realidad diegética. Después de unos segundos sosteniendo un primer plano de su rostro dormido, una elipsis nos lleva de la mano de la propia chica a descender del bus. Comienza la película y carecemos de certezas acerca del estatus de la protagonista o de su trayecto: ¿está soñando todo lo que empieza a ocurrir o está inmersa en algo que se parece a la ciudad de los Ángeles en 2015?

Me gusta el cine de Cronemberg por cosas como ésta. En apenas un primer minuto de película, de forma sencilla, sin trucos ni discursos, sin trampas ni retorcimientos, ya ha introducido con eficacia un elemento de incomodidad en su propia historia: no sabemos si lo que vamos a ver va a seguir la lógica de las narraciones realistas (isomorfas a nuestra realidad) o si el director va a permitirse entrelazar en ella todas las líneas de fuga (abolición de las leyes físicas y emergencia aleatoria de lo imaginario-inconsciente principalmente) que caracterizan el soñar. Estos mecanismos que vuelven inestable la misma materia de la narración son parte fundamental de su discurso cinematográfico. Y ambos juegan al mismo tiempo en dos sentidos aparentemente opuestos: estructurando, por una parte, una pesadilla al ajustarla al armazón de un relato “clásico”, y, por otra, saboteando una narración “normal” con escenas escapadas de los peores sueños. Ambas líneas de fuerza tensan el film tirando en sentidos opuestos, configurando así una película que aparenta reposo cuando en realidad está en un equilibrio precario que se desmorona alternativamente entre las consecuencias de la pesadilla dramatizada -la tragedia- y el drama torpedeado desde dentro -la aparición de los delirios-.

La estructura de la película se ajusta a un esquema clásico emparentado con las tragedias griegas nucleadas en torno a la familia y a la idea fantasmática de su unidad. Se nos presenta, pues, una familia que reúne todas las apariencias contemporáneas del éxito pero que en realidad oculta toda clase de disfunciones y traumas en su seno. En paralelo a ésta, la película toma como foco a una actriz ya mayor para los cánones hollywoodienses que trata de ser fiel a su propia imagen de mujer eternamente joven y deseable. Las vidas de todos ellos se cruzan sin mezclarse realmente: comparten espacios y limusina, gurú de autoayuda y recepciones y fiestas, botiquines de medicamentos y paranoias, clínicas de desintoxicación y agente cinematográfico. De alguna forma son sonámbulos que caminan en medio de la bruma de su sueño de éxito, se hablan sin decirse nada, simulan tener vidas ahormadas al canon que se proyecta en sus películas cuando realmente en ellas sólo son destacables las marcas de un fracaso personal superlativo.

No es casual esta elección de elementos centrales. La familia canónica occidental -blanca, heterosexual, con niños, chalet y piscina- y la mujer como objeto de deseo reificado son, quizás, los dos destilados ideológicos más notables salidos de la industria del espectáculo durante el siglo XX. Ambos han cimentado estereotipos hechos de hormigón armado y, a partir de sus imágenes en movimiento, se han levantado miles de narraciones capaces de crear, difundir y mantener una idea de normalidad cuya solidez reposa en su carácter imaginario y cuya presencia avasalladora ha moldeado sueños y proyectos vitales instalada despóticamente en el imaginario colectivo. No sorprende, pues, que el director elija estos objetivos, que dispare contra ellos con todo lo que tiene por la vía de mostrar el reverso siniestro sobre el que se levantan y las estructuras putrefactas que los mantienen en pie.

Para llevar a cabo el dinamitado, la cámara de Cronemberg se cuela en la intimidad de los protagonistas como un invitado no deseado. Escudriña habitaciones y automóviles, se instala en salones y caravanas de rodaje para mostrarnos las miserias que, más que salpicar las paredes de este supuesto paraíso constituyen su armazón. Ese Hollywood de puertas para adentro que ya hemos visto en muchas películas anteriores -situación que el director parece dar por supuesto- y que constituye el mismo centro de otro pequeño infierno en la tierra. Es ese no-relacionarse entre los personajes, ese no-estar realmente en ningún lugar y la sensación que se desprende de todo ello configura el núcleo de la película, enroscado en la familia a la que regresa la chica del autobús por motivos que se van desvelando a medida que avanza el metraje.

Cabe destacar singularmente, en medio de esa caracterización de los personajes que se hace a partir de los escenarios por los que transitan, los momentos que se desarrollan en las piscinas de las casas. El símbolo por excelencia del éxito, la materialización líquida del haber cubierto todas las casillas en ese juego de la oca del triunfo profesional, es aquí el portal que comunica directamente con el mundo de las pesadillas. Una conexión brutal que nos hace preguntarnos, una vez más por el estatus de los protagonistas y de la narración, y que sirve para interrogarnos acerca de la fragilidad estructural -en términos de verosimilitud- de todo relato.

(sigue en "spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Doctor Zaius
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9
9 de febrero de 2015
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Escribía Marx en el Capital un párrafo que se ha hecho especialmente célebre: "todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profano, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones mutuas". En él describe los efectos corrosivos del capitalismo sobre las relaciones sociales y su capacidad para eliminar sin contemplaciones cualquier obstáculo a su mecanismo de expansión y retroalimentación permanente.

Leviatán es, conscientemente, supongo, una especie de parábola que describe las consecuencias de este proceso en la Rusia contemporánea, poniendo en pie una historia en la que se cruzan el drama particular del propietario de una casa ubicada en un paraje idílico a punto de ser expropiada y la tragedia colectiva de una sociedad abandonada a la ley del más fuerte y a los designios de una maquinaria de estado corrupta hasta el tuétano.

La acción tiene lugar en alguna ciudad del norte ruso, situada a miles de kilómetros -suponemos- de la capital, de esa metrópoli capaz de irradiar civilización por la vía del derecho y de mantener ésta en pie gracias al monopolio de la violencia que ejerce el estado. Con todo, a medida que nos alejamos de estos poderosos centros de producción de legitimidad, las cosas se vuelven más difusas: la frontera entre lo legal y lo ilegal se emborronan y la maquinaria del estado, corroída en su interior debido a la presencia de auténticas mafias de funcionarios corruptos, se convierte en una apisonadora al servicio de intereses personales. Es fácil identificar al Leviatán del título con la dicha maquinaria: dos de los protagonistas de la película sufren en sus carnes las consecuencias del enfrentamiento con ella. En la biblia cristiana Leviathan es la encarnación del mal: un monstruo que vive en las profundidades de los océanos y que está emparentado con la serpiente que sedujo a Adán y Eva conduciéndolos a su expulsión del paraíso. Este mal absoluto es identificado en la película con la trama formada por la "gente honorable" del pueblo: el alcalde, los funcionarios de la administración y de la justicia, los policías y el pope ortodoxo.

Y es esta red de delincuente legales que conforman eso que solía denominarse "las fuerzas vivas" la que da forma al Leviatán del título. El Mal absoluto se sustancia en una constelación de males particulares que actúan movidos exclusivamente por la codicia. No es tanto una cuestión de debilidades de carácter como un problema estructural en el que cada individuo es una pieza con poco margen de maniobra. La película no es moralista -por lo menos durante la mayor parte del metraje-, no carga tanto el acento en las mezquindades individuales -aunque tampoco pasa de largo ante ellas- como en la configuración de la sociedad en la que viven los protagonistas. Y es, al apelar al condicionante colectivo de las existencias individuales, una película de marcado carácter político, que pone sobre la pantalla la incapacidad de la política, de la propia democracia y del estado de derecho diría yo, para sobrevivir en un entorno en el cual lo único que cuenta es el afán de lucro descarnado y el uso de la violencia para que sus engranajes funcionen con soltura. En este sentido, este pueblo en el límite entre lo civilizado y lo bárbaro parece funcionar como metonimia de toda la sociedad rusa al exponer una serie de conflictos que trascienden lo que serían las problemáticas propias de una villa pequeña.

Visualmente la película apabulla con su fotografía de ese norte descarnado y semidesértico, con las panorámicas de las carreteras interminables, con los planos de ese mar que bate con violencia sus playas y acantilados. Si lo bello es la combinación de lo hermoso y lo terrible, podríamos decir que los paisajes en las que se desarrollan las distintas escenas son de una belleza indiscutible. En ocasiones, incluso, rozando el delirio, como en esos planos en los que un esqueleto de una ballena varada en una de las playas ilustra con la efectividad de lo violento la decadencia de lo que, intuimos, fue una antaño vibrante ciudad pesquera ahora sin actividad.

Para estructurar la parábola Zvyagintsev construye varios escenarios con sus propias reglas, con su lógica interna definida con exactitud: el interior de la casa del protagonista, en la que los conceptos de lo doméstico y de lo familiar se amalgaman con una claustrofobia de baja intensidad y una tenue sensación de cierre; los paisajes abiertos que parecen no terminar nunca y que remiten a una insignificancia de lo humano frente a la naturaleza; la línea de costa, con ese mar amenazante y permanentemente en tensión del que parece a punto de surgir algún tipo de bestia; las oficinas de la administración, con ese regusto al Kafka del Proceso, con ese rumor hobbesiano que recorre toda la película y que en esos lugares resuena de forma especialmente intensa; las dependencias del pope ortodoxo, en las que lo terrenal y lo divino se condensan bajo la forma del lujo. Cada paisaje, natural o humano, determina un tipo de escena y parece arrinconar a sus personajes, obligándolos a desarrollar una conducta concreta. Cada individualidad, más que movida por la fuerza de sus deseos, parece condenada a ser empujada por el peso de la estructura social y de la historia colectiva modelada, entre otras cosas, por un paisaje que parece aplastarlo todo.

(sigue en "spoiler")
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Doctor Zaius
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