Sintiéndolo mucho por los fans de Brad Bird, “El gigante de hierro” no es ninguna maravilla, su visión sobre la Guerra Fría es más simple que el mecanismo de un lapicero, y se acerca en demasiadas ocasiones a lo plenamente infantil sin mayores pretensiones.

Y en ese sentido es buena, pero ahí radica el problema, en que llevamos unos años que los adultos ven también cine infantil y suelen ensalzar algunas cintas cuando dicho producto está esencialmente destinado a los niños. Pensar que todos las películas están dirigidas a todas las edades es un error. No es así. Hay películas de mayores y otras de pequeños, igual que está la Secundaria y la Universidad, y los contenidos de los libros de estudio no son los mismos. Claro que ahora que todo el mundo disfruta con todo y donde algunos piensan que “Los Simpson” es la mejor serie de TV es normal que ocurran estas cosas. No cabe duda que si algunos disfrutan de “El gigante de hierro” y piensan que es para todas las edades es porque ellos no disfrutan con el pensamiento de Hegel, que no es un jugador del Bayern de Munich.

Además no respeta el sabor auténtico del cuento de Ted Hughes y lo transforma en un personaje más cercano al cómic y al género de los superhéroes, con incursiones a “La guerra de los mundos”, que era precisamente lo que no quería evitar el escritor.

Si esta película hubiera sido con personajes reales, no cabe duda que la nota no estaría tan inflada, pero ya se sabe que los dibujos siempre tienen un plus añadido cuando alguien va a votar. A mí también me pasa.

Como película infantil exclusiva para niños buena, como película para ver con los niños pasable, y para verla sólo adultos muy regular.

La pregunta que se hace uno es donde estarán los superagentes de seguridad aérea tipo Wesley Snipes cuando los de Al-Qaeda se bajan los aviones de los yankees.

De todas formas ya veréis como al final el tipo este acaba nominado al Oscar en plan Eddie Murphy dentro de unos años por un papel secundario en algún dramón de esos que gustan tantos a los americanos

Película de ¿usar? y tirar (si puede ser antes de lo primero mejor).

Si es que hasta por ser fea lo es la protagonista. Lo mejor como siempre, el empleo que da a tanta gente de por allí.

Vamos con uno de esos inventos y creaciones puramente anglosajonas que el siglo XX nos regaló: George Orwell.

Hablar de traidor o farsante no sería del todo justo, ya que no dejó de ser un mero instrumento de los servicios secretos ingleses y norteamericanos al que encumbraron y utilizaron a su conveniencia. Orwell -en realidad se llamaba Eric Blair- es uno de esos tipos que cientos de miles de personas de muchas partes del mundo siguen sin tener mínimamente idea de quien fue en realidad.

Toda su vida es una mera fabulación, y mucho más su éxito literario ya en edad madura con ese libro para niños que es “Rebelión en la granja”, al que convirtieron ciertos poderes políticos en “clásico” de la noche a la mañana.

El caso es que Orwell nunca fue un progresista contrario al stalinismo. Orwell lo que era es un nacionalista inglés convencido, que no dudó por ejemplo de viajar a la India para convencer a los movimientos izquierdistas e independentistas que debían defender al Imperio Británico lo primero y que luego ya se vería. Vamos, puro anarquismo.

Otro de sus muchos trabajos consistió en el de delator. Llevaba una agenda consigo en la que anotaba cualquier cosa que le pareciese peligrosa para el “establishment”. Denunció a tanta gente como pudo del mundo de la cultura, entre ellos Chaplin, algunos de ellos entraban en su lista por ser negros, homosexuales o judíos.

Por supuesto a la hora de dejar este mundo se hizo anglicano, faltaría más. Cuando uno va a morir ya no hacen falta muchas más mascaradas.

Quizás uno de los tres escritores más sobrevalorados del siglo pasado. Vosotros veréis, pero yo no me fiaría de un hombre que detestaba la cocina francesa, y en cambio amaba la inglesa.

Es verdad, que se me olvidaba, la película... bueno como todo el cine de Michael Radford, bastante aburrido y sin alma. Eso sí, sale un Richard Burton que vale por sí sólo ver la película.

El mayor mérito de “La historia interminable” es que no parece alemana. Se trata de una de las películas europeas hasta ese momento que más factura hollywodiense tuvo. No me extraña por tanto que Wolfgang Petersen cogiera las maletas y cruzara el charco; se había ganado de sobra su nuevo destino.

Algunos pensaran que eso no debería ser un mérito. Pero no tienen razón, sobre todo si la película es tan infantil. No participo ni mucho menos de polémicas libro versus película. Entre otras cosas porque ambas me parecen muy normalitas. Claro que hay cambios, pero son esencialmente de tipo narrativo, no de esencia, y eso es lo único que me interesa.

Para empezar quería tocar el tema de la “Nada” como contraposición a “Fantasía”. Que me disculpe el señor Ende, pero yo no lo entiendo. Mi formación griega hace que recuerde a Parménides negando la imposibilidad de la nada. Incluso para que no sea tan lejano el bueno de Hegel decía que el ser y la nada eran lo mismo. En resumidas cuentas, ¿si se deja de fantasear es lo mismo que si se deja de pensar? Me temo que no. Hay que usar mejor los conceptos dualistas si se quiere uno dirigir a los niños.

Me preocupa toda la iconografía salida a mitad caballo de Stars Wars, las sagas nórdicas con elementos paganos y el esoterismo oriental burdo como las esfinges. Un mundo mágico en contraposición de lo racional. Muy romántico pero poco científico y menos aún educativo. Por no hablar de lo de un héroe elegido para salvar al mundo. ¿Cuántas veces lo hemos visto? Lo novedoso hubiese sido el trabajo en equipo, la importancia de la comunidad o la estrategia común o el aprendizaje de la derrota.

Lo de las dobles, triples, cuádruples lecturas... no se que harían ustedes entonces leyendo a Kant, sinceramente se volverían locos. “La historia interminable” es un cuento infantil, tanto el libro como la película. Infantil, que claro. Que estemos en una sociedad infantilizada, no debemos caer en la trampa de convertir como hacemos todos los días a obras para menores de 14 años en productos de culto que intentamos meter a señores con barba que leen “El Capital”. Les mandará hacer gárgaras.

Aunque hoy en día cada vez es más difícil encontrar a alguien que reconozca que es practicante, el negocio en torno a la religión sigue prosperando. Basta que salga una novela o una película que aborde la religión para que sea un superventas. No creo que haya existido ninguna figura histórica que haya dado más y más de qué hablar que Jesús de Nazaret.

Ese es el gran reclamo de los creadores de este musical Tim Rice y Andrew Lloyd Webber, y del director de la película Norman Jewison. En su momento el 80% de las personas que iban a ver la película lo hacían por la temática, no porque fuera un musical. Y es que esta ópera-rock de corte hippie es bastante blanda, desde el punto de vista musical convincente aunque tan sólo meritoria en algunos momentos puntuales, y del resto de apartados –es una película, no lo olvidemos- muy insuficiente.

Una de las peores fotografías de los setenta, un diseño artístico hortera y pobretón, y una moda psicodélica en los planos que el tiempo ha hecho trizas.

El argumento también se las trae. Ni sirve para acercarse a las Escrituras, ni tampoco ofrece meditaciones teológicas de interés, ofrece en cambio algunos pasajes más cuidados como la expulsión de los mercaderes del templo, la oración en el huerto y la negación de los apóstoles, que sí merecen la pena.

No entraría por mucho ni entre mis 20 musicales favoritos de la historia del cine.

Nota: 5,8.