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Críticas de Juan Marey
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Críticas 637
Críticas ordenadas por fecha (desc.)
8
31 de enero de 2024
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Reaccionando contra el modernismo curvilíneo y recargado del “Art Nouveau” de la belle époque, surgió el “Art déco”, ascendió con una escenografía de la modernidad más estilizada, en compañía del jazz, de los primeros automóviles de carreras, del constructivismo soviético y del dinamismo propio de los años veinte. Su nacimiento oficial tuvo lugar en París, con motivo de la “Exposición Internacional de las Artes Decorativas e Industriales Modernas” (abril-octubre de 1925), para la que el arquitecto Robert Mallet-Stevens, que llegaría a ser en 1929 el primer presidente de la Unión de Artistas Modernos, realizó el Pabellón de Turismo, los materiales predilectos de esta nueva estética fueron el acero, el vidrio, la cerámica, las maderas nobles y el marfil, y su canon la elegancia geométrica basada en la simplicidad, sus entornos se emparentaban, de algún modo, al futurismo, al cubismo, a la música de Igor Stravinsky y a la estilizada figura de Josephine Baker, que triunfaba en todos los escenarios. Como apóstol de la modernidad “Art déco”, a Mallet-Stevens le interesó también el cine, resultando ejemplares sus colaboraciones con el director francés Marcel L´Herbier en sus filmes “La inhumana” (1924) y “El vértigo” (1926), que causaron asombro en su tiempo.

Hoy nos ocuparemos de esa obra inclasificable que es “La inhumana”, para dar una idea de su sofisticación escenográfica sólo recordar que Mallet-Stevens se ocupó de los decorados en exteriores, o que el pintor cubista Fernand Léger realizó los laboratorios, Pierre Chéreau se ocupó del mobiliario, los objetos decorativos fueron una aportación de Lalique, Puigforcat y Jean Luce, las joyas procedían de Raymond Templier y el vestuario de Paul Poiret, toda una insólita conjunción de talentos.

Entre unos indescriptibles decorados futuristas se desarrolla esta disparatada historia de amor de un científico hacia una mujer calificada de inhumana solo porque rechaza a sus pretendientes, se percibe enseguida que su autor está fundamentalmente preocupado por la estética, por el vanguardismo, por aclimatar las corrientes arquitectónicas y pictóricas al cine, la historia es lo de menos, lo realmente significativo de esta película es el talento que L'Herbier, como ya comentamos antes, consigue atraer a esta producción a artistas como Fernand Léger o el arquitecto Rob Mallet-Stevens, así la película consigue convertirse, a través de su diseño de producción, la fotografía o los decorados, en una condensación de las vanguardias artísticas de los años veinte.

Entre el poco éxito que tuvo en su época y el implacable paso de la noche de los tiempos, la película ha sido poco conocida, pero toca hoy rescatarla del olvido y sumarla como una más de esas estupendas obras que los artistas de Vanguardia ayudaron a crear en aquella época, con emblemáticos productos como “Aelita” (1924) de Yácob Protazanov, o “Metropolis” (1927) y la mujer en la Luna” (1929) de Fritz Lang.
Juan Marey
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7
29 de enero de 2024
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Rodada en las calles de Moscú la película tiene la frescura de las comedias mudas estadounidenses de la época, en la superficie hay poco original, al menos nada que la eleve por encima de las divertidas payasadas habituales de las comedias de Hollywood de finales de los años 10, pero hay algo imperceptiblemente hipnotizante de principio a fin, se debe en parte al suave y relajante viaje que el director nos ofrece por las calles de Moscú, pero también y sobre todo por la rareza poética del ambiente creado, donde la película funciona mejor es en su capacidad para tomarse su tiempo, de deambular a través de pequeños gestos y pensamientos visuales. En las comedias estadounidenses de la época el ritmo solía ser mucho más rápido, aquí no sucede esto, se dejó que la olla hirviera poco a poco, a fuego lento, con la esperanza de que algo especial saliera a la superficie.

En la película, la realidad cotidiana de la revolución bolchevique ha quedado completamente relegada a un segundo plano, tanto hombres como mujeres cometen despreocupadamente las aventuras más locas en su búsqueda amorosa y parecen no tener objetivos más importantes. Aunque las mayores simpatías recaen en la cigarrera de clase trabajadora, el contraste entre ella y el estadounidense rico no está representado con el filo de una navaja ideológica, en un momento dado incluso quiere entregarse a él con la sabiduría popular prerrevolucionaria: "la mojigatería es un lujo que una chica pobre no puede permitirse", pero claro, las jóvenes y hermosas cigarreras rusas simplemente nunca deberían casarse con gordinflones estadounidenses gordos por muchos dólares que posean. También es divertida la representación del mundo del cine, una animada parodia, el director para quien trabaja el camarógrafo Latoegin, es un pequeño y ridículo personajillo que lleva consigo un gran megáfono para transmitir sus órdenes.

Una entretenida comedia de enredos al estilo ruso, con un excelente manejo de cámara y unos exteriores de Moscú dignos de verse, una mirada extremadamente valiosa del viejo Moscú antes de que fuera destruido durante el período de Stalin. Por cierto, tras su estreno, “La vendedora de cigarrillos de Mosselprom” fue recibida con pocos elogios por parte de los críticos rusos que la consideraron vulgar y demasiado americana, pero los espectadores en general se mostraron mucho más entusiastas. tanto es así, que Ilyinsky saltó a la fama nacional prácticamente de la noche a la mañana, llegando incluso a tener un planeta que lleva su nombre, el planeta “3622-Ilyinsky” seguro que todavía debe brillar en alguna parte ¿Cuántas otras estrellas de cine pueden afirmar haber sido inmortalizadas en las mismas estrellas? La propia Yuliya Solntseva se unió a Ilyinski en los cielos cuando interpretó “Aelita”, también en 1924, posteriormente se convirtió por derecho propio en una de las directoras más respetadas de Rusia.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Juan Marey
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8
28 de enero de 2024
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En sus películas Ophüls atrapa a sus protagonistas en el amor, en su ilusión de amor, y les obliga a sentir el peso de amar, fue un maestro de los detalles y de la planificación, del uso de los espacios y de la cámara, en definitiva, un maestro de un tipo de cine ahora igual de inexistente que el momento recreado en la pantalla, una muestra más de esto de lo que os estoy hablando es la estupenda película que hoy nos ocupa, “De Mayerling a Sarajevo”, consciente de su intención, la de ir más allá de la realidad y crear un espacio melodramático y romántico, el director advierte antes de iniciarla que no tiene la pretensión de mostrar la realidad histórica tal como podría impartirse en un aula académica, aunque no por ello deje de indagar en el período que muestra en la pantalla.

La denominada “Tragedia de Mayerling”, el pacto de suicidio con el que en 1889 habían resuelto su amor desgraciado Rodolfo de Habsburgo, heredero del Imperio austrohúngaro, y la baronesa de Vetsera, ya había sido llevado al cine cuatro años antes en otra producción francesa, “Sueños de príncipe”, la historia se recuperará por cierto en 1949 en “El secreto de Mayerling” y en otra versión de 1968 con Omar Shariff, Catherine Deneuve, James Mason y Ava Gardner. En “De Mayerling a Sarajevo”, Max Ophüls toma esta referencia inicial para abundar en los dramas románticos de la corte austrohúngara, esta vez a partir de la figura de otro heredero, Francisco Fernando y su matrimonio con la condesa checa Sofía Chotek, desaprobado por la monarquía imperial y destrozado finalmente por el magnicidio de Sarajevo que serviría de pistoletazo de salida para la Primera Guerra Mundial.

Nos encontramos con una reconstrucción de época, tan querida siempre por Ophüls, que combina en su premisa argumental, un inicio de alta comedia, derivando poco a poco en una reconstrucción histórica de sombrío perfil, sobre el que se insertará una inesperada e intensa historia de amor, que en todo momento aparecerá como elemento de sentida oposición, a cuanto de artificio, insincero y fútil, define ese mundo de opereta que rodea la dinastía de los Habsburgo. Hay una idealización romántica de los protagonistas, modernos, hermosos y en pugna no solo por su amor, sino también por el de todos sus súbditos, por oposición, Ophüls dibuja un ácido retrato de la vida cortesana, casi caricaturesco, de la mano de personajes como el cínico príncipe de Montenuovo, muchas veces envuelto en sombras, o el de por sí achacoso emperador Francisco José, éstos son los principales artífices de un sistema de tradiciones, protocolos e imposiciones que convierte en prisioneros y niegan la felicidad a los protagonistas.

Una de las películas menos comentadas en la filmografía de un cineasta hoy en día demasiado orillado, una película magnífica, reveladora de las mejores cualidades de su artífice, una obra de obligada reivindicación dentro de la filmografía de uno de los grandes románticos del Séptimo Arte; Max Ophuls.
Juan Marey
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8
26 de enero de 2024
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Rudolph Maté, nacido en 1898 en Cracovia (ciudad del imperio Austro-Húngaro por aquel entonces), se convirtió en un camarógrafo de referencia después de colaborar con el director danés Carl Theodor Dreyer en dos obras maestras de la talla de “La pasión de Juana de Arco” (1928) y “Vampyr” (1932); a mediados de la década de los años treinta cruzó el charco e inició una prolífica etapa en Hollywood, siendo nominado al Oscar a la mejor fotografía cinco veces consecutivas entre 1940 y 1944. En 1947 decidió dar un giro a su carrera y comenzó a dirigir sus propias películas, su ópera prima fue la comedia romántica “Tienes que ser tú” (1947), interpretada por Ginger Rogers y Cornel Wilde, pero la piedra angular de su filmografía como director es sin duda “Con las horas contadas” (D.O.A.). Russell Rouse y Clarence Green fueron los encargados de escribir la historia y adaptarla a la gran pantalla, su trabajo es el pilar sobre el que se asienta la película, con un argumento enrevesado narrado por el protagonista en un prolongado y trepidante flashback a lo largo del cual se va desentrañando una oscura trama por la que van desfilando toda una suerte de personajes rastreros y sin escrúpulos. A destacar también la brillantísima fotografía en blanco y negro de Ernest Laszlo, utilizada por el director para imprimir en la obra su particular estilo visual, con travellings sutiles, acciones continuas en un mismo plano y atmósferas urbanas que amplifican el estado de hostigamiento del protagonista transmitiéndolo de forma magistral al espectador.

D.O.A. (“Death On Arrival”, que podríamos traducir como “muerto al llegar”) es conocida fundamentalmente por su curiosa premisa, que el protagonista investiga su propia muerte, pero más allá de eso es otro fantástico ejemplo de ese maravilloso cine negro que se hacía por aquella época en Hollywood, una película con un ritmo imparable y, como ya hemos comentado antes, con un argumento bastante enrevesado, pero da un poco lo mismo porque fílmicamente es todo frenesí y no te deja tiempo ni para pensar. Son fantásticos sus planos callejeros, quemados por el sol de California, también circula por allí un tipo que hace de matón de metro y medio que no tiene pinta de haber superado muchos castings y que cuando se aburre mira a cámara con un ojo solo, porque es bizco, pero una vez que te fijas en él ya no puedes dejar de vigilarlo, y claro, después tenemos al Señor Frank Bigelow que nos cuenta cómo ha vivido su última pesadilla, saber que va a morir dentro de unas horas, pero sin saber el por qué, el papel de Frank lo interpreta magistralmente Edmond O'Brien que, por fin, deja de ser el actor de reparto de tantas películas –aunque con la recompensa del Oscar– y lleva todo el peso de la película con el abanico completo de las emociones que la situación exige.

Una de las mejores muestras de “film noir” de su época, lo cual es mucho decir, una fantástica película con un perfecto equilibrio entre acción, violencia, drama, romance y un suspense electrizante, todo ello aderezado con unas finas gotas de humor negro.
Juan Marey
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8
21 de enero de 2024
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El western es uno de los géneros menos valorados por muchos de los que podríamos denominar como cinéfilos de la nueva ola, quienes lo delegan a un asunto de evasión trivial que está reservado a ancianitos que rememoran sentados ante el televisor sus días de infancia, cuando este tipo de películas se rodaban de forma masiva. Si muchos de estos llamados cinéfilos incluso miran de manera condescendiente películas de autores de la talla de John Ford, Anthony Mann o Delmer Daves, la serie B está relegada para ellos al mayor de los desprecios, pues bien, “Cuatro caras del Oeste” (Four Faces West, 1948) es un magnífico ejemplo de lo que estamos hablando, una película totalmente desconocida hoy en día, pero una buen muestra del alto nivel medio de calidad del género en aquella época.

Pasa por ser la mejor película del último período de la carrera de Alfred E. Green, director todoterreno y extremadamente prolífico cuya trayectoria se inició en la época muda. La película recupera a un famoso escritor de novelas de vaqueros, Eugene Manlove Rhodes, cuyas obras estaban muy en boga en la época en la que Alfred E. Green iniciaba su andadura como director, uno de esos libros, “Pasó por aquí”, es el que se adapta en este film de manera tan sencilla como modélica. Cuenta una hermosa historia de frontera, una historia de redención, la acción nos lleva a trenes, estaciones, carromatos, casas de postas, montañas, ríos, caballos, polvo, sudor, a días y a noches… y todo ello rodado con una maravillosa fotografía en blanco y negro obra de Russell Harlan, mostrándonos los parajes desolados y épicos de Nuevo Méjico.

Hay muchas películas legendarias en el western, de esas que se recuerdan siempre por sus imágenes, personajes o diálogos, pero junto a esos monumentos coexisten pequeñas joyas escondidas que atesoran el secreto del género, pureza narrativa, cierta ingenuidad en la trama y los personajes, el valor del paisaje, la tersura del estilo, la naturalidad de la actuación de los actores... por eso, y en honor de ese western esencial, inmortal, el que, al menos a algunos, nos hace latir el corazón y aviva los recuerdos de tardes de juegos de indios y vaqueros, de programas dobles de pipas en cines con suelo de madera que retumbaba cuando la grey azuzaba una buena cabalgada de los buenos o la caballería llamada por el clarín, quiero rescatar del olvido esta estupenda película, “Cuatro caras del oeste”.

La película emociona por su pureza, su simplicidad, su naturalidad, es un cuento, nada de leyendas, sino de testimonios grabados en roca de gente que “pasó por aquí”, de gente bien, aunque no aprecien del todo ciertos conceptos bienqueridos por la gente de orden estricto, sobre todo si hay dinero por medio, pero al fin y al cabo estamos en la frontera, en un país que se hace a golpes de violencia, leyes difusas y pérdidas irremediables. Y si la historia resulta espléndida, no lo es menos la puesta en escena de Alfred E. Green, aquí Green aplica a las imágenes la impronta del cine negro, trabajando las sombras como reflejo de los estadios emocionales de los personajes, e incluso en las tomas diurnas la fisicidad de los negros prepondera en la fotografía excepcional de Russell Harlan, los encuadres en picado y contrapicado, para destacar un personaje por encima del otro, predominan a lo largo del film, que supone una fábula de la vieja frontera acerca de la nobleza y el respeto por encima de los demás valores.
Juan Marey
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