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España España · Premià de Mar
Críticas de Martí
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Críticas 197
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
3
22 de agosto de 2018
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
El número de obras cinematográficas (y literarias) dedicadas a las vivencias de personalidades destacadas (por cuestiones artísticas, políticas, científicas o activistas) es inmenso. A día de hoy, podríamos reunir una colección de tópicos secretamente aceptados como “rasgos imprescindibles” en cualquier pieza artística de este tipo. Desde el autor de obras de arte condenado a la incomprensión de su propia época hasta el “cascarrabias” intransigente y visceral que esconde una profunda sensibilidad artística, pasando por el manido receptor de inspiración artística femenina, clásico caso de la musa, habitualmente asociado a una historia de amor malsana y posesiva. Podemos encontrar unos cuantos de ellos en la película que nos ocupa, Rodin, nuevo trabajo del reputado director Jacques Diollin, respaldado por la sólida interpretación del no menos aclamado Vincent Lindon. En ella, el autor de Mis escenas de lucha nos habla del escultor Auguste Rodin, a quien a finales del siglo XIX se le encargara un grupo escultórico que, posteriormente, sería conocido como La puerta del infierno. Fue su fue primer encargo estatal y también su primera co-creación con Camille Claudel.

Diollin se propone construir un relato sensorial, de ahí su especial atención a aspectos técnicos como la fotografía y el sonido, la primera con un claro predominio del blanco en todos los encuadres y el segundo con una evidente predilección por los silencios, casi siempre acompañados por los ecos lejanos de actividades ajenas. Pero en realidad, no se trata únicamente de una cuestión estética. Porque lo sensorial forma parte del propio relato: lo percibimos en la relación que el director establece entre el tacto de los dedos de Rodin al esculpir sus obras y el contacto de su piel con la de Camille. Los dos amantes se abrazan entre las sábanas, manifiestan su amor en un cuerpo a cuerpo que sugiere una suerte de creación artística, tan apasionada como las esculturas del artista. Como si una actividad estimulara la otra, quedando finalmente olvidada cuál de los dos es el auténtico objetivo. El Auguste Rodin que nos presenta Diollin es un personaje obsesionado (como él mismo confiesa) con la sinceridad, hecho que se traduce en una constante obsesión por la absorción de estímulos “reales”, ya sea mediante los actos carnales mencionados o el palpo de los rugosos pliegues de un anciano árbol.

El problema está en que todo lo mencionado queda en un segundo plano frente al interés que muestra Diollin por los aspectos más “telenovelescos” de su historia. De hecho, casi parece que el director se haya propuesto ejecutar la lista de tópicos comentada unas lineas más arriba. Porque, a decir verdad, no hay absolutamente nada en toda la película que no responda a alguno de ellos. Todo aspecto interesante que pudiera sustraerse de la lectura que nos ofrece queda entendido en los diez minutos iniciales. Lo que sigue, no es más que un conglomerado de conflictos reconocibles en cualquier culebrón: riñas de pareja, infidelidades, aventuras poli-amorosas prohibidas, llanto por el abandono del ser amado... Y finalmente, la cuidada puesta en escena de la película, sus elaborados planos secuencia y su medida planificación no hacen más que convertir Rodin en una obra absolutamente plástica. Más que el retrato de la vida de una persona real, Rodin parece el ejercicio de un director que ha escogido a un personaje aleatorio para reunir una serie de tópicos que podrían haberse usado en cualquier otro contexto.
Martí
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Miss Kiet's Children
Documental
Países Bajos (Holanda)2016
6,9
42
Documental
7
22 de junio de 2018
0 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Debo reconocer que siento cierta reticencia a dejarme seducir por la propuesta de Petra Lataser-Czich y Peter Lataster. Si bien es cierto que las formas de la profesora Kiet Engles son merecedoras de una película, no consigo olvidar que en el fondo estamos ante la cara amable de esta durísima tragedia que es la historia de los refugiados. Porque, mientras alabamos y celebramos los éxitos de dicha profesora, otros niños corren una suerte muy distinta. Mientras salimos del visionado de Miss Kiet’s Children con una sonrisa en el rostro, en otros rincones del mundo se escriben historias sin final feliz. En resumen, me resulta difícil cantar las maravillas de una película que, en el fondo, no hace más que centrarse en un caso de fácil digestión, más excepcional que común (casi sobra decir que el número de sirios que no logran refugiarse en Europa es muy superior al de los que lo consiguen). El clásico recurso: buscar la historia excepcional para vender optimismo, sugiriendo, indirectamente, que a todo se le puede encontrar un lado positivo (pienso en casos como La lista de Schindler o las más recientesLo imposible y Lion).

No obstante, los directores no pretenden hacer una película sobre los refugiados. El tema central, como podía preverse, es la educación. Lataser y Lataser-Czich adoptan el rol de “la mosca en la pared” para plasmar con la máxima transparencia posible el comportamiento de los niños y su interacción con Engles. Y, si bien de vez en cuando se aprecian en ellos ciertas actitudes claramente forzadas por el saberse observados (así como rápidas y despistadas miradas al objetivo), generalmente no resulta difícil olvidar la presencia de la cámara. De hecho, lo interesante de Miss Kiet’s Children es que nos ofrece la posición privilegiada del observador invisible (en situaciones fácilmente alterables). Vemos a niños pasar del llanto a la sonrisa, de la indiferencia a la exaltación, del victimismo al gamberrismo. Además, un punto muy positivo para la película es que centre su atención en el aprendizaje de los niños en calidad de compañeros antes que en que en calidad de estudiantes. No encontramos, por ejemplo, ningún punto culminante reservado al resultado de un examen o a cambios de hábitos estudiantiles. Sí encontramos, en cambio, la celebración del compañerismo y de comportamientos altruistas.

Acompañamos casi a ras del suelo, gracias a una cámara convenientemente situada a la altura de sus ojos. De vez en cuando, Kiet Engles hace acto de presencia para evitar malos tratos y ofrecer pequeños empujones anímicos. El hecho de no ver más que la mitad de su cuerpo sirve a los directores para expresar en imágenes el tipo de personaje “discreto y omnipresente” que los niños ven en ella. Además, Lataser y Lataser-Czich no son tímidos a la hora de seleccionar el material registrado: si bien en términos globales es fácil concluir que los niños están en buenas manos, también acompañamos a Engles en sus momentos de duda y en la aplicación de ciertas metodologías de moralidad discutible (como por ejemplo, en lo concerniente al idioma: exigir a los niños que se comuniquen en holandés, ¿es un acto irrespetuoso o integrador?). Por todas esas cosas, prefiero quedarme con Miss Kiet’s Children como una bonita película sobre la infancia y la educación antes que como una ‹feel good movie› sobre refugiados que en realidad solo pretende limpiar conciencias occidentales.
Martí
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7
25 de mayo de 2018
37 de 47 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una vez tuve un amigo dibujante cuyo método de trabajo era imaginar un objeto encima del folio en blanco y reseguir los rasgos con el lápiz. El proceso de creación tenía lugar en su mente, el trabajo manual no era más que facilitar al observador la información necesaria para “hacerse entender”. En otras palabras, al dibujar no estaba creando, sino intentando describir con precisión algo que ya existía. Da la sensación de que esto es lo que hace Sebastán Lelio con su película Disobedience, más parecida al retrato de una serie de sucesos reales que una historia inventada. El director resigue los trazos de unos sucesos casi palpables, con un lápiz de punta fina, sensible, cuidadoso. Se limita a abrir las puertas de su historia y a ofrecernos el mejor enfoque para seguir los acontecimientos. La existencia de los personajes va mucho más allá del encuadre desde el que los vemos. Todo lo que se dicen, todas sus acciones, siguen la lógica de una realidad que poco a poco vamos descubriendo. Aceptamos su carácter y comportamiento con la misma naturalidad que lo aceptaríamos en personas reales.

Lelio describe la cotidianidad de una comunidad judía ortodoxa desde una mirada indudablemente crítica, pero desprovista de maniqueísmo y manipulación. Nada resulta caricaturesco ni exagerado. La posición disconforme del director no impide a la familia (a pesar de su carácter hermético y absolutista) resultar interesante. Es tanta la precisión con que está descrita que observarla no puede más que despertar el interés. Todos los personajes actúan siguiendo ciertos parámetros, ninguno trata de complacer los deseos del director. Además, su interacción con los espacios es del todo natural, en gran parte gracias al especial cuidado que Sarah Finlay y Danny Cohen dedican a la dirección de arte y la fotografía. La planificación, por su parte, está ideada con el grado justo de realismo y manierismo para que la narrativa devenga transparente pero estilizada, contundente y a la vez ligera. A su vez, la banda sonora de Matthew Herbet (quien ya colaborara con el director en Gloria, trabajo galardonado por la academia como mejor película de habla no inglesa) logra hacerse evidente sin resultar invasiva, con deliciosas reminiscencias al magnífico trabajo Incantations de Micke Oldfield.

Presto especial atención a todos estos aspectos técnicos porque es francamente sorprendente la homogeneidad con que trabajan, siempre al unísono, describiendo una realidad que parecen conocer hasta el más pequeño detalle. Algo que sin duda contribuye a que las secuencias relativas a la historia de amor lésbico entre Ronit y Esti (Rachel Weisz y Rachel McAdams) se sucedan con la misma naturalidad que se sucederían las de una historia de amor entre personajes heterosexuales (pues, si bien sobra decir que igual de naturales son ambos tipos de amor, todavía hoy es poco frecuente que el cine, la literatura y el arte en general los trate de igual manera). Pero, curiosamente, esta misma historia (como ya dije, brillantemente planteada) parece pertenecer, a ratos, a una película completamente diferente. Como si el cuidado retrato de todo el escenario familiar judío ortodoxo no hubiera tenido en cuenta su irrupción. Pues, a pesar de que nada de lo que se muestra resulta inverosímil ni forzado, ambos relatos encuentran ciertas dificultades en co-existir... hecho que, por otra parte, no desentona para nada con la experiencia vivida por las dos protagonistas de esta fantástica película.
Martí
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8
18 de mayo de 2018
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
La premisa de El taller de escritura no es nada novedosa: el arte como herramienta de reinserción. Un grupo de jóvenes de carácter problemático recibe el encargo de redactar una novela bajo el asesoramiento de Olivia Dejazet (Marina Foïs), distinguida escritora de bestsellers. La historia debe cumplir dos condiciones: situarse en La Ciotat (donde transcurre la acción de la película) y ser un thriller (terreno sobre el que la escritora ha forjado su carrera). Hasta aquí, nada sorprendente. Sin embargo, lo que hace especialmente interesante el trabajo de Cantet es su interés en ir mucho más allá del titular. Su intención es desvelar los aspectos de este tipo de iniciativas que a menudo quedan eclipsados por su carácter exótico. Por ejemplo, su condición exhibicionista. Igual que en la iniciativa radiofónica que José Luís Berlanga planteaba en su excelente Placido, el taller de de la película que nos ocupa se rige menos por intenciones altruistas que por la necesidad de un lavado de conciencia social. Ello puede apreciarse, por ejemplo, en las dos condiciones a las que, como dijimos, debe corresponder el grupo de adolescentes: en la primera, puede intuirse una clara intención publicitaria de la vila, y en la segunda, una inequívoca voluntad de conseguir, antes que un producto interesante, un super-ventas.

Este carácter ostentoso queda también plasmado en la entrevista televisiva de Dejazet, momento en que la escritora exhibe a sus jóvenes aprendices como si fueran pequeñas desviaciones en proceso de re-orientación. De hecho, la actitud paternalista de Dejazet está ligada a otro de los aspectos que Cantet pretende desentrañar. La escritora se ve a si misma (seguramente, sin darse cuenta) como el ejemplo de “persona realizada”, como alguien que ha llegado al final de un “trayecto universal”. Un trayecto de rumbo preestablecido del que algunos, caso de los adolescentes de su taller, corren el riesgo de apartarse. De hecho, ella los ve como un objeto a analizar, ya sea con la intención de re-dirigirlos o de documentarse para su próxima novela. De ahí que Laurent Cantet centre la tesis de su trabajo en un inesperado acercamiento entre la escritora y Antoine, un adolescente que, de algún modo, representa la máxima expresión del joven descarrilado. Es a partir de entonces cuando descubrimos a los auténticos personajes. Allí empieza a palparse, por ejemplo, la vacuidad de la obra de Olivia frente al brutal contacto con la realidad de Antoine. En una secuencia, este acusa a la primera de reduccionista, comentario al que ella responde expulsándolo de clase. Más tarde, Laurent Cantet nos demostrará que Antoine entiende mucho mejor a los personajes de Olivia que la propia escritora.

Pero no es solo una cuestión de contenido. De hecho, en lo que respecta a las formas, da la sensación de que todo el tercer acto camina delicadamente por la cuerda floja. Un solo paso en falso podría convertir en ridículo el producto entero. Pero Cantet, cuyo pulso parece a prueba de balas, dirige elegantemente la película por un hipnótico laberinto reflexivo, esquivando todos los tópicos previsibles y haciendo que su trabajo sea cada vez más interesante. Todo resulta natural y absolutamente creíble. Además, es poco habitual que reflexiones tan profundas logren un acabado tan ligero. Gracias a estas formas contenidas, Cantet y Campillo (responsables del guión) pueden permitirse un giro de tortilla descaradamente ambicioso: contrariamente a lo que se nos ha dicho, no es la literatura la que reorienta a los sectores sociales “desviados”, sino que son estos últimos los que corrigen las carencias de la literatura. Porqué tal vez el arte sea una interpretación de la realidad con un fuerte potencial de mediador entre culturas y clases, pero la realidad sigue estando en las calles, generalmente en las menos frecuentadas por los artistas.
Martí
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7
11 de mayo de 2018
11 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuesta decir qué es exactamente lo que impide a La fábrica de nada ser una película redonda. Porque, en realidad, el trabajo de Pedro Pinho aborda muchos temas interesantes. En primer lugar, está la (obvia) crítica del sistema capitalista: los empleados siendo tratados como mano de obra manipulable, los empleadores camuflando la sumisión y la obediencia de civismo y diplomacia, los patrones vendiendo situaciones desastrosas como bifurcaciones inevitables repletas de oportunidades... En segundo, tenemos la exploración de posibles respuestas al sistema denunciado: el análisis de las opciones existentes (al parecer, solo una: ocupar la fábrica y hacerse con las riendas del negocio), sospesar qué tipo de consecuencias puede tener el echo de responder (como la necesidad de aprender a gestionar un negocio, la dicotomía ideológica de reproducir los patrones aprendidos o construir un taller auto-gestionado...).

Y todavía hay más: llegado el momento en que los trabajadores logran ocupar la fábrica donde trabajan (decididos a rechazar las condiciones de despido impuestas por los superiores), Pinho introduce un nuevo personaje. Se trata de un cineasta que, enterado de la situación, quiere convertir en documental la lucha de los empleados. De hecho, está decidido a conducir los acontecimientos de tal manera que desemboquen en el final que le interesa. Tal introducción nos da un nuevo punto de vista que, inevitablemente, desemboca en nuevas reflexiones. Porqué la visión de esta tercera persona será formulada exclusivamente en clave ideológica: su puesta en acción supone el abandono del punto de vista afectado (el de quien lucha por un salario) para analizar la situación desde un marco teórico. Un punto de partida que llega a su clímax en una interesante secuencia en qué el documentalista reflexiona con sus colegas intelectuales sobre la contradicción del sistema capitalista: el hecho de que relacione (según ellos) “valor” con “lucrativo”.

De esto último se desprende, consecuentemente, un nuevo discurso de carácter meta-lingüístico. Me explico. Dicho documentalista teoriza, desde su cómoda posición de espectador, sobre la situación que viven los trabajadores. Y, decidido a plasmar su discurso, pretende intervenir en las acciones de los personajes con la finalidad de obtener dos cosas: el producto cinematográfico deseado y la confirmación de su propia teoría. Ahí entra la clásica contradicción entre ideología y puesta en práctica, tan bien expresada en la manida frase “los pensadores siempre tuvieron la panza llena”. Hablando en planta, no será el documentalista quien pierda el sueldo. Pero, del mismo modo, nadie como él puede analizar la situación desde una perspectiva distante y (relativamente) desapasionada. Porque es precisamente su falta de implicación la que le da la visión (supuestamente) adecuada para analizarla de forma (relativamente) objetiva.

Pero en cualquier caso, nada puede salvarlo del abismo que tiene enfrente: la imposibilidad de transmitir su (presuntamente) acertado discurso sin adoptar un rol paternalista. Algo que le sucede, del mismo modo, al director Pedro Pinho: también él se sirve de una serie de personajes convenientemente manipulados para exponer una reflexión. De ahí que el documentalista actúe como una suerte de alegoría metalingüística sobre la posición que ocupa Pinho. Tal vez sea la conciencia de esta contradicción la que le conduzca a explorar a fondo tantos puntos de vista, me atrevería a decir que con cierta ansiedad, como si intentara cubrir todos los frentes des de los que prevé ser atacado. Tal vez también se deba a ello la excesiva duración del largometraje, 177 minutos a lo largo de los cuales el director aborda infinidad de estilos (número musical incluido) logrando a veces secuencias notables y cayendo en otras en cierta redundancia.
Martí
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