Es una suposición generalizada que las películas de animación están dirigidas a los más pequeños, eso pese a que haya mamporros de todos los gustos para todos en la inmensa mayoría de ellas. Me gusta creer que la animación (en especial la procedente del Mundo Disney) tiende a degenerar en los últimos años, y cada vez con mayor descaro, en argumentos en los que tanto lo cómico como lo dramático se rinden a lo más simple, y no hay nada más simple que la violencia. Pero tras lo acontecido en este breve episodio, creado en período de entreguerras, no queda otra sino resignarse a que uno es también hijo de la carcajada fácil a costa de la bofetada a un tercero.
Y para muestra un botón, porque, señoras y señores, aquí se llega a la tensa situación de que un pato socarrón y maleducado (recreado en forma de peluche en los cinco continentes) apunte con un arma cargada, fruto de la impotencia, a un ratón que se las da de listillo (y que alardea de una producción ‘peluchil’ muy superior, dónde va a parar), y que también peca de ser algo rencorosillo, todo hay que decirlo. Así que el ‘interesante’ que le he plantado a este pequeño metraje no sé si se debe a su calidad cinematográfica en sí, o al hecho de ser una pequeña joya en los albores del cine de animación, o puede que las razones simplemente apunten, de un modo mucho más literal, a su indudable interés documental.

Con el traqueteo por los caminos castellanos sembrados de guijarros, el viaje a ninguna parte va perdiendo pasajeros. El trayecto es largo, demasiado, y los cómicos matan las horas, y el hambre, con un humor tan afilado que hiere. Vagan por las carreteras de la España franquista como vaga el recuerdo de Carlos Galván en su retiro, obstinado en la derrota, terco en su lucha a no ser tragado por el polvo del camino ni por las gentes de los escasos pueblos que lo quiebran. Su resistencia se prolonga hasta el infinito, sus compañeros de farándula dudan, digieren el hambre y reculan, lejos ya de Madrid y de ninguna parte. Carlos Galván continúa. Nos lo cuenta los miércoles, nos lo repite, una y otra vez, y a mi izquierda ella comienza a dar cabezadas en el sofá, y me pregunta que cuánto falta, y yo le contesto que no lo sé, y Carlos Galván insiste en sus mentiras pese a que Sergio Maldonado, ahora ya Don Juan Conejo, le descubra las cartas; y ella vuelve a cabecear, vuelve a despertarse en el penúltimo traqueteo, y vuelve a preguntármelo, y yo le contesto que queda poco, pero lo cierto es que no lo sé, porque ya hace rato que vi pasar el cartel que indicaba ‘ninguna parte’.

Víctor Erice nos lo cuenta ante la cámara: el rodaje de su ensalzada película ‘El Sur’ fue suspendido por exigencias de producción. Se lamenta con la resignación de años, y nos lamentamos el resto también tras paladear el más que aceptable resultado de su improvisado montaje. Los cimientos de su firma son los distinguibles en ‘El espíritu de la colmena’, pero se intuyen más robustos, y el pulso, más certero. Víctor Erice, cómplice, destapa también los secretos del resto del rodaje ante el que fue su verdugo, habla de los personajes de los que nunca supimos y del desenlace ‘real’ de su historia, allá, en El Sur.
Sin embargo, las contrariedades no se lo robaron todo. Aquella calamitosa castración gestó un final igualmente lírico, más ambiguo, por supuesto, y desalentador, puede, pero el parto prematuro resaltó el carácter simbólico de esa idea que era El Sur, elevándola más allá del alcance del espectador.
Al fin y al cabo, Víctor Erice tal vez se lamente porque no sólo su público fue privado de ese viaje final a un lugar de sentimientos cálidos. También a él se le retiró el pasaporte por tiempo indefinido, condenándole a vagar por el inhóspito paraje invernal del exilio cinematográfico.

Uno de los usuarios más divertidos de los que circulan por esta estupenda web, no disimulaba su contrariedad de verse en la necesidad de leer un libro para alcanzar una mayor cuota de comprensión de una película en cuestión. Las causas de su parecer no se refugiaban en la pereza, sino que apelaba en su racionalización a las limitaciones propias del ‘arte’ cinematográfico, indigno de ser comparado con las artes literarias en general, no digamos con las grandes obras de la literatura universal en particular. Si por si fuera poco, la lectura aconsejada para tan propósito era la de un humilde libro del montón (como era el caso), el sentimiento de rechazo inicial pasaba a rayar con lo indignante.

De momento nuestro amigo no debe preocuparse en demasía, no en la película que nos ocupa. La lectura a la que debemos remitirnos para una valoración más justa de ‘Match Point’ es la del irrepetible ‘Crimen y castigo’, del maestro Fiódor Dostoyevski. Con anterioridad Woody Allen revisó sus páginas para plasmar diferentes interpretaciones en algunas de sus anteriores películas. Con ‘Match Point’ va un paso más allá: invierte cada mínimo detalle de la novela para reconstruir, partícula a partícula, su antagónico en el celuloide. De ese modo, si con cada palabra el escritor ruso imposibilita al hombre a escapar de sus propios designios, sus imágenes sobre el espejo del cineasta lo reducen todo a una mera cuestión de azar.

Si no ha leído ‘Crimen y castigo’, hágase un favor, no lo demore más. Analice después con lupa esta película, cada mínimo detalle, y se sorprenderá hasta dónde lleva Woody Allen su particular juego.

Al fin nos decidimos por esta película, aunque intimidados ante la posibilidad de enfrentarnos, como ya sufrimos con Donnie Darko, a un nuevo caso del ‘síndrome de exaltación adolescente’. En aquella ocasión un conejo con cara de pocos amigos nos la coló por la escuadra, de modo que nos mantuvimos alerta frente a la pantalla.
Las primeras imágenes nos aliviaron de muchas suspicacias y nos rendimos a cierto relajamiento por el resto del visionado. Tal vez demasiado. La historia, pese a girar en torno a un tema tan manido, cobraba por momentos cierta originalidad y hasta ganaba en interés. Incluso los recursos estéticos elegidos por la dirección, y algún que otro efectismo, se me antojaron acertados. Pero a partir de lo que podemos suponer fue una presentación general de los personajes y sus realidades, el director no tuvo el valor de llevar al conjunto hasta sus últimas consecuencias.
Así nos conformamos con imaginar lo que pudo ser y no fue: él, un chiquillo de pocas luces, frustrado y violento, la presa; ella, la depredadora, deshumanizada. Ambos personajes se difuminan a cada brochazo, perdiendo matices al tiempo que el relato se torna pueril y romanticón. En medio de la confusión saltan a la palestra nuevos figurantes que, sin otro sentido de ser que el recaudatorio (suponemos), se volatilizan con la misma facilidad que cristalizaron.
De esa guisa se sucedían las escenas hasta que en el penúltima de ellas sentimos la vibración: el balón se había estrellado en el palo. Esta vez el chut procedía de unos pies que corrían sin amo.