La vida te sorprende hasta el punto en el que en un festival de cine te proyectan un documental de La 2. A Rasputín, un asesinato en la corte del Zar la venden como un documental que reconstruye mediante animación los últimos momentos de la vida del personaje. Sin embargo, lo que uno se encuentra es un documental al uso, con testimonios de historiadores y escenas de relleno de Moscú y San Petersburgo y no más de un minuto en total de recreaciones en animación de la vida de Rasputín.

Esta película no aporta nada ni a la leyenda de este personaje, ni al mundo del cine. Solo se limita a imitar las fórmulas ya existentes de los documentales baratos y aplicarlas hasta el extremo de que solo los colegios e institutos podrán aprovecharlo. Y ya, rozando el absurdo, el documental no hace ninguna alusión al legendario miembro de Rasputín. Así no se enseña la Historia.

Cuatro jóvenes campan a sus anchas por Québec (Canadá) perpetrando actos terroristas en sus ansias revolucionarias. Si bien en la cabeza de Xavier Dolan esto habría quedado perfecto, de la de sus dos directores ha salido una obra de 3 horas de duración, sin argumento ninguno y con una intención que no deja claro si banaliza los actos revolucionarios o hace apología de ellos. Por no dejar claro, no dejan ni siquiera el formato en el que graban su película, que cambia indistintamente de un formato súperestrecho horizontal a un 4:3 que solo ocupa el centro de la pantalla. En ningún momento se da a conocer la razón exacta de la lucha de esto jóvenes (el capitalismo, Canadá, el Estado, etc.) y sus actos se alejan tanto de cualquier lógica humana que la empatía con el espectador queda totalmente descartada. La película comienza con cinco minutos de pantalla en negro y una música operística de fondo. Sus tres horas se hacen tan largas como su imposible título. El verdadero terrorismo es el cinematográfico. Que nadie os engañe.

Con El Hijo de Saúl, László Nemes enseñaba el poder del cine para sobrecoger con los horrores del Holocausto. Ahora, también en este festival, Pol Cruchten en Voces de Chernóbyl pone imágenes a testimonios reales del desastre nuclear. Sérgio Tréfaut, director de este documental, Treblinka, intenta hacer una mezcla entre las dos: por un lado, los horrores de los campos de concentración son relatados por voces en off agotadas y angustiadas; por otro lado, la puesta en escena intenta expresar todos esos sentimientos de muerte y terror que vivieron los prisioneros del campo de concentración. El resultado, sin embargo, se muestra excesivo. Su ritmo inexistente y su falta de interés hace que su hora de duración caiga como una losa en el espectador.

Sin duda, si en vez de sesenta minutos, Treblinka hubiera contado con veinte, o incluso diez, la fuerza de su mensaje habría llegado más profundo a un espectador que no se hubiera cansado de ver siempre lo mismo. El director apuesta por no sacar a sus protagonistas de los vagones de trenes en los que llegaron al campo de concentración, consiguiendo una atmósfera terrorífica y angustiante. Sin duda, su propósito es realmente noble, pero el director parece no darse cuenta de lo monótona que puede parecer una película que solo trata de personas sentadas en un tren mirando por la ventana.

Andrew Neiman, joven baterista, entra en la mejor banda de su conservatorio. Allí se encontrará con Terence Fletcher, un profesor que lleva sus enseñanzas al límite de lo humano. La búsqueda de la perfección de ambos se convertirá en un camino hacia la locura.
El cine a veces te sorprende, te da una alegría. Parecía un dogma eso de que es imprescindible un buen guión para hacer una buena película y viceversa, pero tras ver “Whiplash” sabemos que no es así. La historia del film no está lo suficientemente bien estructurada, de hecho, toda su segunda parte puede verse como innecesaria. Damien Chazelle, el director, es capaz de sobrepasar ese obstáculo que se ha puesto a sí mismo como guionista y dirigir la película con un ritmo sugerente, pero sobre todo, intenso. De hecho, la innecesaria parte final de la cinta, al final merece la pena por el potente clímax con en el que concluye. Sin respiración acabamos muchos. Esta película merece la pena por muchas razones, una de las más importantes es esa escena final, impresionante. Chazelle bebe del nuevo cine independiente americano y crea una película acorde con el “movimiento” que, pese a ser de autor, conseguirá gustar al público mayoritario.
En el terreno actoral sin duda, Miles Teller está muy bien, pero es J.K. Simmons el que de verdad destaca en ese dúo protagonista. Él mismo consigue encarnar todos esos ideales del trabajo duro, la exigencia y la cruda violencia verbal. En la película le podemos ver gritar, chillar, enfadarse, responder con vejaciones hacia sus alumnos… sin duda el espectador se sentirá aludido con ese maltrato psicológico y lo pasará mal junto con los protagonistas. Sin embrago, en las pocas escenas que tiene en las que se ve su lado más humano, el actor sabe estar a la altura. No es que sea la interpretación del siglo, pero se merece un enorme reconocimiento. Volviendo con el joven Teller, aún sin estar a la par con Simmons consigue que la pareja protagonista sea poderosa, enérgica y vibrante. Desde el principio hasta el final sabemos que esa relación de amor-odio solo puede dar cosas buenas (cinematográficamente hablando). Y sin spoilear nada, tengo que volver a decir que toda la energía en forma de tensión que el duo protagonista carga durante la película se suelta de golpe de forma magistral en el clímax. Esperad y verlo.
La batería, ese instrumento que lleva el ritmo en el adictivo jazz que podemos escuchar en “Whiplash”. Básicamente la película es eso, una cinta que sabe llevar el ritmo de su historia y sus actores. Si queréis ver una lección de dirección y actuación, vedla. Si buscáis encontrar en la batería un instrumento que queráis tocar, yo me lo pensaría dos veces.

En los festivales de cine, cualquier comedia que se precie suele destacar, aunque solo sea por el hecho de dar a los espectadores un respiro entre tanto drama oscuro e inhumano. La Ley de la Jungla es una loca comedia francesa sobre un interino del Ministerio de la Norma francés, hilarante Vincent Macaigne, que es mandado a la Guyana a preparar una futura estación de esquí artificial. Los tópicos franceses sobre este territorio de ultramar, la poca civilización de sus habitantes, la jungla, los animales tropicales, se extienden hasta el absurdo absoluto en una película que busca darle la vuelta a nuestros planteamientos sobre la globalización.

Desde antes de comenzar, La ley de la jungla ya deja claras sus intenciones: en la pantalla aparece un mensaje en el que se anuncia que durante el minuto de créditos iniciales se escuchará música clásica para no aburrir a los espectadores. Desde este momento, el humor más absurdo tanto visual como argumental inundará la pantalla. La ley de la jungla a la que se refiere el título no parece ser la que rige la Guyana, sino la burocracia francesa y sus estúpidos mandatarios. La película no da respiro al espectador, que no tendrá otra opción que reír ante la odisea del pobre protagonista. No existen momentos dramáticos durante sus dos horas. Su guionista y director se las arregla para solucionar todas las escenas con un toque de humor tan irreverente como refrescante.

Frente a las comedias estúpidas de la televisión y el cine actuales, merece la pena descubrir pequeñas joyas como La ley de la jungla, que consiguen combinar un fuerte mensaje social y político con un imparable humor. Fantástico.