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Críticas de antonalva
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Críticas 487
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
7
28 de julio de 2018
27 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
La I Guerra Mundial (1914-1918), tan cruel como innecesaria, tan salvaje como olvidada… Significó el fin rotundo del antiguo régimen clasista, elitista y predemocrático que hoy nos resulta tan lejano como incomprensible, que además señaló el entierro de la ensimismada, prepotente y opulenta Europa como dueña y señora en materia política, económica y cultural. Los millones de muertos y mutilados por aquella farsa promovida por unas aristocracias ajadas – que creían poder resolver los conflictos en meriendas versallescas ajenas a las necesidades de sus conciudadanos – aún no han sido ni sepultados ni sanados. Nadie como Kubrick en su magistral “Senderos de gloria” (1957) reflejó aquel aquelarre funesto y patético que trajo unos diluvios nacionalistas que aún hoy asolan nuestras fatigadas tierras patrias, que malviven hurgándose el ombligo y desdeñando, como avestruces, los problemas reales que nada tienen que ver con la ajada estructura política que tenemos.

Esta película francesa – adaptación de una novela de éxito – vuelve sobre aquellos aciagos días bañados de sangre, trincheras infectas y mugre purulenta, tratando de recrear aquella matanza europea, basculando entre la farsa y el esperpento, para desentrañar algunas de sus tenaces consecuencias que aún nos asolan: corrupción, picaresca, insensibilidad y barbarie. Cuando ignoramos de dónde venimos, estamos abocados a repetir los errores y horrores del pasado. Aunque el tema central de esta cinta orbita sobre un dolor más intimo y personal: la mirada (ausente o indiferente) del padre. Cuando creemos que nuestro progenitor no nos ama o nos rechaza, nuestra orfandad semeja un pozo sin fondo donde nos hundimos sin remisión y donde el resentimiento tiñe nuestra mirada hasta volvernos ciegos. Querer ser vistos, identificados y aprobados es nuestra común aspiración y nada de lo que podamos acometer tendrá gusto alguno si no percibimos al acompañamiento y complicidad de nuestra progenie.

Por ello, al tiempo que se nos ofrece un retablo sobrecogedor de aquella infausta carnicería se nos presenta una herida más honda y visceral que no tiene cura ni bálsamo cicatrizante que la sane: la apatía o rechazo de nuestra estirpe, la falta de amor, la ausencia de cariño y tolerancia por quién somos – aunque eso signifique no cumplir con las expectativas que habían depositado implícita o explícitamente sobre nosotros. El abandono y soledad en la que ese repudio e incomprensión nos despeña nos durará toda la vida y nos marcará para siempre como un juguete roto, inservible para la vida.

Barroca y teatrera, ampulosa y sobrecargada, sin embargo, nos consigue emocionar y seducir pese a su excesiva exuberancia y artificiosidad. Hay mucho amor en la mirada que nos refleja el calvario íntimo de dos perdedores de una contienda incivil y fraudulenta. Y cuando llega el perdón, volamos.
antonalva
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6
25 de julio de 2018
17 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mi infancia está sazonada con canciones de ABBA, cuando nadie las tomaba en serio y su música era catalogada como Euro-Pop-Trash (basura pop europea). Apenas una década (de 1972 a 1982) les bastó para convertirse en una de las bandas más comerciales y reconocibles de los años setenta, vendiendo una cantidad ingente de discos – de hecho, supusieron para Suecia, su país de origen, la fuente de divisas más importante tras el consorcio VOLVO. Pero con su disolución pasaron al ostracismo más absoluto y al ninguneo obcecado por parte de los sesudos críticos, que no vieron en ellos más que una vacua maquinaria de generar ventas millonarias sin ningún interés artístico o relevancia cultural. Una música destinada al consumo indocto de las masas, a la escucha fugaz y al olvido inmediato… Hasta que en 1994 la inclusión de algunos de sus temas en las bandas sonoras de “Las aventuras de Priscilla, reina del desierto” y “La boda de Muriel”, les hizo recobrar el favor inmediato del público y obtener, al fin, el perdón condescendiente de la crítica, que percibieron por primera sus méritos.

Es decir, la música de ABBA despierta en mí una nostalgia indisimulada ya que me retrotrae a mi niñez y años mozos, por lo que sus armoniosas melodías me evocan la añoranza de los lustros transcurridos, cuando todo mi mundo se limitaba al titilante frescor de unas lentejuelas y plataformas chillonas y desfasadas. Pero esta obnubilación de la memoria no hace que ahora sea incapaz de ver que estamos ante una chirriante e innecesaria secuela, diseñada con el único objetivo de recaudar dinero con la excusa de expoliar algunas briosas tonadillas engarzadas en una trama carente de (casi) cualquier interés cinematográfico.

Sin embargo, no cabe duda que el producto se deja ver con fluidez y encanto, ya que hilvana muy bien unas baladas pegadizas dentro de un relato que tiene la melancolía por la pérdida y la reivindicación de la maternidad como ejes fundamentales. Esto se debe al habilidoso guión, cuya estructura ha corrido a cargo de Richard Curtis, quien ha sabido reutilizar la carcasa de “El Padrino 2” – perdón por mencionar esta Obra Maestra. A saber: nos ofrece la juventud del personaje principal de la primera parte combinado con los efectos que dejó tras de sí con su desaparición, con destreza, garra y buenas coreografías. Y poco más.

Y también ha llegado el momento de que alguien le diga a Cher que se ha convertido en un patético teleñeco embalsamado – o que si quiere presentarse al casting de momia de Lenin aún le quedan algunas operaciones de cirugía plástica antes de que le den el papel.
antonalva
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7
23 de julio de 2018
29 de 52 usuarios han encontrado esta crítica útil
Interesante película que refleja el calvario de vivir bajo las libérrimas y proletarias dictaduras comunistas durante la triste y omnisciente guerra fría, cuando el mundo parecía dividirse, como si fuera un axioma inapelable, en dos bloques antitéticos e irreconciliables: el capitalismo explotador y el comunismo redentor. Considerando que esta arbitraria definición de los dos bloques era una ponzoñosa falacia, impregnada por la propaganda liberticida que pretendía maquillar lo que en realidad era una lucha ideológica entre democracia y dictadura (sin epítetos rimbombantes) – y que aún hoy ensombrece los discursos de tantos políticos y periodistas que se dicen defensores de las clases y los pueblos oprimidos – nos encontramos con que denunciar lo que ocurrió entonces sigue siendo motivo de indignación, controversia y escarnio, como si no hubiéramos aprendido nada.

Quizás el mejor ejemplo de aquel despropósito lo podamos encontrar en el insalubre y delirante régimen inquisitorial de la ya extinta DDR, perfecta síntesis del peor nazismo y del atroz comunismo, creando una claustrofóbica aberración donde se enaltecía la delación y se glorificaba al estado policial, como baluarte de la defensa del nuevo orden proletario, donde ser hijo de un licenciado te cerraba, de forma automática, las puertas de la universidad (ya que había que humillar y destruir a las élites burguesas para así alcanzar el anhelado paraíso terrenal del trabajador manual u obrero), destruyendo así la clase media, encumbrando a las personas en función de su origen social y no por su capacitación o méritos. En vez de mimar y fomentar la igualdad de oportunidades de todos sus ciudadanos, se impedía progresar a los más aptos y se encumbraba a los más dóciles o a los más útiles. Cuando las decisiones se basan en prejuicios doctrinarios de cómo debería ser el mundo, la justicia deja paso a la venganza.

El director y guionista Lars Kraume se fija en lo que pudiera parecer una anécdota inocente pero que nos muestra la sinrazón de un Estado con delirio de persecución, donde toda disidencia quedaba proscrita, donde cualquier opinión se tomaba como afrenta al dogma establecido, donde pensar podía significar la anulación de los derechos civiles y la conculcación de la libertad, como prenda por edificar un sistema más justo, una sociedad más igualitaria. Pero cuando la retórica de los discursos enmascara la imposibilidad de tener criterio y de poderlo expresar en libertad, entonces estamos ante el advenimiento del terror, de la cárcel y del deshonor.

Quizás algo discursiva, sensiblera y simplista, aunque muy necesaria para no olvidarnos de dónde venimos y de que la libertad es un bien escaso y frágil que necesita ser cultivado y protegido si no queremos repetir los horrores del pasado.
antonalva
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7
7 de julio de 2018
14 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como casi siempre, la Historia nos permite entender la relevancia de ciertos conceptos que quedan diluidos o han sido usurpados por la falaz buena voluntad de los populistas y chusma de similar calaña, más atentos a cómo debería ser el mundo (desde un punto de vista ético o moral), pero ignorando con ello cómo es el mundo en realidad y cómo funciona en la práctica. Me refiero al criterio de Ciudadanía en la Antigua Roma. Ser ciudadano romano (sólo los hombres, claro, ya que las mujeres eran una ‘clase inferior’) te permitía votar y también ser elegido para un cargo público, te permitía participar en las decisiones de la ciudad y en la vida pública de la misma, es decir, te otorgaba un estatus de privilegio con respecto a todos aquellos que no eran ciudadanos romanos. Era una forma de delimitar el ‘nosotros’ afortunado del ‘vosotros’ desventurado. Y por eso tantos trataban de adquirir dicha ciudadanía – por méritos bélicos o sociales, con dinero o por influencias – ya que les convertía en individuos de primera clase.

Ahora tenemos lo mismo aunque lo llamemos nacionalidad o ‘pasaporte’: somos de dónde nacemos o de dónde nacieron nuestros padres. Y eso lo condiciona todo. Pero ahora han surgido las mafias de personas que comercian con la necesidad de cientos de miles de personas que quieren entrar en el selecto club de los privilegiados por la puerta de atrás, es decir, con la inmigración ilegal, haciendo fortuna del infortunio de los demás. Pero cuando en vez de atajar los problemas en su origen se pretende igualar a todos vaciando el concepto de ‘ciudadanía’, entonces el caos más absoluto se adueña del mundo, al convertir la compasión televisiva en moneda de cambio fraudulenta que fomenta muertes, disensiones y xenofobias de imposible solución. Ni somos iguales ni podemos serlo; que quizás debiéramos de serlo en un mundo ‘más justo’ no quita que eliminando los derechos de unos, en realidad se los estamos arrebatando a todos, originado un torbellino de desatinos de consecuencias funestas.

Tras la apariencia de un convencional thriller fronterizo – con la lucha entre cárteles de narcos como telón de fondo – bulle implícita esta reflexión: ¿quién soy y adónde pertenezco? ¿A quién le debo lealtad y quiénes son mis verdaderos aliados o enemigos? Y cómo penosa reflexión actual, no existe moraleja, sino que todo depende del cristal con el que se mira. Ser bueno o malo ya no es una categoría moral, sino que queda determinado por el lado de la frontera en la que me encuentre en cada momento, siendo esto una realidad fluctuante y permeable, muchas veces subordinada al fajo de billetes que he aceptado o de la utilidad política o televisiva que le pueda sacar, ya sea en una votación inminente o en feroces ratings de audiencia. Hemos abandonado el mundo de la ética para adentrarnos en el fango de la inmundicia cochambrosa, es decir, la impura utilidad ponzoñosa del lucro político o crematístico.

Olvidémonos que esto pueda ser una secuela. Olvidémonos de qué ideología tengo (o debería tener). Olvidémonos de las nociones de justicia y equidad. Aquí lo relevante es la pregunta con que se cierra la cinta: “¿Quieres ser un sicario?”
antonalva
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6
4 de julio de 2018
24 de 29 usuarios han encontrado esta crítica útil
El cine de terror es un género esquivo y nada sencillo. Lo peor es que desde hace décadas se ha perdido de vista que lo más importante para alcanzar el éxito es sugerir o velar todo aquello que no se muestra en pantalla o insinuar tan sólo lo que queda fuera de campo para reforzar nuestra imaginación delirante y desbocar nuestros temores y aprensiones ante lo que quizás, tal vez, podría haber pero no tenemos la certeza de si existe o de si está o de si tan siquiera llegará a manifestarse (o no). Se ha perdido por completo la brújula de la sugerencia o de la insinuación, sucumbiendo al gore más obtuso y la proliferación sanguinolenta más insípida. Quizás el predominio avasallador de los efectos especiales y el acopio redundante de indignos soniquetes de barraca de feria han devastado la inteligencia y pauperizado las propuestas. O que ya nadie se toma en serio las reglas básicas para generar el horror.

Por todo ello, quizás lo que llame más la atención de esta obra del primerizo director de largometrajes Ari Aster (también guionista) sea que se tome la molestia de haberse mirado – con provecho – las mejores muestras del cine clásico, aunque sin renunciar a los aquelarres falleros más funestos y fastidiosos que nos anegan. Al menos trata de elaborar una síntesis provechosa entre lo antiguo y lo moderno, sin dejar títere con cabeza ni proponer nada novedoso, pero habiéndose al menos esforzado en crear algo más que un mero calco insípido y macilento. En definitiva: ¿merece esta cinta los elogios unánimes o los ditirambos despistados de todos aquellos que la elogian? A buen seguro que no. Pero es verdad que dignifica, al menos, la lúgubre historia reciente de un género en franca decadencia.

Lo mejor estriba en el montaje y puesta en escena de la historia que nos ofrece, con unos personajes interesantes y una historia inquietante, mucho mejor en su primera mitad que en su insípido y truculento desenlace, tanto mejor cuando sugiere y no tanto cuando nos muestra lo que en realidad se esconde tras las bambalinas de la oxidada tramoya grandilocuente. Quizás se deba a que le falte pericia en la elaboración del guion, creyendo que un buen punto de partida le asegura, a la fuerza, un final exitoso e inapelable. Pero nada más lejos de ser cierto: cuando tienes que recurrir a coincidencias, arbitrariedades y manipulaciones para encajar las piezas del rompecabezas, queda poco espacio para la disculpa o la indulgencia.

Contar con unos actores ajustados siempre es un buen aval. La presencia de una turbadora Toni Collette es una reconfortante garantía; lo mismo cabe decir del veterano Gabriel Byrne. Imperfecta, sugerente y perturbadora – aunque algo aparatosa.
antonalva
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