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Críticas de La mirada de Ulises
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Críticas 114
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
10
24 de septiembre de 2014
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Título emblemático del neorrealismo italiano, y paradigma del cine que mira a la realidad para inspirarse en ella sin traicionarla, "Ladrón de bicicletas" (Ladri di biciclette, 1948) es una de esas películas imprescindibles no ya para el cinéfilo sino para cualquiera con interés por nuestra historia reciente. Vittorio De Sica es un humanista comprometido y también alguien que conoce la capacidad de la imagen para reflejar el alma humana. La historia es mínima y bien sencilla: Antonio está en paro y el Ayuntamiento le ofrece un trabajo como cartelista, siempre que tenga una bicicleta; su mujer María (Lianella Carell) es quien toma la iniciativa de empeñar unos juegos de sábanas, y rescatar así la bici de la que hace tiempo tuvo que desprenderse; todo va bien hasta que un día se la roban, y entonces comienza su calvario por las calles de Roma acompañado por su hijo Bruno; ante la imposibilidad de recuperarla, roba una de esas bicicletas aparcadas en plena calle. Y ahí termina su aventura, y ahí comienza su tragedia.

En blanco y negro y con una factura que evidencia el escaso presupuesto con que fue rodada, "Ladrón de bicicletas" es documento de un país en posguerra y también de una cinematografía que asume su responsabilidad ante la verdad. Pobreza, paro y desesperación para unas gentes que viven al día haciendo equilibrios (los empeños y las cuentas con la extra están a la orden del día, y la pizza es un manjar de excepción que hay que comer "sin pensarlo mucho"), mientras otras disfrutan de una exquisita comida o disponen de un servicio doméstico... y casi todos tienen en el fútbol una válvula de escape para tanta miseria y desgracia. Cada plano muestra esa ruinosa situación, y cada movimiento de cámara nos habla de la soledad de unos individuos a los que comienza acompañando para pronto abandonarlos en unas calles despobladas o ante edificios donde su figura humana queda empequeñecida e indefensa. Por ese esenario desolador deambula Antonio son su hijo Bruno, pidiendo trabajo, justicia y humanidad... y encontrando miseria, engaño y anonimato.

Si al principio vemos a Antonio solo y distante del resto que esperan una limosna de trabajo, al final le vemos también solo con su hijo (única compañía, única esperanza) perdiéndose entre la multitud en la oscuridad de la calle... sin bicicleta y sin trabajo, sin honor y sin esperanza. Lo ha perdido todo cuando solo pretendía ser un buen cabeza de familia y un buen ciudadano. Su indudable honradez sucumbió ante la necesidad y ante la tentación de tomarse la justicia por su mano, para acabar siendo como aquellos que él censuraba (interesante dilema moral y aproximación llena de compasión a una conciencia en lucha interior). Y, sin embargo, la cámara de Vittorio De Sica no se queda en los hechos exteriores y penetra en sus almas atribuladas, con un rostro de Antonio (Lamberto Maggiorani) que refleja sufrimiento e impotencia ante la angustiosa mirada de su hijo Bruno (Enzo Staiola).

Por debajo de la bicicleta y de la difícil coyuntura económica, el director italiano sí que se nos presenta como un verdadero vidente (ahí está el curioso apunte costumbrista sobre la superstición y pillería popular), y atisba el problema y la solución a tanta injusticia. Por eso De Sica mira al hombre y advierte su dignidad mancillada, baja a la calle y descubre la verdad de una desigualdad inaceptable, coloca la cámara en el lugar adecuado y registra un mundo en sombras que trata deficientemente de salir de una guerra mundial para seguir con otra llamada fría. De alguna manera, la bicicleta se convierte así en metáfora de una situación humana y social, y su robo nos habla de la usurpación de un derecho -el trabajo- y de una condición que ha sido deshonrada por los verdaderos ladrones del alma y de la dignidad humana.
La mirada de Ulises
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6
24 de septiembre de 2014
2 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Ha entrado en la terna para representar a España en los Oscar, y viene respaldada por un gran éxito de taquilla... después de superar importantes dificultades de producción. Con "El Niño", Daniel Monzón vuelve a acercarse a los segmentos de población más marginales para retratar un submundo de corrupción, necesidad y escasa formación. Aquí nos habla del narcotráfico y de las mafias que se han instalado en la costa de Andalucía y Marruecos, con Gibraltar como escala intermedia. En sus redes caen tres chavales que solo buscan un reto que les divierta, un poco de dinero para salir del paso o la posibilidad de cambiar de vida a algo mejor. Pero hacerse rico en poco tiempo tiene sus riesgos y contrapartidas... y no siempre sale todo a pedir de boca, además de que cuando quieren darse cuenta, quizá sea ya demasiado tarde.

El director de "Celda 211" se confirma en su capacidad para rodar con destreza -basta ver las espectaculares persecuciones del helicóptero- y para contar historias pegadas a la calle... con una puesta en escena realista y eficaz que trata de cogerle el pulso a la sociedad. La ambientación a ambos lados del Estrecho está conseguida, y el casting para los papeles de los delincuentes menores es todo un acierto que contribuye a esa autenticidad buscada: Jesús Castro y Jesús Carroza dan credibilidad con su deje andaluz, mientras que Luis Tosar y Eduard Fernández aportan el peso específico que los policías necesitan. Interpretaciones, diseño de producción y localizaciones hacen, al final, que las dos horas largas que dura la película pasen sin los contratiempos que sufren sus personajes, con buen ritmo y cierto suspense en cada una de las subtramas. Solo la historia romántica carece de fuerza y termina resultando previsible y convencional, mientras que la figura de "el Inglés" no acaba de ensamblarse bien en el conjunto... aunque pretenda hablar de esa mafia misteriosa.

Pero lo más interesante de "El Niño" puede pasar inadvertido. Nos referimos a la galería de personajes que tratan de sobrevivir o de malvivir en esa jungla de pobreza moral que se nos presenta. Tenemos, por una parte, a un par de jóvenes descerebrados sin otro horizonte vital que sentir el riesgo, retar a la autoridad o quedar con una chica detrás de otra... hasta que la vida les hace madurar. También hay policías adultos que se mueven entre el idealismo del héroe justiciero y solitario -escaso atractivo ofrece la vida de Jesús-, y el desengaño del padre divorciado -Sergio- dispuesto a todo para dar a su hija un futuro que él no tuvo. También está ese joven marroquí un poco desorientado y sin raíces... que no sabe lo que quiere, y su misma hermana que solo quiere comenzar una vida digna... más allá de la pobreza y de la violencia machista (tema apenas apuntado, como el de los sin papeles). Y además, esos mafiosos corruptos que mueven los hilos y nunca aparecen, que instrumentalizan a los débiles y cortan cabezas sin escrúpulos... La jungla es variopinta y de ella no es fácil salir sin rasguños ni heridas.

En definitiva, con "El Niño" se nos habla de niños inmaduros y de mayores escépticos, de gentes sin conciencia e individuos explotados, de cargamentos de hachís y de coca en paralelo, y de una red tan intrincada y corrupta que no es fácil de desmontar... pues ahí están esos containers a diario. Son solo catorce kilómetros... pero el camino de retorno es muchas veces intransitable, y por medio siempre quedan algunos cadáveres. Con todo, Daniel Monzón y Jorge Guerricaechevarría consiguen un thriller de acción potente y entretenido, que busca y encuentra un público amplio a través de un modelo de producción comercial y de códigos estandarizados, que acierta en la trama humana y no tanto en la amorosa, y donde unos poderosos tiburones exponen a pobres cebos ante la mirada pasmosa de unos policías solitarios.
La mirada de Ulises
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7
24 de septiembre de 2014
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Robin Wright -que se interpreta a sí misma- es una actriz de Hollywood en horas bajas, cuando recibe una última oferta de trabajo: vender sus derechos de imagen, después de que se digitalice su figura, gestos y expresiones, para ser utilizada en cualquier tipo de película... siempre en una eterna juventud. A regañadientes y para poder dedicarse al cuidado de su hijo enfermo, acepta la propuesta y desaparece del mundillo cinematográfico hasta que pasan los veinte años del contrato firmado. Entonces asiste al Congreso Futurista, donde descubre el trabajo que se ha hecho en la pantalla con su imagen... en una especie de viaje alucinante a una fantasía animada, con creaciones de mundos a la carta para cada espectador y con sustancias químicas que transportan a sus personajes a un sueño sensorial de engaño.

¿Qué es el cine y qué puede llegar a ser en un futuro inmediato? ¿Qué es la felicidad y cómo podemos perseguir señuelos que nos prometen libertad y verdad a bajo coste? Eso es lo que pretende decirnos Ari Folman en "El Congreso", a partir de la novela de Stanislaw Lem "Congreso de futurología". Nos ofrece una melancólica y triste historia de búsqueda de libertad para decidir, y también un viaje de ida y vuelta que va desde la realidad hasta el otro lado... el de la fantasía. Lo real parece ceder terreno y ser engullido por la tecnología y la química... dispuestas a dar al público y al ciudadano aquello que quiere ver y sentir. Cada individuo crea su propia realidad en el reino del subjetivismo... que será oscura o luminosa según prefiera, mientras que el espectador es invitado a percibir sensaciones fútiles y placenteras (en su imaginación se construye todo), a convertirse por un instante en su ídolo de la gran pantalla... e incluso a bebérselo en un batido. No importa la verdad, solo lo que uno sienta y quiera... y por otro lado, siempre hay quien está empeñado que ese orden establecido permanezca inalterable, porque una población idiotizada es fácilmente controlable... además de reportar suculentos beneficios.

Vemos cómo Robin Wright se resiste a perder el poder de decidir sobre su imagen, pero también cómo sucumbe... porque la presión de Hollywood es muy fuerte (la crítica es tan mordaz como feroz, por ejemplo en los primeros instantes en el Congreso). Más tarde será tentada de nuevo a vender su alma al diablo... en otro robo de humanidad, y entonces solo el vínculo con su hijo Aaron parece despertarla de un letargo alucinógeno. Una vez más, el narcisismo y el instante efímero de la posmodernidad pretenden socavar el personalismo realista, mientras que la ficción más engañosa y manipuladora trata de reducir el cine a un producto de consumo y aturdimiento. ¿Va el cine hacia ese terreno de deshumanización? ¿Se ofrecerá una película a la carta para cada espectador? Y no solo el espectador de cine sino también el mismo individuo, ¿logrará escapar a esa droga consumista de dejarse conducir en sus sensaciones?

Arriesga Ari Folman en un formato mixto de imágenes reales y de animación, con transiciones logradas y una expresividad que pasa holgadamente la prueba. El rostro de la Robin Wright real -gran interpretación, con una clase antológica durante el proceso de digitalización- y también el de la animada... es siempre triste y apagado, como si se tratara de una batalla perdida de antemano, como si la única salida digna fuera aceptar el consuelo de ese mundo de imaginación... aún conociendo su falsedad. "El Congreso" es una película para la reflexión meta-cinematográfica y antropológica, para el discurso sociológico y cultural, y quien la vea tendrá que decidir si quiere permanecer de este lado o se pasa al otro, si quiere tomar la cápsula de la realidad o huir a otros mundos más complacientes y evasivos. Durante dos horas habrá asistido a un viaje alucinante y doloroso al engaño y la mentira, en el que cada cual se fabrica un mundo a la medida... donde lo humano ha sido desterrado porque no es tan ideal y colorista como lo que la fantasía procura.
La mirada de Ulises
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9
24 de septiembre de 2014
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la trilogía que comenzaba con "Antes del amanecer", Richard Linklater nos presentaba la vida de Celine y Jesse en tres fogonazos llenos de frescura y autenticidad, con aproximadamente diez años de separación entre ellos. Ahora, en "Boyhood. Momentos de una vida" son doce los retazos que muestran a Mason desde los seis hasta los dieciocho años. Sin embargo, en este caso no son momentos yuxtapuestos sino perfectamente ensamblados en un todo orgánico y armónico, y eso no porque trabaje con los mismos actores-protagonistas y les haya citado para el rodaje en distintos periodos de su vida real, sino porque Linklater consigue mostrar el continuum que es la vida y también los instantes que marcan la vida del chaval, como si hubieran quedado grabados en su memoria y congelados en esas fotografías que saca con tanta pasión.

Sin duda, desde el punto de vista narrativo y formal, el director emplea magistralmente las elipsis y la historia no sufre los necesarios saltos temporales, mientras que los personajes avanzan con asombrosa naturalidad y evolucionan en sus caracteres. La vida fluye y vemos cómo la mirada inocente y luminosa del niño se transforma en la de un adolescente que parece estar siempre en un entierro, o cómo su hermana Sam pierde el desparpajo y tono cursi iniciales para hundirse en un estado de autismo y somnolencia. Tampoco el entorno permanece estable, y los padres/padrastros de suceden y los mismos críos cambian una y otra vez de domicilio. Como consecuencia, el escenario familiar deja mella en Mason y Sam, y el escepticismo asoma ante un futuro en el que hay que descubrir los instantes de felicidad en cada etapa... porque no siempre es fácil capturarlos, y que empuja a preguntarse para qué sirve pasar por todo eso.

Mason (Ellar Coltrane, de niño y adolescente) adopta la actitud de un observador permanentemente insatisfecho, de alguien que tiene que madurar aceptando una realidad imperfecta que no es de su gusto, de un adolescente que le da muchas vueltas al coco tratando de entender al padrastro autoritario o a esa chica de intenciones complicadas. Lo suyo es sacar fotografías y dejar en ellas su espíritu creativo, reflejar en esas instantáneas una sensibilidad herida por la vida y también un modo narcisista de ver la realidad. Él es el centro de todo y el punto de vista con el que valorar las cosas, mientras que lo importante es sentir cosas nuevas y no pararse en los obstáculos: carpe diem se dice y hacer que toda la vida se reduzca al momento presente. En su padre (Ethan Hawke, pletórico de fuerza) ve un hombre idealista y romántico, artista y soñador... y así le quiere; en su madre (Patricia Arquette, frágil y firme a la vez) ve una mujer luchadora y responsable que no ha tenido suerte con los hombres... y así la quiere.

Ellos han sido su familia a pesar de los pesares y del fracaso como tal, aunque le hayan sumido durante esos años en un estado de confusión permanente, e incluso aunque le hayan transmitido su propia inmadurez y falta de recursos morales... como si vivieran en el universo de Harry Potter o de la guerra de las galaxias, o como si todo encontrase respuesta en esos tratados teóricos de psicología. Ahora, Mason tiene que dar el salto y enfrentarse a la realidad, asumir sus responsabilidades para así graduarse en la vida y no solo en el instituto, y en ese empeño está esa criatura de ojos azules... deseando dejar atrás el triste entierro familiar y abrirse al amor que se le presenta en su primer día de universidad. En "Boyhood (Momentos de una vida)" todo discurre sin sobresaltos ni brusquedades, y se ve con gusto y sin mirar el reloj durante las casi tres horas de duración, señal de que su director ha sabido captar la vida real, y no empantanarse en artificios de falsedad. El paso del tiempo y las heridas que deja en el alma están ahí... lo mismo que el deseo de encontrarle un sentido y de aprender a vivir.
La mirada de Ulises
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5
17 de julio de 2014
13 de 15 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay películas que tienen todo su atractivo en contar historias que responden a hechos reales, pero que después... en la pantalla pierden gran parte de esa fuerza y no consiguen arrancar emociones sinceras del espectador. Es el caso de "Un largo viaje", drama épico-histórico firmado por Jonathan Teplitzky en donde Eric Lomax, un oficial británico de la Segunda Guerra Mundial retirado, se ve obligado a volver al campo de prisioneros japonés donde fue, junto a sus compañeros, torturado y mancillado. Ahora, cuarenta años después y casado con Patti, Eric necesita curar esas heridas que le quitan el sueño y la vida, y lo hace cuando se entera que su torturador Nagase sigue vivo.

Movido por las buenas intenciones de rendir homenaje a esos héroes y a esas víctimas de la guerra, el director recurre al contraste como vía para lanzar su mensaje pacifista y reconciliador, y traza una pintura negrísima en el trato recibido por esos prisioneros, con escenas brutales y explícitas que no hacen sino mostrar el lado salvaje de la condición humana: son años de muerte que llegan con ese ferrocarril que Eric planea. Cuando quiere mostrar el lado regenerador de unos y otros, Teplitzky apela al sentimiento y al perdón... pero no conmueve a quien ha quedado sepultado por tanto odio y crueldad: son años de vida pero que, en este segundo viaje de Eric, sirven únicamente para devolver de manera artificiosa la paz al espíritu... sin antes haber dado muestras de arrepentimiento y reconstrucción interior. Por eso, el mensaje de haber descubierto "el amor a la vida" -que Nagase señala- no llega al espectador.

No ayuda en esa conversión del corazón la interpretación de Colin Firth, demasiado afectado y apesadumbrado, en un trabajo que sin duda no está entre sus mejores papeles. El de Nicole Kidman trata de aportar la dulzura que explique el cambio de este veterano de guerra, pero entre ellos no hay química y ambos se quedan en personajes a merced de un guión. A la hora de buscar las causas de esa falta de fuerza dramática, también hay que mirar a un deficiente uso de los flash back, que más que mostrar la heridas abiertas por el pasado... lo que hacen es romper la película en dos, invitarnos a descubrir qué pasó en esa sala de tortura... pero no a percibir el dolor que se esconde en esos silencios. Por otra parte, la puesta en escena es convencional y sin lugar para la sorpresa en sus giros dramáticos, el guión resulta irregular con subtramas mal engarzadas, y la banda sonora se vuelve por momentos efectista y demasiado presente.

En el lado positivo de la balanza, hay que decir que la fotografía y el diseño de producción están muy cuidadas y recrean con eficacia los ambientes. En definitiva, "Un largo viaje" quiere ser un viaje a la muerte y otro a la vida... y consigue más lo primero que lo segundo, con una apuesta por el pacifismo que pierde fuerza por la falta de sutileza e interiorización y por la explicitud de la violencia. Por eso, la cinta se queda en una película interesante por la realidad histórica que nos cuenta, pero no por la dramaturgia de una historia que ofrecía y se merecía más. La doble mención a David Lean y su puente sobre el río Kway no hacen, en ese sentido, sino dejar en evidencia a la película de Teplitzky, a lo que la realidad ofrece y la ficción pueden desperdiciar.
La mirada de Ulises
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