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Críticas de antonio1004
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Críticas 103
Críticas ordenadas por utilidad
5
3 de diciembre de 2011
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película mexicana de terror Alucarda, la hija de las tinieblas (Juan López Moctezuma, 1976) es el centro sobre el que gravita Alucardos (Ulises Guzmán, 2011), un documental complemente lisérgico pero de andar por casa, para entendernos, que no habla sobre la obra de su director ni de la película, que también, sino que en su mayor parte cuenta la vida de los dos mayores fans de Alucarda a través de su fascinación y pasión sobre la película y la figura de Moctezuma, que fuera un conocido presentador de televisión y radio en México antes de producir El Topo (Alejandro Jodorowsky, 1970), cuando se dejó llevar por el cine de terror hasta su fin víctima del Alzheimer.

Como si de un celebrities chanante se tratara, los protagonistas absolutos son Lalo y Manolo, dos peculiares personajes (uno es un dentista hemafrodita que fue presidente del club de fans de Parchis, el otro un joven que vivía en un coche abandonado porque su madre fue asesinada por su padrastro) a los que les une su “amistad” y su obsesión por Alucarda, llegando, según cuentan, a secuestrar al propio Moctezuma del centro hospitalario en que el estaba ingresado, y con el que vuelven a ver -e incluso recrear- Alucarda. Por medio de unas descuidadas recreaciones, se ficcionan a través de sus palabras la vida de los propios Lalo y Manolo desde su infancia hasta la actualidad, creando una especie de ficción sobre la realidad, alucardando su propia vida y el documental, incluyendo extractos de Alucarda por medio de un montaje que busca la desconexión argumental y temporal de la realidad contada y que simplemente pretende mostrar la fascinación sobre la película que sus dos protagonistas sienten.

Aunque lo haga a su manera y con poco cuidado por la técnica, el resultado final es una “alucardada” en toda regla de la que seguro estaría orgulloso el propio Moctezuma.

"Me quiero llamar Constantino Romero"
antonio1004
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5
13 de mayo de 2012
4 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uno de los mayores aciertos del guión de 'Infiltrados en clase' (co-escrito por el propio Jonah Hill, protagonista del film) es el de alejarse de la serie de los ochenta en la que basa la película (21 'Jump Street', aquí llamada 'Jóvenes Policías'), absorbiendo tan solo el esqueleto del material original para lograr así funcionar con una generación youtube totalmente distinta a la que vio la serie en su día, pero sobre todo para integrarse decididamente en la llamada Nueva Comedia Americana, buscando claves como la inmadurez y el eterno regreso a la infancia (en este caso adolescencia) de sus protagonistas, que, incapaces de encontrar su sitio en el mundo adulto, son obligados a volver como policías de incógnito al instituto. Y lo que aparentemente supone la misión de resolver un caso de tráfico de drogas, en el fondo les lleva a poder solucionar sus amplias insatisfacciones vitales.

Sus protagonistas fueron los estereotipos de un cine de institutos que ya no existe: el guaperas sin cerebro y el cerebrito marginado que tantas veces hemos visto en la pequeña y gran pantalla. Pasados los años, ambos coinciden en las pruebas de acceso a la policía. Tan distintos, pero ya tan iguales ante la adversidad, olvidan sus rencillas y descubren que se necesitan el uno al otro para suplir sus carencias y poder superar las pruebas físicas e intelectuales. Antaño enemigos acérrimos, unen sus fuerzas para salir adelante en el mundo que les rodea, pero no es suficiente, siguen siendo los polimorfos perversos de un cine de institutos al que están condenados a volver para corregir los errores del pasado. No están preparados para un mundo real mucho más complejo y peligroso que el de los pasillos de un instituto en el que olvidaron algo más que la mochila.

Entendiendo el instituto como base del crecimiento individual, del mismo modo también actúa como principal foco de complejos y desórdenes que continuarán en la edad adulta. Al encontrarse en su regreso los dos protagonistas fuera de lugar (el instituto ya no es lugar inhóspito que era antes, la multitud de tribus urbanas ha crecido en armonía, es más complicado establecer una clara tipología como otrora) descubrirán lo ridículos que fueron en su día, tratando de encajar donde entonces no pudieron y enfrentándose a sus mayores miedos: ya sea juntarse con los nerds a los que antes rechazaba o besar a la chica que nunca pudo invitar al baile de graduación. Unos miedos que al verse superados les harán por fin completar una educación obligatoria carente de estímulos y autoestima, consiguiendo tras ello ser capaces de resolver hasta el más difícil de los casos, incluido su futuro laboral.

(sigue en spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
antonio1004
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7
3 de diciembre de 2011
4 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si hay algo por lo que sabemos que Red State es de su inconfundible autor, es por su gusto por los (buenos) diálogos, en los que aún queda mucho de su ironía y sarcasmo. Pero ahí acaba todo paralelismo con su obra anterior, su realización y montaje son dignos de todo un maestro del género.

Afortunadamente, el artefacto ideológico que construye Kevin Smith supera todo tipo de debates sobre la carrera de su director, el estilo visual del film y los hechos en los que se inspira, Red State tiene entidad propia. Smith enfrenta al bien y el mal en su más pura esencia, nos muestra la hipocresía de la sociedad americana escondiendo sus propios monstruos, esos que ha cultivado a través del fanatismo, el miedo y del terror, hasta que estos, ansiosos por la llegada del día del juicio final, se acaban tomando la justicia por su cuenta en busca de un equivocado bien sanador, como si el de las autoridades civiles y políticas que nos gobiernan tampoco lo estuvieran.

El magnífico, por abrupto y coeniano, clímax final recuerda a la última secuencia de Un tipo serio (Joel y Ethan Coen, 2009) en la que Kafka como dios mundano hacía presencia para dotar de algo de sentido a tanto sinsentido. Tan duro (por esclarecedor) como divertidísimo resulta el epílogo, digno de los más inspirados momentos de Quemar después de leer (Joel y Ethan Coen, 2008) y que confirma a Red State como una obra lucidísima, digna de un autor capaz de reinventarse matando de un tiro a sus propios demonios.
antonio1004
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6
10 de agosto de 2012
3 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
La primera película tras las cámaras de Seth MacFarlane (culpable, entre otras series de animación, de Padre de Familia) supone un doble riesgo, también para el espectador más escéptico, al ser igualmente su primera incursión en el cine de imagen real mezclado con animación 3D, un reto que supera con creces, desvelándonos el corazón que hay detrás de uno de los cómicos y guionistas más provocadores de la televisión actual, al que probablemente tan solo los creadores de South Park (Trey Parker y Matt Stone) superan en iconoclastia. Sorpresivamente, la mayor virtud de Ted no la encontramos en la irreverencia de su pequeño protagonista, sus juergas desatadas, secuencias pasadas de madre o sus inevitables diálogos subidos de tono entre litros de alcohol y porros, con los que sin duda se (re)encontrará con su público televisivo, sino en el regreso a la (perpetua) infancia en la que vive su protagonista, todo un eterno inmaduro incapaz de comportarse como un adulto, tanto, que su mejor amigo no es otro ni más ni menos que su oso de peluche.

Como si de un reverso del James Stewart de 'El Invisible Harvey' (Henry Koster, 1950) se tratara, el personaje interpretado por Mark Wahlberg (al que Shyamalan despertó una indudable vena humorística en 'El Incidente', ya latente en 'Boogie Nights' y que terminara de explotar en 'Los Otros Dos', todas ellas más que reivindicables) no imagina a su peludo acompañante, en aquellla un conejo, sino que su existencia se origina tras pedir un deseo siendo un niño. Y MacFarlane, en un prólogo capaz de contener el espíritu del mejor Spielberg pero con la capacidad de revisitarlo con ironía, nos hace creer que el mundo entero asume que su oso de peluche cobrara vida. Una matización, necesaria o no, que si en aquella película el no hacerla centraba todo el peso dramático, aquí se asume con un encanto que, al igual que la particular existencia de Brian, el perro de la familia Griffin, forma parte de su estilo.

El conflictivo triángulo al que da lugar la presencia del oso en medio de la relación de pareja es probablemente lo más tópico y recurrente de la función, pero sirve para hacer zozobrar la inocencia de su irresponsable protagonista, que recurre a la nostalgia, los tebeos de Tintín y los revisionados de su película favorita de la infancia como reflejo del niño que dejó de crecer el día que su oso cobró vida. Una negación a la madurez que queda impresa en la hedonística secuencia de la fiesta (que nos recuerda en su pulsión a la de los efectos secundarios de la droga psicotrópica de la reciente Infiltrados en clase, con la que comparte más que trasfondo), una celebración de la que el protagonista no quiere salir nunca, pero que pone en peligro su relación y su hasta entonces tranquila vida, llegando hasta el punto de encontrarse solo por negarse a ser un adulto. El componente fantástico entra en escena con una persecución y rescate que descubren la parte más tierna y emotiva de un humorista que para serlo, sabe que cada risa encierra detrás una furtiva lágrima. Un abrir y cerrar de ojos que romperá el corazón a más de uno, pero con el que descubrimos que quizás para vivir estos oscuros tiempos no puede ser bueno negar nuestra parte más infantil y pura, por mucho que nos obliguen a madurar aunque no estemos preparados, ni siquiera cuando lo estamos. Por ello, MacFarlane se siente cómplice de las travesuras del pequeño Ted, y con su mágico final nos da la oportunidad de disfrutar nuestra nostalgia de nuevo. Porque es nuestra pero no debe ser nosotros, tan solo debemos reconocerla y aprender a vivir con ella, como buenos hijos tróspidos que en el fondo somos.

www.revistamagnolia.es
antonio1004
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Guest
Documental
España2010
7,2
572
Documental
7
12 de mayo de 2012
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
“No hay diferencia entre el documental y la ficción. No la hay. Una buena ficción siempre contiene algo de documental, y un buen documental algo de ficción.” Chantal Akerman.

Estas palabras, recogidas a la propia cineasta belga durante el film, desvelan la razón de ser una obra que nace de la aparente y espontánea anécdota (la grabación de los viajes a los distintos festivales a los que es invitado su autor) para llegar a cotas inesperadamente profundas, tanto en la emoción que transmiten las diversas historias personales con las que se cruza, como especialmente a través de la mirada que Guerín arroja sobre estas y sobre su propio tránsito por diversos rincones del mundo tan distintos (o no) entre sí.

La cámara de Guerín busca y encuentra; hace del oficio de documentalista el del mayor de los cineastas de ficción. Todo está tan calculado, medido y montado que parece real, quizás porque lo fue, emprendiendo una reflexiva búsqueda de sentido a toda la belleza y la honestidad de lo que está (vi)viendo. A modo de diario de bitácora, Guerín registra sus distintas estancias en hoteles y festivales de cine de todo el mundo, pero sin darles más importancia de la que tienen, saliendo a la calle en busca de películas que contar, de imágenes que grabar y de gente con la que hablar. Cámara en mano, se nutre de las experiencias vividas durante un año para formar un mosaico en blanco y negro de un invitado a la fiesta que son el cine y la vida.

Como buena muestra y origen del estilo elegido, su encuentro con Jonas Mekas no parece precisamente casual. Con él ha mantenido correspondencia fílmica, y en él encuentra un iniciador y referente del llamado diario fílmico. Por ello mismo, que la cámara de video del propio Mekas grabe a la de Guerín no es solo un gesto cómplice al espectador y a sus respectivas obras, pues aunque ver a una cámara siendo grabada por otra pueda parecer un acto aparentemente fútil, nos señala que el cineasta es el que cambia cuando graba la realidad, es él quien está siendo grabado y reflejado al ofrecer su propia perspectiva sobre lo que le rodea, encerrado a partir de ahora en las imágenes que selecciona. Pero tenemos la fortuna de que, como ya lo hiciera volviendo a Innisfree o al barrio Chino de Barcelona, Guerín logra mostrar de nuevo en este viaje su destreza como documentalista. Por lo tanto, como gran cineasta.
antonio1004
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