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Críticas de Chris Jiménez
Críticas 2.213
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
6
22 de febrero de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Mi profesor de literatura admitió sin reparos que el libro más difícil que podía mandarnos a leer era el "Tiempo de Silencio" de Luis Martín Ribera, y que atrevernos a hacerlo supondría una prueba de fuego a nuestras capacidades.

"Es muy cansino, charlatán y pretencioso, pero es terrible, te come por dentro, lo pasas mal, y a veces hasta te diviertes...como meter en un pozo de agua sucia a Valle-Inclán, Pío Baroja y Marcel Proust, ahí es ná'", decía. La única novela firmada por el también científico y ensayista de origen marroquí significó toda una revolución en la España de los '60, más por su riqueza de recursos estilísticos que por su complejidad argumental; barroca y realista, picaresca y retórica y tan culta a niveles excesivos como irónica y burlesca. Nada fácil adaptar un texto de tal complejidad donde se presentaba un marco social tan espinoso como la España de la posguerra.
Vicente Aranda, que viene de hacer su aplaudido policíaco-"quinqui" "Fanny "Pelopaja" ", va por fin a hacer realidad un sueño que lleva madurando veinte años, desde que leyó el libro por primera vez, sin que ningún productor tuviera el valor de ayudarle en el proyecto; junto a Antonio Rabinad condensa y adapta el inabarcable universo de Martín, dejando una enorme cantidad de recursos y temas por el camino que, de otra forma, perderían encanto y credibilidad en pantalla. El protagonista no es un héroe y tiene el rostro de un joven Imanol Arias en su primera colaboración con el cineasta; él es Pedro, álter-ego del autor y científico que, si bien parece esmerarse en su descubrimiento de una cura contra el cáncer, ya hace tiempo que se rindió y resignó a su precaria situación...

Nos situamos en época mientras Aranda ya nos retuerce el estómago durante unos primeros minutos de explícita crueldad animal y crudo retrato social; época donde España sufre la pobreza y los estragos de una Guerra Civil lejana que ha dejado a la patria quebrada por la mitad: a un lado un microcosmos atestado de la pretenciosidad y la frivolidad que airean orgullosos los burgueses intelectualoides tan liberales y en contacto con la cultura extranjera; al otro un agujero lleno de los despojos sociales más marginales cuyas vidas se guían por la violencia, la traición y la depravación hasta límites insospechados...
Aranda y el genio Josep Rosell recrean esto con todo lujo de detalles, mientras Juan Amorós captura los colores y olores que emana este ambiente corrupto y sórdido de candilejas y chabolas, impregnando la pantalla y ahogándonos en mugre, humedad, moho, alcohol, sexo y calor sofocante. Pedro es un espectador que observa la vida con la misma indiferencia analítica con la que mira por su microscopio, y los seres humanos que circulan a su alrededor son el perfecto reflejo de esos ratones que contagian su cáncer a otros y entre ellos; lo mejor de "Tiempo de Silencio" es su absoluta objetividad para con los personajes y la perspectiva.

Como Martín, Aranda no hace distinciones ni concesiones: a los burgueses de clase alta los ridiculiza y les deja humillarse a sí mismos en su redundante palabrería y en los altaneros modales con los que interactúan; las fuerzas del orden y políticas evidencian una gran falta de comprensión y una total incompetencia; los del estrato social más bajo son bestias anormales que actúan desde la inconsciencia. Y es que aquí sobresale una enorme carencia de dignidad, ética y moral, pues no hay hombre ni mujer que la posea; todos se regocijan en su maldad, torpeza, odio, interés, hipocresía y egoísmo.
Pedro, en su viaje de descubrimiento vital (que no despegará narrativamente hasta esa memorable e indigesta secuencia del aborto practicado en casa de los parientes de su ayudante Amador, y para lo cual hay que esperar más de la cuenta...), es incapaz de enfrentar los males que desde otro plano de realidad amenazan con desbaratar la comodidad de su hermético mundo de probetas y batas blancas. Enfrenta de un modo pésimo (incluso más que en el libro) tanto la muerte como el amor, brindado con excesiva pasión por esa Dorita que, al estar encarnada por la sensual Victoria Abril, adquiere una dimensión mayor que su homólogo literario, llegando a ser el único personaje digno de merecer nuestra compasión.

Juan Echanove como Matías no, claro, porque aparece desdibujado desde la burla, para convertirse en un trasunto patético y charlatán de esos típicos intelectuales burgueses de la época, tan hinchados con su retórica y su léxico de universitarios privilegiados y disfrutando de contactos con las más altas esferas; le sirve a Aranda, además, para seguir jugando con las obsesiones y los complejos sexuales (así, Charo López aparecerá dando vida a su madre y, al mismo tiempo, bajo el estrambótico maquillaje de una prostituta de barrio).
Destacan más los actores cuyos personajes se mueven en el "otro lado": Joaquín Hinojosa dando una presencia imponente a ese "Cartucho" que amenaza a cada segundo la vida de Pedro (y de todo el que se le ponga por delante), o un Paco Rabal soberbio que se trae algo de su Azarías de "Los Santos Inocentes" para dar vida al indeseable "Muecas", sin despreciar a un sólido Juan José Otegui en su rol de inspector obstinado y persistente. Son personajes que acorralan a Pedro desde su aparición, y esa sensación trasciende la pantalla y se abalanza sobre el espectador, hasta verse encerrado junto a él en la celda; y no queda nada al final. Silencio y resignación...

Porque poco más puede hacer Pedro en una sociedad donde la voz de los de abajo no es escuchada por los de arriba, un lugar de perdedores y cobardes sin remedio, de seres humanos que han degenerado en animales cancerosos...
Al igual que la novela, el film aburre y abruma tanto como fascina, asfixia y provoca apatía y repudio...pero a veces una imagen no vale más que mil palabras, ya que no alcanza la riqueza que sí alcanzó Martín en el texto. Se hace eco de ello; será nominada en los Goya pero es una decepción en taquilla...
Chris Jiménez
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4
22 de febrero de 2017
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Un autor de larga carrera llamado Yoshiji Otake crea a principios de los '90 uno de esos cómics que quedan para la posteridad en la Historia del manga, una fábula de aventuras sobre un cruel Japón feudal que se hace pedazos.
Su salvadora es la joven asesina que da nombre a la obra: Azumi.

Y duró la friolera de catorce años, siendo conocido en medio Mundo y recibiendo el de Shizuoka varios premios a su creación; a la mitad de su serialización el mítico pero arrogante productor Mataichiro Yamamoto va y busca a un joven Ryuhei Kitamura que está empezando a destacar en el panorama con alucinógenas propuestas como "Alive" o "Versus" (tal vez la película de yakuzas que Miike habría matado por realizar). Le ofrece una adaptación del manga de Otake con un jugoso presupuesto y responde en consecuencia, pues es un gran fan de este trabajo y de otros del autor.
Sin embargo el proceso para llevarlo a buen puerto es pesado y tedioso, y todo entra en un estado de letargo que al director le cansa hasta lo insoportable. El primer escollo fue adaptar una historia que ya iba por su 9.º año de publicación y estaba llena de miles de subtramas y un rico mosaico de personajes, por tanto en el guión se trató un planteamiento directamente extraído del cómic pero conducido a un argumento autónomo, cosecha del mismo Kitamura; el segundo fue dar con la chica que iba a dar vida a la bella y carismática anti-heroína, en lo que fue un casting de cientos de jóvenes actrices y aspirantes, sin ningún éxito...

Hasta que un tiempo después el cineasta se encontró un póster comercial de Aya Ueto, aún desconocida pero con ansias de hacerse famosa (cómica situación, ya que no sería elegida hasta pasados unos meses más, tras hacerse popular gracias a una serie de televisión). A su versión infantil conocemos en un prólogo que respeta el del manga y que ya muestra todas esas florituras estéticas y visuales tan propios del estilo de Kitamura; Azumi resulta ser reclutada por el maestro Obata junto a otros nueve huérfanos como ella, y manipulada para convertirse en una fuerte y fría asesina.
Eliminando muchos hechos del inicio, el guión no repara en hacernos partícipes de toda la miseria y ruindad de esta tragedia, cuyo maestro de ceremonias es ese terrible Obata con el que jamás simpatizamos (como sucede al fin y al cabo con todos los personajes), un chiflado que cree poder cambiar ese Japón bajo dominio del Shogunato y terminar con las guerras a base de asesinar a los corruptos líderes políticos...así que su cuadrilla de muchachos acaban siendo tan asesinos como aquellos a quienes combaten, dejando en Azumi un poso de amargura y atrapada en un serio dilema moral. Pero aquí la moral poca cabida tiene pues Kitamura es experto en exponer la violencia desde la óptica más frívola y desenfadada posible.

El peregrinaje del grupo de chicos (que mengua de diez a cinco en una secuencia despiadada e indigesta) se verá entorpecido por multitud de personajes y situaciones que descubren las intenciones del anterior; éste, como Kitano hiciera en esas fechas con "Zatoichi", pretende tomar el clasicismo del "ken-geki" y modernizarlo para las nuevas generaciones hasta transformarlo en algo distinto, apostando por la extravagancia visual gracias a un imaginario grotesco, colorido y delirante, muy propio de las estéticas manga, llenándolo todo de escenas de acción espectaculares más cercanas al "wuxia" y al estilo tan efectista y ruidoso que pusieron de moda "Matrix", "Tigre y Dragón", "Blade" o "Kill Bill".
Esta "Azumi" hereda más de Hong Kong y EE.UU. que del cine nipón histórico de antaño, si bien se hallan claras referencias a Kurosawa, Misumi y sobre todo a "Trece Asesinos" y un clásico legendario, "Orochi", cuyo clímax en el pueblo es recreado por Kitamura casi palmo a palmo en una sucesión de ultraviolentas y caóticas secuencias de combate, sin la precisión y belleza que sí lograban los maestros Kudo y Futagawa. Lo mareante y el gusto por la exageración, a lo Miike, abundan tanto como la utilización de efectos digitales (causando un impacto terrible y vergonzoso) en este film que no oculta su condición de obra puramente "exploitation" con ínfulas de grandiosa epopeya épica.

Explotación y serie "B" que cruzan la pantalla haciendo gala de su histrionismo lo más descaradamente posible, y Kitamura se regocija en ello, pero en cuanto a argumento (los agujeros de guión, la incoherencia del desarrollo) y personajes (de pobres caracterizaciones y un tratamiento pésimo que sólo les muestra como despreciables caricaturas apareciendo y desapareciendo sin orden ni concierto) todo flojea. Molesta en especial la composición de la protagonista, algo que la "idol" Ueto se trae junto con su falta de carisma y nervio; ésta no es la Azumi de Otake, es sólo una niñata bonita que hace piruetas (como Trinity) y mueve la espada creyendo dominar a la perfección el arte de la lucha (como Blade).
A la vera de actores terribles y cuyas intervenciones se cuentan por el grado de vergüenza ajena que proyectan (Jo Odagiri, Minoru Matsumoto, Tak Sakaguchi; todos en personajes que ejemplifican la disparatada imaginería del manga) tenemos a veteranos que se amoldan como pueden a las exigencias del guión (y amén que Naoto Takenaka, Kenichi Endo, Kei Sato, Masato Ibu o Yoshio Harada lo sufren en sus carnes). Para colmo, la película es coronada con un colofón ridículo en el navío de Kiyomasa que no se cree nadie y que sigue a una escalofriante conclusión: va a haber secuela.

En opinión de alguien que ha disfrutado con muchos tomos del manga (un agradecimiento cariñoso a mi primo, responsable de inducirme a ello), en esta adaptación falta el respeto a su densidad y oscuridad, porque la tiene, y sobra mucho CGI, mucha cámara histérica, mucha cabriola, mucha actitud "matrixiana".
Pese a todo jóvenes (el público al que iba dirigida) y adultos quedaron impactados y Kitamura vio las puertas del éxito internacional abiertas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Chris Jiménez
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8
22 de febrero de 2017
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Colgado en el vacío de su fantasía, así se encuentra Riggan Thomson cuando se abre el plano dentro de su tranquilo espacio de reflexión y a la vez disgregación de identidad.
¿Qué llegó antes?, ¿el ego o el artista? ¿Cómo conviven ambos y cuál es su poder de destrucción?...porque en este caso el poder es el de nada menos que un superhéroe.

Pareciera coincidencia ser elegido para ponerle rostro Michael Keaton, señor de la fluidez interpretativa, de la humildad y la versatilidad quien para entendidos ha sido el asesino McCabe, el psicótico Hayes o el sagaz agente Nicolette, pero para la inmensa mayoría sigue siendo o Beetlejuice o el primer "Batman", todo un pionero. Sin embargo no fue la primera opción de un González Iñárritu que tras el dramón y fiasco en taquilla "Biutiful" decidió sumergirse en lo que muchos tildaron de "proyecto suicida" donde, a su manera única, valiente e innovadora, deseaba desenmascarar algunas de las más desgarradoras verdades sobre la identidad del artista.
Admirable fue el proceso de elaboración, preproducción y rodaje de "Birdman", concebida en un único (y disfrazado) plano-secuencia que siguiera los pasos de ese Riggan en su intento de ascenso como actor de pleno derecho con la intención de alejarse de su otrora imagen de héroe de acción palomitero. "¿Te has querido reír de mí?", preguntó Keaton al mexicano tras leer el guión. Algo como esta hazaña de enorme planificación, coordinación milimétrica por parte del equipo técnico y artístico y absoluta confianza en el guión sólo podía funcionar, tal vez, en manos del loco de Iñárritu.

La cita que la inicia es la de la misma lápida (y de su poema "Gravy") del genial Ray Carver, cuya figura es de importancia en el film, no sólo porque su amargo relato "What we Talk about When we Talk about Love" es elegido para representarse en obra de teatro, sino por sus similitudes con su autor de tragedias mundanas y vida infernal, así como el tema de la historia: ¿en todo dolor irreparable hay también una muestra de amor incondicional? Se nos obliga a seguir entonces la metamorfosis de Riggan a lo largo de la accidentada producción y la asimilación de una realidad que no puede soportar.
Nos pone en sus zapatos, adoptamos su punto de vista desde un enfoque naturalista absoluto, pues así es la vida: sin cortes de edición. Intrincado sistema apoyado en el ensayo exhaustivo, metodología al borde del hiperrealismo, para el cineasta no hay desafíos que se le resistan, atraviesa la realidad sin concesiones, así todo se presenta tan áspero, tan directo y crudo, también porque esta vez ha preferido experimentar con el humor negro en lugar del drama profundo y pesimista. A mi parecer un estilo más cercano a Paul T. Anderson o Terry Gilliam (otros directores chiflados que sí se habrían atrevido con el proyecto), esta realidad es desgajada sin piedad, de las tripas hacia afuera.

La realidad del mundo del espectáculo en la inmensa Manhattan. Un lugar nada sencillo, un lugar de paranoicos que sólo se odian a sí mismos o a los demás pero quieren ser amados, un agujero de hipocresía, frivolidad y odio en sordina o a voces al que Iñárritu ataca sin ninguna piedad, haciendo alusiones o referencias literales por medio de sus personajes; lo que más brilla aquí no es el talento, sino qué se sacrifica o condena por alcanzarlo si no se tiene realmente. Talento que se confunde con prestigio y fama al mismo tiempo; Mike, un álter-ego nada disimulado de Edward Norton, se regodea en su cinismo y métodos extremos para considerarse un artista...
Por su parte la Lesley de Naomi Watts se desprecia por haber perdido el respeto y amor a sí misma con tal de llegar a pisar Broadway ("Eres actriz...", le responde Laura en un tono seco). Para el director este mundo teatral, unido al de la industria del cine, sólo sigue tendencias y etiquetas, y si algo tiene valor es por la cantidad de atención que la "mass media" le dedica, porque hoy lo "compartido", lo "muy visto" es lo interesante; terrible el discurso que la hija (Emma Stone, imponente) echa a Riggan sobre su ansiada e inútil búsqueda de renovada popularidad en una sociedad donde en realidad no existe ("¡Ni siquiera tienes cuenta de Facebook!").

(CONTINÚA LA CRÍTICA EN ZONA SPOILER)

El director (al contrario que el pobre Cronenberg) triunfa en todos los sentidos, y su técnica, magnificada por un trabajo de cámara magistral de su amigo Emmanuel Lubezki, será tramposa, pero tan desconcertante y potente que te arrastra a su universo de implacable subjetividad sin remedio. Queda preguntarse si Riggan consigue lo mismo que su mentor Carver.
¿Es amado por fin? ¿O es admirado? A la semana siguiente otro actor famoso se pondrá un traje y será la nueva sensación de moda; "¿quién era Riggan Thomson?", se preguntarán todos. Tal vez alguien alcance a decir "¡Ah, sí!, estuvo genial en aquella obra de teatro que vimos en el St. James, ¿verdad?". Ojalá...
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Chris Jiménez
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7
22 de febrero de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
No son pocos quienes mantienen la firme creencia de que "Persiguiendo a Amy" fue la última película realmente memorable de Kevin Smith, cuya trayectoria posterior parecía dirigirse en una clara línea descendente hasta tocar fondo con "Jersey Girl", de la cual todos dudaron que estuviese dirigida por aquel joven que irrumpió en la industria una década antes con la rompedora "Clerks".

Precisamente en 2.006, ya fuera por nostalgia o ganas de lograr un éxito decente en taquilla, el cineasta recuperó a sus personajes para sorpresa de todos en una tardía y, aunque simpática, algo irregular secuela. ¿Cariñoso autohomenaje y guiño a los fans o intento desesperado para seguir reteniendo a éstos?, nunca se sabe. El caso es que la jugada no le resultó mal a Smith, que salió momentáneamente del bache. Para entonces se propuso desarrollar una idea que le llevaba rondando la cabeza desde mediados de los '90: una comedia romántica situada en el mundo de la pornografía, algo que sin embargo nunca pudo poner en práctica.
Lejos de su New Jersey natal éste comenzaría a rodar la que sería su segunda obra no situada dentro del peculiar mundo iniciado en "Clerks" (el "viewaskewniverse"). En efecto estaba empezando a olvidarse de su pequeño universo, aunque el inicio de esta película remite directamente al estilo de sus primeras obras (de hecho uno de los escenarios esenciales será una cafetería/restaurante, lo cual nos traerá recuerdos de su ópera prima...¡además, vuelve el hockey!). Esta vez la acción se sitúa en los suburbios de Pennsylvania, donde residen Zack y Miriam, compañeros y buenos amigos desde la infancia, cuya situación financiera no es muy halagüeña.

Sin poder afrontar las facturas por culpa de su estupidez (pues prefieren gastarse el dinero en otras "cosas") están a un paso de vivir como auténticos mendigos...pero de repente se les ocurre una solución, descabellada e inmoral, con la que poder enriquecerse fácilmente; ese es sin duda uno de los aspectos más interesantes de la trama: no se nos habla de adolescentes que quieran rodar una película porno para pasar el rato, sino de dos personas en la ruina total, sin opciones y con la dignidad por los suelos, a las que no les queda más remedio que perderla del todo si quieren sobrevivir. Así el director, como de costumbre, trata el pesimismo y la amargura existencial desde el punto de vista del humor.
Además de ofrecernos grandes dosis de comedia grosera, ofensiva y bastante estrafalaria (¿ha vuelto el Kevin Smith de "Clerks" y "Mallrats"?, todo apunta a que sí), abordará utilizando la sátira más irreverente distintos temas como el racismo, la homosexualidad (algo que ya había hecho anteriormente) y la industria del porno amateur, lo cual deriva en algo que le acerca a su "yo" juvenil: el tratar desde la nostalgia cómo rodar una película con amigos, un equipo cutre y sin presupuesto; esto también provocará que se envuelva la manta a la cabeza y nos bombardee con un puñado de innumerables referencias cinéfilas, demostrando sin reparo alguno su gran pasión y amor por el oficio.

Uno de esos homenajes y tributos que llevan formando parte de su filmografía desde que comenzó y el cual, como es lógico, no podía faltar en esta ocasión, es el referente a su querida "Star Wars", que aquí parodia sin vergüenza alguna transformando el mítico universo de Lucas en un impagable desvarío porno (para no creerse el ver a Zack de Han Solo o a Barry de R2-D2). Por eso mismo resulta poco agradable que decida destruir (literalmente), no se sabe muy bien por qué, la oportunidad que tendrían los fans de poder asistir a este divertido rodaje; será el segundo giro que tome el argumento y al mismo tiempo su primer bache.
Tras desplazarse la acción hasta la misma cafetería donde trabajan los protagonistas, lo que implica volver a empezar de nuevo ralentizando mucho el ritmo del metraje (en ese momento llevamos casi una hora de película y parece haber pasado ya hora y media), tiene lugar el segundo y más molesto bache de la trama (incluso indigesto, ya que por su culpa ésta se desestructurará perdiendo toda su coherencia narrativa): pese a haber estado soterrada bajo un cúmulo de gamberro y ácido humor negro, la nota romántica emergerá revelándose algo que ya estaba claro desde el principio: el amor entre Zack y Miri, sin duda uno de los motivos esenciales de la historia.

Todo ello provocará que "¿Hacemos una Porno?" resulte al final tan empalagosamente sentimental y tierna como sucedía con "Persiguiendo a Amy" o "Jersey Girl", lo que no le viene muy bien a una película con una premisa tan zafia y cafre como esta. Seth Rogen y Elizabeth Banks, que ya trabajaron en "Virgen a los 40" (hasta veremos a Gerry Bednob en un papel similar), demuestran una gran química y carisma en pantalla, mientras que Craig Robinson, Justin Long, Jeff Anderson y Jason Mewes (estos dos últimos sin interpretar como protagonistas a Randal y Jay por primera vez para Smith) están simplemente impagables; mención aparte merecen el cameo del gran Tom Savini y la aparición de las actrices porno Katie Morgan y (la legendaria) Traci Lords.
El director, que puso mucho empeño y entusiasmo en el film, no tuvo la suerte de su parte cuando sus expectativas de lograr un gran éxito de taquilla no fueron superadas. Dos hechos propiciaron este desastre comercial: la fuerte censura que le impuso la M.P.A.A., con la que Smith batalló duramente, y la nefasta campaña publicitaria que le organizaron los Weinstein, lo cual puso punto y final a una relación que duraba desde hacía catorce años.

Con todos estos problemas, el simpático, controvertido y alocado cóctel entre John Waters, Judd Apatow y John Hughes que es "¿Hacemos una Porno?" termina resultando, pese a su exceso de azúcar en ciertos momentos, satisfactorio para los fans del cineasta, quien no se mostraba así de gamberro, ofensivo, provocador y friki desde los tiempos de "Mallrats".
Chris Jiménez
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8
22 de febrero de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La enfermera Rui le insta entonces a revelarse, y el doctor calla durante un momento.
Esta es una de las secuencias que mejor retrata la descorazonadora lucha interior que mantiene este hombre, contra sus deseos, sus instintos, sus sentimientos, contra los avatares de un destino para el que no parece estar preparado...

Japón en plena ocupación estadounidense. En ese momento dichas autoridades controlan el mundo del cine, que depuran o destruyen los films de propaganda realizados durante la guerra y reorganizan las diferentes productoras; los directores más veteranos, así como los pertenecientes a una nueva generación que cambiará las cosas de cara a la aceptación internacional, se amoldan a las imposiciones. Quedan abandonados los temas de época y muchos mantienen un idilio con el neorrealismo, que ha llegado imponente desde Europa; Akira Kurosawa lo acoge y dedica parte de esta década de posguerra a renovarse como artista.
Se da también un milagro: su encuentro con Toshiro Mifune, casi iniciado en la industria y con quien colabora en la magistral y demoledora "El Ángel Borracho". Entonces acudirá a ver una obra del dramaturgo Kazuo Kikuta, quedará fascinado y decide adaptarla...pero las cosas no van como debieran en Toho, que ha sufrido un cambio de dirección, fuertes despidos y huelgas de cientos de empleados, obligando al director a exiliarse de la productora; funda así una compañía independiente y se asocia con Daiei, trayéndose a Mifune con él para el papel protagonista (al que interpretaba en la obra Minoru Chiaki, futuro colaborador del anterior).

Un escenario agitado hace irrumpir el estruendo en pantalla, de truenos y lluvia incesante; estamos en un hospital militar durante la dura contienda, y Kyoji Fujisaki se encarga de atender con plena dedicación a los heridos. Experto de las emociones y las imágenes, el director nos sumerge en un ambiente desolador, con el olor del barro, el sudor y las heridas supurantes asfixiando la atmósfera; es un incidente inesperado el responsable de una tragedia que removerá existencias, concretamente la del doctor Fujisaki y la del hombre al que salva la vida (Susumu).
Se establece una extraña relación entre estos individuos similar a la de los Sanada y Matsunaga de "El Ángel Borracho", y que sin saberlo acaban transformándose en los dos rostros intercambiables de una misma realidad, que les mantendrá unidos por la infección venérea, invasiva, irremisible. Nos seperamos de ellos, vamos adelante en el tiempo y quedaremos al lado de Kyoji en una clínica dirigida por su padre Konosuke (un envejecido y genial Takashi Shimura), cuyas paredes conformarán el microcosmos de los movimientos, decisiones y sentimientos de todos los personajes, un escenario único y claustrofóbico, respetando Kurosawa su influencia teatral.

De nuevo un clima áspero y decadente, tétrico y frío; la enfermera en prácticas y otrora prostituta Rui espera en el pasillo, maldice su embarazo. El nacimiento es condenado nada más empezar la historia, así como se apela a un discurso muy "mizoguchiano", que la cruza de principio a fin: la supuesta infelicidad de las mujeres por culpa de la maldad de los hombres. Pero este personaje femenino, aborrecible y cínico, estará dotado de una importante evolución, como todos los demás (aunque quizás ella es la que de mejor manera encara sus cambios).
Por otro lado asistimos a la tortura interior de Kyoji, ya con la enfermedad en su sangre, un desastre de la historia que trastoca su vida y la de su antigua prometida, Misao, rostro de la mujer japonesa tradicional y abnegada, quien prefiere someterse a la tristeza debido al rechazo de su amado en lugar de avanzar por sí misma; aun así, la calumnia y la sospecha que generan el comportamiento y la infección no confesada del protagonista (alimentadas por el espíritu receloso de Rui) no abarcan mucho metraje. Kurosawa, manejando con sabiduría los trazos del melodrama, sin concesiones al sentimentalismo, introduce de repente al elemento instigador de estos conflictos y penas.

En su siguiente película, al agente Murakami le es arrebatada parte de su personalidad y su propia existencia cuando un criminal toma su pistola; en esta ocasión Susumu opera este efecto de posesión, con su sangre contaminada como arma, y así se dedica a hacer suya la vida que en principio pertenecía al doctor, si bien termina con el castigo de la autoaniquilación por su recalcitrante malicia. Pero el cineasta, pese a representar con dureza las debilidades de los personajes, no puede evitar hacerlo desde el humanismo, cual Renoir: cada uno tiene sus razones para ser como es, pero también porta en sí el sufrimiento que le ha conducido a ese estado.
Kurosawa efectúa su radiografía de la conducta, la culpa y los impulsos, sin condenar, prestándose a observar la realidad en su más pura, cruda y honesta esencia, como han hecho Gosho, Mizoguchi o Shimizu en su cine. Mifune sorprende en su papel, y le ayuda su gran versatilidad, con la cual saca a relucir su lado interpretativo más dramático y oscuro; destaca su desgarrador monólogo frente a Rui (una también fascinante Noriko Sengoku) sobre la dolorosa angustia de su personaje al rechazar todo aquello que la vida le dio por respeto a la moralidad y ética que exige su trabajo.

Audaz a su modo, ejemplo de esa modernidad que se buscaba en el cine japonés de la época, el "Duelo Silencioso" de Kurosawa sobresale por su poética humanista, tan descarnada a veces como plena de sensibilidad dramática, y sobre todo realista.
A pesar de ver su intenso final manipulado por la censura, los críticos la alaban pero poco impacto tiene a nivel de público; el mismo año, y antes de cambiar su carrera para siempre, aquél intentará equilibrar ambas cosas, y mostrar más que nunca sus influencias americanas, en su obra maestra "El Perro Rabioso".
Chris Jiménez
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