El clásico e inconfundible espíritu optimista de Capra, tantas veces copiado, alcanza con qué bello es vivir su punto culminante.
Qué bello es vivir es con todo merecimiento uno de los grandes clásicos del cine, y una de esas películas que posee la impagable capacidad de llenarnos de optimismo y alegría cuando la vemos. Recomiendo esta película a todo el mundo y especialmente a alguien que se encuentre un poco triste, porque considero que Qué bello es vivir es la mejor cura contra la melancolia.

Una de las películas más divertidas del maestro Hawks, única por la sensación alegría y amistad que desprende. Las escenas de caza en las llanuras de Tanganika, de caracter casí documental, son inolvodables así como la música de Henry Mancini.
Hatari! pertenece, como El hombre tranquilo o La taberna del irlandes, a ese genero particular e impagable de películas que nos animan y llenan de optimismo cuando las vemos, y también, como Capitanes intrepidos, al de aquellas películas que nos encantaban de pequeños y lo siguen haciendo con el paso del tiempo.

Tras 20 años Ford consiguió por fin llevar a la pantalla esta historia de Maurice Walsh.
Se trata de un retrato costumbrista, lleno de cariño, humor y romanticismo, de un lugar y una sociedad muy cercanos a Ford. Desde el primer instante de la película nos damos cuenta que Innisfree es, como el Macondo de García Márquez, uno de esos lugares maravillosos e inolvidables, donde las cosas suceden de un modo distinto a la realidad. Aquí nos encontramos con un elenco inolvidable de personajes, desde los principales; Sean Thorton y Mary Kate (Wayne y O´Hara) pasando por el entrañable Michaeleen (Fitzgerald) hasta los más secundarios, como el distraido jefe de la estanción de tren o el anciano aficionado a las peleas ( y vaya pelea!).
La fotografía en color de Hoch y Scout y la música, tanto la composición de Victor Young como las canciones populares, contribuyen de manera impagable a la sensación de cercanía y felicidad que desprende la película.
En definitiva el hombre tranquilo es una de esas películas que pertenece al mejor de todos los géneros; al de las películas que nos animan, que no nos cansamos de ver y que guardamos en el fondo de nuestro corazón.

La mejor película sobre el mundo del deporte, y sobre los sentimientos y sensaciones de los que lo practican.
Carros de fuego ofrece el intenso relato de las vidas de sus dos protagonistas, Lidell y Abrahams, unos atletas tan distintos en los medios como iguales en el fin. Pero ofrece también una recreación excepcional de la época y los lugares en los que transcurre la película (inolvidables las escenas en el colegio de Cambridge y, por supuesto, las de los Juegos Olímpicos de París 1924, con ceremonia de inauguración incluida).
Y por encima de todo, la escena con la que empieza y termina la película, que aparentemente no influye en el desarrollo de la historia, pero que resulta imprescindible, de hecho esa escena es la película. Y es que cuando vemos a ese grupo de atletas corriendo por la playa acompañados por la maravillosa, y archiconocida, música de Vangelis, estamos asistiendo a uno de los momentos más bonitos que ha dado el cine.

Aunque el tema de la película promete mucho el resultado final vale más bien poco.
El personaje de Nicolas Cage (en un papel para su lucimiento y en ocasiones exagerado) podía y debía haber sido tratado con mayor profundidad psicológica, así como haber prescindido de algunos tópicos dramaticos en la relación entre el alcoholico y la prostituta (bien interpretada por Elisabeth Shue).
Quienes crean estar ante una gran película y una gran interpretación de un alcohólico les recomiendo que vean Dias sin huella de Billy Wilder.