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Críticas de el pastor de la polvorosa
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Críticas 141
Críticas ordenadas por utilidad
8
3 de septiembre de 2015
12 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta película es muy desconocida, y por buenas razones, porque su planteamiento resulta escandaloso desde el punto de vista de la moral convencional, y esto tanto ahora como en 1948: su protagonista es Sam (Gary Cooper), un hombre quijotesco que interpreta al pie de la letra el mandato evangélico de la caridad, y lo aplica aun en contra en sus intereses personales y los de su familia, haciendo favores y prestando dinero a todo el que pasa por su lado, acogiendo en su casa a todo tipo de pelmas sin escrúpulos.

La que lleva la peor parte es su mujer (Ann Sheridan), personificación del sentido común que, sin sus dotes para la ironía, sería uno de los personajes más desdichados de la historia del cine. La película va mostrando sin prisas cómo la economía familiar, y también su paz espiritual y hasta la vida sexual de la pareja, se resienten de ello.

La incomodidad que produce la visión de El buen Sam nace también de su vocación de cuestionarlo todo, clave de su esencial ambigüedad, que se hace manifiesta en la capacidad, proverbial en el director, de pasar de la comedia grotesca al drama profundo casi sin cambiar de plano. Sam es admirable y ridículo al mismo tiempo, y ambas cualidades son indisociables.

Nadie más consciente de ello que su mujer, capaz de pasar del lamento a la risa en unas décimas de segundo: al principio parece que el punto de vista de la película coincide con el de este personaje, que comenta sin cesar la acción a modo de corifeo. Pero luego ella misma se ve arrastrada por la ambigüedad, hasta el punto que podría decirse que El buen Sam rehace, como comedia burguesa, el planteamiento de El idiota de Dostoievsky, pero con diferentes conclusiones: si el desprendimiento del príncipe Mishkin desencadena todo tipo de desgracias a su alrededor, la película de McCarey parece sugerir que esa es una visión miope guiada por la impaciencia, y que a su debido plazo la bondad acaba reconciliándose con la felicidad, tanto ajena como propia.

Desde este punto de vista más general, la película resulta doblemente escandalosa: primero porque su protagonista se comporta como un loco, y segundo porque parece demostrar que el loco tiene razón, y que el error se encuentra en los deseos burgueses de prosperidad y beneficio material, encarnados en el anhelo de su mujer de tener una casa hecha a la medida de sus sueños.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
el pastor de la polvorosa
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7
15 de abril de 2014
12 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
La enseñanza del cine es otra forma de hacer cine, decía recientemente Víctor Erice refiriéndose a Paulino Viota. El prestigio actual de Mijaíl Romm proviene, antes que de su obra de creación, de su figura como profesor en la escuela de cine de Moscú VGIK (con él se formaron directores como Chujrai, Tarkovsky, Klimov...). Según los testimonios, Romm no creía que fuera posible enseñar a dirigir, y animaba a sus estudiantes a pensar por sí mismos, desarrollar su talento individual e incluso criticar su propia obra. Esta obra se inició en los años de hierro del estalinismo, y hay que señalar entre sus méritos el de haber seguido en el oficio (tanto con la cámara y la moviola como en las aulas) y haber sobrevivido con dignidad.

Esta, su primera película, es una adaptación contundente y muy expresiva del relato de Maupassant Bola de sebo, el cual se ha hecho célebre para los cinéfilos porque también está en el punto de partida de La diligencia, de John Ford (cinco años posterior); curiosamente, la segunda película de Romm (Los trece, 1936) copia una anterior de Ford (La patrulla perdida, de 1934), cerrando un doble círculo de influencias y casualidades cuya intersección define una proximidad ética, antes que estética.

(En realidad, la relación entre La diligencia y Bola de sebo se limita al marco y el espíritu del relato, y será una película tardía de John Ford, Siete mujeres (1966), la que presente un núcleo dramático mucho más próximo en el detalle.)

En todo caso hay diferencias. Mis lecturas de los cuentos de Maupassant son antiguas pero, por lo que recuerdo, su pesimismo es universal; se trata de un narrador muy hábil que supo condensar su oscura concepción de la humanidad en el relato perfectamente graduado de un hecho particular escandaloso (tanto en el sentido mezquino de la expresión, vinculado a una moral puritana, como en el más amplio de indignación ante la injusticia). La crítica humanista de Ford está planteada desde dentro de una sociedad burguesa en proceso de formación, y asume que también la honestidad puede caber en sus márgenes, y dentro de ella. Por su parte, la película de Romm muestra la hipocresía como atributo propio de la burguesía, siguiendo la concepción marxista de que todos los problemas podían explicarse (y resolverse) como problemas de clase.

Salvo por este desplazamiento del punto de vista, la película se mantiene extremadamente fiel a su referente literario, que ilustra de forma eficaz y certera; destaca por su fluidez narrativa y la perfecta adecuación entre objetivos y resultados. Su claridad expositiva la separa de las grandes películas de la vanguardia soviética de los años 20 -de las que conserva una herencia de intensidad fotográfica y compositiva, o el característico montaje tridimensional, lleno de saltos de eje.

La posición antiburguesa, que constituye la esencia de la película (sintetizada en las divertidas imágenes, montadas rítmicamente, de los burgueses y religiosas comiendo vorazmente, limpiándose los dientes, jugando a las cartas o apostrofando a “Bola de Sebo”), determina también su ausencia de ñoñería y academicismo -al menos en el sentido occidental al que nos han acostumbrado las adaptaciones culturales “de prestigio”. A la mezquindad de los burgueses se opone la dignidad sin refinamiento de los pocos campesinos o proletarios que aparecen como contrapunto; la escasa representación de personajes positivos potencia la frescura de la película (pues la sátira suele resistir mejor el paso del tiempo que el panegírico).

El planteamiento antiburgués se aprecia también muy claramente en la figura de la protagonista, que difiere enormemente de lo que habría sido en una película occidental (pensemos en la figura de Anne Bancroft en la citada Siete mujeres, o de Marlene Dietrich en El expreso de Shanghai de Sternberg). Su actriz, Galina Sergeyeva, fue elegida porque da físicamente el perfil de un personaje que, no lo olvidemos, es una prostituta del siglo XIX cuyo apodo es “Bola de sebo”, y debuta en la historia con un tremendo bostezo; hacia el final de la trama, retenida en una posada rural, sustituye a una campesina ordeñando a una vaca, lo que la muestra también a ella como una campesina, y no una burguesa más o menos caída (por otro lado, y atendiendo al desenlace del relato, esta escena podría interpretarse como una alusión sexual, en la línea de la escena de la desnatadora de Lo viejo y lo nuevo de Eisenstein).

La película se inicia con unas imágenes de potente composición que muestran en primer plano soldados con los ojos cerrados, con unas figuras desenfocadas que marchan en segundo término; sólo al cabo de unos segundos, uno se percata de que los primeros no están dormidos, sino muertos... La progresión del relato pone en evidencia la hipocresía que subyace en el patriotismo de los burgueses y la relatividad de sus relaciones con el enemigo: de este modo insinúa la identidad entre la guerra (que, según el rótulo que abre y cierra la película, no interrumpe sus negocios) y esos mismos negocios, cuyas víctimas son las clases trabajadoras.

navegandohaciamoonfleet.wordpress.com
el pastor de la polvorosa
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9
21 de octubre de 2013
12 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tres páginas de un diario adapta una novela escrita por una mujer, que transcurre en la época del káiser Guillermo II, inmediatamente anterior a la de la república de Weimar en que se rodó la película; lanza una mirada crítica hacia el pasado reciente, con una visión descarnada de su hipocresía social y de la doble moral sexual reinante, que permitía casi todo a los hombres y nada a las mujeres.

Desde esta perspectiva, la película retrata un mundo en el que, por encima de las diferencias sociales, un mismo destino unifica la condición de la criada seducida por el señor, de la hija de éste seducida por un empleado, y de la viuda precedida en el derecho de herencia por un familiar en primer grado del difunto: todas ellas deben abandonar la casa en la que viven, lo que las conduce a las opciones del suicidio, el burdel o la caridad.

Los oportunos desmayos de la protagonista Thymian en los momentos de sus “caídas” sexuales pueden verse como una concesión a la moralidad de la época (era problemático que una película mostrara el deseo de una mujer fuera del matrimonio manteniendo una mirada positiva hacia ella), pero también expresan una verdad más profunda: la imposibilidad de que las mujeres pudieran tomar decisiones, decir “sí” o “no”. Thymian, tal como la película nos la muestra, está a la vez cerca (en su mezcla de inocencia y desenvoltura) y muy lejos de Polly, que canta la balada del sí y del no en la Ópera de cuatro cuartos de Brecht y Weill (que Pabst llevaría al cine dos años después):

Lo que hay que hacer es abandonarse
No se puede ser fría como era yo.
Tantas cosas pueden darse
La respuesta no es siempre “no”.

(Traducción de Miguel Sáenz)

Frente a Erich Von Stroheim, a quien podría hasta cierto punto compararse, Pabst no parece especialmente interesado por la polémica y el escándalo (su visión de las relaciones sexuales resulta por ello mucho más moderna), y su representación de los momentos de redención moral carece de sentimentalismo.

La película retrata con frialdad y lucidez un mundo implacable, en el que los débiles (no necesariamente mujeres) se convierten irremediablemente en víctimas. El dinero resulta omnipresente, y los personajes lo cuentan chupándose los dedos. La denominada erótica del poder pocas veces habrá sido retratada de forma tan transparente como en la escena en que la directora del reformatorio dirige los ejercicios de gimnasia de las reclusas.

Fiel reflejo de una época que se proyecta mucho más allá de su época, la película destaca por encima de todo por la precisión en la caracterización de sus personajes, incluso los más secundarios, que se convierten en figuras inolvidables: el guardián calvo del reformatorio y el vendedor callejero de salchichas; los finos labios del afeminado conde Osdorff y la mirada triste de la implacable ama de llaves Meta. Es como si los personajes registrados de forma tan certera por el objetivo de August Sander, por el lápiz de Georg Grosz, cobraran movimiento para inscribirse en un retrato sociológico nada favorecedor.

En ocasiones la película avanza hasta la caricatura, pero el tono predominante es de contención expresiva, en el espíritu de la nueva objetividad. La narración, intensa y elocuente sin necesidad de intertítulos, resulta de una modernidad sorprendente -al igual que la belleza intemporal de su protagonista, Louise Brooks.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
el pastor de la polvorosa
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10
3 de septiembre de 2012
11 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Resulta especialmente difícil hablar de una película como Río Rojo. El estilo transparente de Howard Hawks se resiste al análisis y al comentario: incluso críticos como Robin Wood (creo que era él) han narrado cómo se empieza tratando de diseccionar las imágenes, y cómo, en un momento dado, sin darse cuenta, dejamos de mirar la película con ojos de analistas y, arrastrados por la historia, volvemos a verla como niños que desconocieran su final, su secreto.
Poco puede uno hacer entonces, aparte de plantear el misterio de cómo una narración en la que nada parece dejado al azar, plena de simetrías y de convenciones propias de un género y de un estilo de cine (en el que, si un personaje secundario recuerda un detalle de su mujer ausente es porque morirá en la siguiente secuencia; si un personaje empieza a robar azúcar, acabará, escenas después, provocando una estampida; o en el que tiene cabida un personaje como el de Walter Brennan, un cruce entre los fools que provienen del teatro isabelino y una especie de Pepito Grillo que da voz a los remordimientos y las incertidumbres de John Wayne primero, luego de Montgomery Clift), incluso de otras convenciones propias creadas contra las normas de la época (como el tratamiento de la atracción homosexual entre los personajes de Clift y John Ireland, que hoy nos hace sonreír por su falta de sutileza), ofrece tal sensación de verdad: desde el interior de la carreta que conduce Walter Brennan, nos encontramos, de pronto, cruzando el río Rojo. En este misterio radica el carácter clásico de la película: en su mirada inocente capaz de integrar los pequeños detalles que muestran, sutilmente, una mirada personal, con los tópicos genéricos (como en la poesía épica de tradición popular), en un todo a la vez íntimo e impersonal.
Algo parecido puede decirse de las imágenes, en la medida en que uno es capaz de analizarlas: si un brasero aparece en primer plano para, se diría, cerrar armónicamente la composición, y a la vez alejarnos, con un cierto pudor, de la ceremonia de un entierro, al cabo de unos segundos, John Wayne se acercará y recogerá el hierro para marcar que estaba apoyado en el brasero. Todo es fluido y funcional, todo parece a la vez fácil y lógico. La naturaleza se muestra sólida y sin idealizar, incluso en los cielos llenos de nubes oscurecidas por el filtro rojo, los cactus, juncos y espinos que surgen en los bordes de un encuadre, la hierba alta que cruza el ganado como en una película de Dovjenko.
Como todas las historias para niños, esta nos habla de terribles verdades: el enfrentamiento entre un padre y su hijo, el peso de las decisiones incorrectas, la locura como un camino sin retorno para aquel que no se permite el descanso ni la rectificación; el desequilibrio de un mundo en el que la violencia es el único medio de expresión, y en el que no hay espacio para las mujeres, porque los hombres, orgullosos e infantiles, se niegan a reconocer que la noche dura lo mismo que el día, y que resulta mucho más angustiosa cuando uno está a solas con los fantasmas de su mente.
Al final, la tragedia de la soledad del poder se desliza hacia la comedia de enredo. En el círculo de unas caravanas acosadas por los indios aparece una mujer, que cierra otro círculo de la historia: surge un flechazo (irónicamente literal), y a partir de ahí las cosas se vuelven más complicadas pero mucho más ligeras.
el pastor de la polvorosa
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9
20 de febrero de 2014
13 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sábado trágico es una mezcla de melodrama y filme negro (aunque en color y cinemascope, como Chicago, años treinta, que rodaría Nicholas Ray en 1958). Su director, Richard Fleischer, no ha gozado hasta fechas recientes de un gran reconocimiento crítico (por su dispersión genérica, y la discutible calidad de la materia prima de la mayor parte de sus películas), pero su talento como creador de imágenes se revela aquí comparable al de sus mejores coetáneos: Anthony Mann, Sam Fuller, Otto Preminger, Vincente Minnelli, Jacques Tourneur, o el propio Nicholas Ray.

La primera mitad de Sábado trágico describe con ejemplar capacidad de observación y síntesis los conflictos y los secretos de varios personajes de una oscura ciudad minera del oeste, como si fueran las piezas de una partida de ajedrez; en ella, el rey, aunque con pies de barro, es el hijo del propietario de la mina, interpretado por Richard Egan, cuya inseguridad y alcoholismo (que evoca la del personaje de Robert Stack en Escrito sobre el viento de Douglas Sirk, película un año posterior) procede en este caso de la infidelidad de su mujer.

Victor Mature es, evidentemente, la torre: en su estilo hercúleo de tenor de la vieja escuela, deja aquí la mejor interpretación que le recuerdo, como el gerente de la mina que vive con el remordimiento de haber rehuido la guerra con la excusa de su trabajo: un remordimiento que se encarna en la crisis de su hijo de 12 años (al que interpreta, por cierto, Billy Chapin: el niño de La noche del cazador de Charles Laughton, también de 1955). Una figura en cierto modo paralela es la del amish interpretado por Ernst Borgnine: el único personaje sin conflicto al que, sin embargo, y de improviso, las circunstancias obligarán a cuestionar su posición de pasividad.

Fiel reflejo de su época, esta es una película esencialmente masculina, que explora esa inseguridad viril que cristaliza en la necesidad de actuar, de comportarse heroicamente. Otros peones completan la trama: una bibliotecaria en apuros económicos interpretada por una envejecida Sylvia Sydney (la que fuera protagonista de Furia y Sólo se vive una vez de Fritz Lang), o el ridículo y mezquino director del banco local (Tommy Noonan).

El reverso de la trama lo integra un grupo de tres gangsters, perfectamente caracterizados, que llegan a la ciudad para atracar ese banco: entre ellos figura el interpretado por un joven Lee Marvin, convincente a más no poder, que también tiene en su pasado una mujer infiel. Los manejos de estos se entretejen con los enredos de los locales, hasta desembocar en un final de ritmo perfectamente medido.

En el epílogo, el personaje de Richard Egan habla sobre los hilos que el destino deja sueltos; pero el guión no deja nada suelto: todos los círculos se cierran... con un balance tributario de una moral decididamente rancia.

La sequedad de la narración evita el regodeo sensacionalista, y la potencia visual conseguida por Richard Fleischer eleva con creces el listón de la película: más allá de sus aspectos apolillados, la impresión que deja Sábado trágico es un estallido de movimiento y color, como la voladura que abre los títulos de crédito.
el pastor de la polvorosa
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