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España España · Cáceres
Críticas de Tiggy
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Críticas 329
Críticas ordenadas por utilidad
9
28 de junio de 2020
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Preciosa película que comienza con un disclaimer del autor francés, Jean Delannoy, para posicionar al espectador en un espacio y tiempo de índoles retrógradas como es un colegio jesuita de principios del s. XX (1930), donde el amor está cohibido por la concepción arcaica de la iglesia y sus componentes. La historia cuenta la andanza de Georges de Sarre (Francis Lacombrade), hijo del marqués de Sarre, un alumno excelente que comienza una nueva vida académica en un colegio religioso exclusivo para varones, donde los sentimientos de amistad se atenuarán hasta tal punto de confundirse con el amor, tema tabú en la sociedad en la que discurre la película.

Estructurada en tres capítulos llamados primero, segundo y tercer trimestre académico, Jean Delannoy escampa el terreno para representar el amor en su máximo esplendor mediante la inocencia de la juventud y un trasfondo religioso que, aunque usado a priori para solapar el tema, sugestiona una lectura más profunda del sentimiento de libertad concurridos en sus protagonistas, Georges y Alexandre Motier (Didier Haudepin).

Presentado como un drama fundamentado en la novela homónima de Roger Peyrefitte, la historia en sí va más allá de un amor no correspondido y anulado por las circunstancias adyacentes. Es una plegaria mística a la felicidad, a la libertad, a la vida, todo dado de la mano de una religión mal interpretada y el amor como motor principal, siendo el amor y la religión los titiriteros que manejan los hilos rojos de sus protagonistas, agitándolos salvajemente para devolverlos a una realidad deprimente y obtusa.

La poesía que labra a cincel como si de una escultura se tratara el director es una delicia tanto auditiva como visual, acompañando gentilmente la dramática epopeya de dos enamorados con muchísima templanza en los planos estáticos, simétricos, signos del orden y la rectitud que acompaña la discreta atmósfera que crea, una decoración de interiores cuidada al detalle que consigue introducirnos de lleno en el seno eclesiástico y una música refinada a cargo de Jean Prodromidès que refuerza la estética elevándola a la pureza que albergan sus personajes, especialmente la del pequeño Alexandre, cuyo personaje y formidable interpretación de Didier Haudepin consigue que gran parte de la cinta orbite a su alrededor.

La velocidad vertiginosa con la que el director, con una mesura caballerosa y diplomática, nos introduce en seguida en el tema principal de la película: la homosexualidad, camuflada por la ingenuidad de los personajes de la obra como 'amistad particular', creando una narración que exhibe elegancia con cada pequeño detalle, cada pequeña línea de diálogo donde el arte de la poesía va a ser un tema recurrente implícita y explícitamente, transformando a los personajes con ella en un proceso evolutivo perfecto de introspección espiritual e intelectual, en un coming-of-age de versos desesperados.

Me sorprende para muy bien que el director no emplee las figuras de cardenales y curas como elementos de castigo irracional para sus protagonistas, sino como personas que también aman y comprenden desde otro punto de vista, siendo estos los mayores focos de dubitación y meditación para nuestros protagonistas, ayudando a una construcción de estos lenta, segura y verídica.

Las interpretaciones son clases maestras en esta pequeña producción de la Lux Compagnie Cinématographique de France, sobresaltando en desmedida el torrente interpretativo lleno de furor de Didier cooperando a la perfección con el sosiego frustrado de un Lacombrade muy evocador del mítico Martin LaSalle. Louis Seigner tampoco se queda atrás dando vida a un entrañable Padre Lauzon.

Para ser una película de 1964, Jean Delannoy se sumerge en una alegoría en pos del amor libre en una época donde aún estaba muy lejos del punto en el que estamos hoy día, barajando un tema tabú con sutileza y respeto brindando una trágica historia de amor atemporal al ritmo de la sonoridad de la cultura y lengua francesas. Una obra preciosa. (8.5).
Tiggy
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6
26 de septiembre de 2020
11 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una verdadera sorpresa este reciente wéstern de Justin Lee del que no comprendo la nota tan baja. Badland es una película que engloba los obsoletos subgéneros del wéstern con una producción modesta, recordando a John Ford, Sergio Leone o Sam Peckinpah por el uso de elementos tan presentes en sus estilos. La concepción del personaje, construida en torno al arquetipo que Clint Eastwood dio al género como protagonista, está muy bien hasta el punto de conseguir mezclar la acción, el drama y el romance propio de los wésterns clásicos con su ritmo lento, amenizado por la sensación de estar viendo varias historias por la separación capitular de su argumento como hizo Quentin Tarantino en su último wéstern. El tema de la justicia donde la Guerra de Secesión funciona como su sombra está tratado con mucho clasicismo, dando rienda suelta al caballo que galopa nuestro protagonista, Matthias Breecher (Kevin Makely), por los baldíos inhóspitos del Salvaje Oeste, dando caza a su paz interior. Una obra que alude directamente a películas como Cometieron dos errores (Ted Post, 1968) o El fuera de la ley (Clint Eastwood, 1976), haciendo un solemne tributo a los padres del género y ofreciéndonos una aventura muy entretenida dentro de sus tópicos.

Este tipo de producciones un servidor las recibe con los brazos abiertos ya que, sin suponer un alarde de creatividad o imaginación en un género tan empolvado como explotado en la historia cinematográfica, ofrece una entretenida aventura con la gracia de las viejas glorias bien rodada por parte de Justin Lee. El director, que se muestra a gusto en el género, da con Badland una representación interesante de la América de posguerra, de la justicia, posicionándose en el bando de La Unión mediante su protagonista, un Pinkerton excombatiente al que los fantasmas de la violencia ensombrecen como a William Munny en Sin perdón (Clint Eastwood, 1992).

Para los cometidos citados, Lee usa los recursos apropiados para reunir la esencia del wéstern desde su mirada, usando los clásicos primeros planos de Leone, las panorámicas horizontales de Ford o el montaje de Peckinpah para dejarnos caer en el árido purgatorio, la dura y salvaje vida del Viejo Oeste. A través de su protagonista, la concepción de mujer que salva espiritualmente al protagonista, interpretada por Mira Sorvino, y la justicia, la historia adquiere gradualmente un tono más lento y reflexivo, muy marcado en la comparación del ritmo de los tres primeros capítulos y ese cuarto que funciona como epílogo y recompensa. La reivindicación sobre los derechos humanos es obvia cuando escoges a Tony Todd para interpretar una figura de poder en la América de segunda mitad del s. XIX que manda a un hombre a cobrar el precio de la guerra, en forma de hombres a priori imperdonables por sus delitos y juzgados de una forma que hace replantearse si hay justicia en la pena de muerte, llegando a poner sobre la mesa la polémica de la eutanasia en cierta conversación entre Breecher y el Coronel Reginald Cooke, interpretado por una cara tan conocida en el wéstern como Bruce Dern.

La preciosa fotografía de los paisajes de Santa Clarita por parte de Idan Menin consagra esa ambientación hostil en la que evolucionan sus personajes, donde La Muerte espera en cada camino y de la que Lee doma sus tierras para introducirnos en una road movie que, aunque se estanque en ciertos tramos con una superficialidad pesada (como en el capítulo dos), el director prepara el terreno para ofrecer su última crítica a raíz del abuso de poder por parte de sus mensajeros, de sus Sheriff, más concretamente en uno confederado llamado Huxley Wainwright e interpretado por un Jeff Haley al que la caracterización le sienta tan bien como a su personaje y que recuerda a esos personajes capados totalmente de piedad, cuya visión de la justicia es reprobable, como Little Bill (Gene Hackman) en Sin perdón o Rooster Cogburn en Valor de ley (Henry Hathaway, 1969). Las interpretaciones van por partes. Por uno, tenemos las anodinas del elenco principal como el muy atractivo pero inexpresivo Kevin Makely o Mira Sorvino y, por el otro, los elogiables trabajos de Jeff Haley, Trace Adkins o el inmortal Bruce Dern.

La tensión se mantiene bien, con pulso en secuencias como la pelea entre Breecher y Hector (Omid Zader) o la ‘conversación’ con Huxley, que rastrilla las calurosas arenas de Badland para las catarsis, los grandes momentos que todos los amantes del western amamos: los duelos y tiroteos. A pesar de que esta se presente de manera muy torpe, la esperada acción consigue de vez en cuando los golpes de efecto necesarios para impresionar, pero se precipitan en la falta de creatividad y dinamismo distando mucho de lo que espero ver como espectador en esas secuencias.

El carácter desenfadado de la película, sin ningún tipo de pretensión, es el último empujón que necesita el caballo de Lee para entrar como un wéstern moderno que exhala clasicismo por las puertas de mi gusto personal, haciendo una aventura realmente entretenida, a ratos interesante pero, sobre todo, muy digna para darle una oportunidad.
Tiggy
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3
8 de septiembre de 2020
9 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un filme bastante cochambroso que demuestra que el director es usuario de videojuegos, ya que el argumento en sí parece un popurrí de conocidos títulos como Call of Duty, Halo o Titanfall, incluso tiene un carácter ‘battle royale’, subgénero muy de moda de unos años atrás hasta aquí. Robot Riot es básicamente como estar viendo a alguien jugar al último videojuego de moda, con un argumento burdo y plano, personajes sin personalidad y una camarilla de secuencias de combate y épica, rellenada con clichés. Ryan Staples Scott nos cuenta la historia de un grupo de personas mandadas a una ubicación inhóspita y secreta, faltos de recuerdos y con una amenaza a la que deben enfrentarse: unos robots llamados Mechs, inteligencias artificiales optimizadas creadas por el villano gobierno de EE.UU. y probados con carnaza real. No es un argumento que brille por su originalidad, ya que del estilo podemos encontrarnos con obras magnas como Cube (Vincenzo Natali, 1997) o la reciente El hoyo (Galder Gaztelu-Urrutia, 2019).

Robot Riot, al igual que un FPS, tiene todos los requisitos para formar una historia aburrida. En primer lugar, personajes planos que solo sirven para ver cómo mueren cuyas complejas relaciones se basan en que son aliados y deben ayudarse contra el malo, que sabemos que es malo porque es un alto mando de los Estados Unidos, se viste entero de negro, tiene los típicos esbirros que dudan de su cometido y grita mucho. El malo tiene una flota de mechas programados con una tecnología de aprendizaje, convirtiéndolos en los asesinos más eficientes del mundo. Una necedad donde los niveles de entretenimiento se reducen a secuencias de acción tan mal rodadas que hacen perder al espectador las nociones de espacio en el que se desarrolla, así como la ubicación de los personajes en el escenario e incluso las dimensiones de los antagonistas por el nerviosismo frenético tanto de director como de operarios para buscar la épica donde no se puede sacar por el ínfimo trasfondo de todos los participantes de la contienda. Es decir, nos importa un pepino quién viva o muera, y al director también, solo queremos ver buenas escenas de acción. Pero, exceptuando la final y muy cogida con pinzas, Scott se enreda él solo sin saber salir muy bien de las situaciones que crea, tirando de deus ex machina casi siempre.

La idea sería interesante desde un enfoque no mucho más profundo, pero que sí sirva para ahondar en la amenaza de las máquinas y la IA, y, Scott, si quieres tiranizar a alguien como es EE.UU., por favor, danos razones para comprenderte en lugar de crear un personaje tan arquetipo y risible, anodino y básico, que no infunde mucho más que cierta locura injustificada que solo podemos descubrir por sus súbditos Peterson (Jamie Costa) y Shapiro (Justin France). Scott tiene unos problemas bastante serios con el encuadre, que hace que pierda la seriedad con la que veo esta película, no sabiendo ni qué, ni cuánto ni cómo introducir y mantener la acción de forma fantástica respetando la relación entre los planos, el movimiento de sus actores y la locación en la que se desarrolla, provocando fallos de ráccord bastante vistosos que, por otra parte, ayudan a describir una película que pareciera haber sido estrenada sin una revisión y corrección previa.

El etalonaje es directamente basura, donde en escenas diurnas hay un caos de iluminación que rezuma incoherentemente por todo el plano, mientras que en las nocturnas el encargado se fue a dormir. Hay una escena absurda bastante representativa de esto último, donde nuestros chicos son rodeados de robots sin percibir si quiera una silueta en una noche de luna. La banda sonora se puede escuchar en esta película o en cualquier videojuego, compuesta de sonidos tecnológicos genéricos que pretenden intensificar escenas heroicas sin resultado, en parte por la pésima dirección de Ryan Staples Scott que engorrona el trabajo de sus compañeros. El diseño post-producción, computarizado de manera inexperta, es el responsable de darle más inri a las escenas de acción mediante las amenazas. Unas amenazas cuyos diseños, movimientos y patrones parecen copiados y pegados de un videojuego. De hecho, el modelo Mech Spyder es literalmente igual al AGR del Call of Duty: Black Ops 2 (David Vonderhaar, 2012).

En resumen, otra de esas burdas pequeñas producciones retenidas en la falta de creatividad, su principal problema, y en unas formas de hacer las cosas descuidadas. Por otra parte, se deja ver ya que, a pesar de acumular bastantes incongruencias argumentales, a veces consigue meterte en MechWood (el espacio fílmico), eso sí, mediante recursos externos como carteles o grabaciones, que consiguen crear curiosidad, aunque sin recompensa. La idea que tiene no está mal, pero hubiera sido más sensato explotarla en lugar de obcecarse en soldaditos pegando tiros (y algún genio a machetazos) contra Transformers. (2.5).
Tiggy
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8
20 de marzo de 2020
8 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que pasada esta aproximación al wéstern de factura moderna a cargo de Juliano Dornelles y Kleber Mendonça Filho, que inicia de una forma similar a la popular novela corta de Juan Rulfo, Pedro Páramo solo que, en lugar de llegar a Comala, dos jóvenes emparentados con la vieja Carmelita, entidad importante y fallecida en su senectud, llegan a su respectivo pueblo perdido de la mano de Dios con motivo de su defunción llamado Bacurau, nombre recibido por un ave autóctona del lugar caracterizada porque es negra y solo sale de noche, haciendo alusión a la tez de la mayoría de habitantes que residen en Bacurau, dato que luego explicaré el por qué de su importancia. Tomando la novela mexicana antes citada como referente, aprovecho para significar el movimiento del realismo mágico que, a pesar de no permanecer estrictamente presente a lo largo de la película, sí tiene toques de muchísima relevancia en el desarrollo argumental que chocan inevitablemente con la concepción del espectador sobre la película y la escenografía empleada para que, luego, de una forma muy ingeniosa, se conviertan en recursos explicativos e incluso resolutivos. A raíz del fallecimiento de la anciana, considerada como el alma del pueblo, comienza a reproducirse una atmósfera inquietante que crece a partir de la llegada de dos forasteros y las extrañas muertes consecuentes. Utilizando un prisma sutil trata el racismo y el abuso de poder a través de ciertos estereotipos clichés (conciencudamente, ya que los propios directores utilizan esta desventaja para brindar un diálogo entre Michael (Udo Kier) y Terry (Jonny Mars) espléndido), los directores se valen de la jerarquía de poder político imperante en la sociedad desde tiempos inmemoriales para realizar una denuncia sobre la capacidad que tienen ciertos círculos para actuar a su libre albedrío, permitiéndose realizar auténticas barbaries para sus egoístas cometidos y quedar impunes de ellos. La capacidad que tienen estos dos directores para otorgar carisma y personalidad a personajes nimios me ha parecido única; desde el primero hasta el último personaje que aparece tiene una relevancia especial o, sino, un distintivo que hace no convertirlos en meros extras o gente que pasaba por allí, todos los integrantes de Bacurau son Bacurau. Con esto último tengo que sobresaltar la portentosa interpretación de Sônia Braga (Domingas) que, a pesar de tener tan pocos minutos y pocas aportaciones en la trama, se convierte, de lejos, en el personaje más memorable de la película, junto con un excelentísimo (y voluptuoso) Silvero Pereira (Lunga) y, obviamente, el alemán que mejor hace de alemán: Udo Kier. Algo que también me ha llamado la atención es la inexistencia de personajes protagonistas o secundarios que, remitiéndome a lo antes citado, el protagonista no es otro que Bacurau, el cual funciona a modo de mente colmena. Tomando también muchísimos elementos del terror clásico y el wéstern, su desenlace podría incluso considerarse una alegoría a la famosa película de John Carpenter: Asalto a la comisaría del distrito 13 (1976), o a las populares premisas del wéstern clásico consistentes en el rechazo a los forasteros usando el miedo como catalizador. Algo que ha reunido mi atención en especial es la manera en la que se funde la pobreza (representada de una forma muy clásica a través de las moscas, elemento también muy recurrente en el terror) con las nuevas tecnologías y la dependencia de estas para el día a día, sin que choquen ni resulte extraño al espectador. La técnica de filmación recuerda inequívocamente y, de nuevo, a los wéstern clásicos, tomando planos de cuerpo entero y centrados, los cuales, a través de planos-secuencia, los siguen de forma lineal hasta la resolución de la acción y el enfoque en primer plano del rostro protagonista, ayudándose de unos paisajes desérticos plagados de elementos usualmente asociados al desierto, tanto visual como metafóricamente: cactáceas, crasas, arena, cielos despejados y sentimiento de peligrosidad y soledad. Se nota tanto la influencia como la admiración de los directores hacia la leyenda de John Carpenter al emplear una melodía compuesta por él (Night, perteneciente al álbum Lost Themes de 2015) en muchos momentos y al más puro estilo de La noche de Halloween (1979), basada en la repetición de un mismo ritmo con melodía creciente asentada en el uso de teclados, sintetizadores e infrasonidos que, aunque no casan con la temática de la película, funciona a modo de música extradiegética e incidental. A fin de cuentas, muy buena película brasileña que estoy seguro en su conversión al culto. Me ha flipado.
Tiggy
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7
18 de abril de 2021
7 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Me llama la atención y también me preocupa no saber nada, ni si quiera haber escuchado o leído nada acerca de la historia real en la que se basa Shaka King para Judas y el mesías negro. Conocía a Malcolm X, a Martin Luther King Jr. y a Las Panteras Negras pero... ¿Por qué no conocía a Fred Hampton? ¿Por qué ha tenido que venir un negro a explicarme una parte tan importante de la lucha por los derechos civiles? Pienso que la respuesta es clara. La invisibilización del colectivo afroamericano, sufrida desde que el mundo es mundo, tiende a que se nos comunique la información que solo unos quieren, adulterada y superficial conforme a los intereses de los que nos doblegan, de las altas esferas para las que el capitalismo es su máxima vital. Pero no es una película que solo habla de negros. Es una película que habla de justicia social. De la unión de la gente por una misma causa: la igualdad y la libertad. De mirar a los ojos de quienes nos pisan. De reivindicar la dignidad humana que nos merecemos frente al abuso y corrupción de las caras más torcidas de un sistema que empobrece al pobre y enriquece al rico. Es una película más cristiana que muchas otras que solo se disfrazan con cruces y espinas. Es una película realmente encabronada con una situación de racismo insostenible que no solo pasó, sino que sigue pasando como podemos comprobar. Es un grito de ayuda, de hastío y de rebelión en perfecta armonía con otras de las nominadas a mejor largometraje como Minari. Historia de mi familia (Lee Isaac Chung, 2020) y Una joven prometedora (Emerald Fennell, 2020) que se preocupa lo suficiente para transmitir el mensaje de forma nítida, directo y sin titubeos, sin caer en la acritud de la doctrina o la sensiblería del victimismo en un tipo de cine social en el que esto es fácil cuando la involucración en la lucha de su director es tan grande y firme.

La película soñada por Spike Lee me funciona en muchas cosas, en otras, no tanto. Me encanta cuando se abraza el thriller más intenso con la doble moral del verdadero protagonista de la película, Bill O' Neal (Lakeith Stanfield), en su labor de Cosa impostora infiltrada en la base científica del capitán Hampton (Daniel Kaluya). Y odio cuando se desvía de esta idea con dramatismos y romances disuasorios de esa línea principal. Bill O' Neal es, en lugar de un alienígena capaz de mutar en una persona como en la ineludible La cosa (El enigma de otro mundo) (John Carpenter, 1982), una rata capaz de disfrazarse de la persona que quiera. Un topo que define, en mayor o menor medida, a un gran sector de la sociedad cuyo nulo posicionamiento político, a pesar de pertenecer a la misma raza asesinada o asediada por el mismo ser inhumano e invisible, favorece la labor de acoso y derribo hacia los más vulnerables por ignorancia, parsimonia o mero egoísmo, como tan bien recrea King en su contrargumento con la idea aristotélica de que la virtud está en el término medio. Pero es fácil posicionarse en el término medio, alegando que los 'extremos se chocan', siendo un esclavista como Aristóteles o perteneciendo a una clase privilegiada como Roy Mitchell (Jesse Plemons), ¿verdad?

Y es por esto que funciona tan bien en ese sentido. Porque no es solo la palabra la que apoya el discurso de King, es porque el hecho histórico existe y, más preocupante, se extiende hasta nuestros días. Porque la oratoria de Hampton está constatada y justificada, razón por la que es tan atractiva para el público general que es, en mayor medida, el que sufre la aporofobia del capitalismo. Aunque tenga elementos de la blaxploitation, no pertenece, ni por casualidad, a este movimiento por el simple hecho de que fue una estigmatización en torno a la delincuencia de la población negra, siendo Judas y el mesías negro radicalmente opuesta a estereotipos o sesgos sociales. Es de activismo por la igualdad, y tiene una escena preciosa en la que esto se resume de manera brillante involucrando a los representantes de la herencia cultural sureña tan injustamente analfabetizados por el memorándum popular.

Para tener un buen dúo de actores casi siempre se requiere química entre ellos, pero la antiquímica también es capaz de brindar grandes dúos (véase, por ejemplo, Malcolm McDowell y Robert Shaw en la Caza Humana de Joseph Losey) como, en este caso, el de Kaluya y Stanfield. Consiguen hacer incómodas escenas de fraternidad que deberían aliviar la tensión por la cercanía de una broma o la confidencia de un diálogo, pero el desapego entre ambos actores, la nula complicidad que mantienen es perfecta para potenciar el mensaje de King y la hipocresía de su protagonista. He de decir que, aunque Stanfield tenga mayor presencia en el argumento, Kaluya es capaz de colapsarlo. Quizás sea porque su papel es intencionalmente histriónico o por lo increíblemente carismático y expresivo de su intérprete, pero Kaluya consigue, muy a favor del argumento y mensaje, acobardar en el mejor de los sentidos la buena interpretación de Stanfield. Jesse Plemons también está soberbio en su gélida actuación de la perversión social, replicándolo en forma de hipérbole un hipercaracterizado Martin Sheen que he llegado a confundir con Robert Duvall.

El mayor contrajuego de la película es el marcado ritmo que perpetra el motor de la narración, Billy. No solo es extremadamente lento en muchos tramos, sino que la repetición del mismo concepto hasta las rupturas de tensión se me antojan demasiado monótonos aun entendiendo su necesidad para remarcar el mensaje y hacer más latente la problemática en base a la profundización gradual del conflicto de sus personajes a las que las pobres escenas de acción y thriller no terminan de compensar tan bien como deberían, véase la fugacidad de la escena del primer tiroteo o la reprochable escena del interrogatorio de Judy Harmon (Dominique Thorne) a Billy.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Tiggy
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