No sería justo denegar cualquier atisbo de mérito a Rob Marshall, no en vano asistimos a un espectáculo de coreografías bien elaboradas, un diseño de producción y vestuario excelentes y aun empaque técnico, en general, de primer orden.

Pero es en el apartado de la dirección de actores donde el cineasta demuestra saber sacar petróleo de lo imposible. Es en este film donde su trío protagonista ofrece probablemente lo mejor de ellos mismos, con un intensa, y muy deudora de la Liza Minelli de Cabaret, Catherine Zeta Jones; un desenfadado e increíblemente expresivo Richard Gere y una Reneé Zellwegger que por una vez no sólo no se encarga de arruinar la función sino que ofrece una interpretación creíble en cuanto a verosimilitud y desarrollo del personaje.

Sin embargo Chicago adolece de un gran problema: su valor cinematográfico es absolutamente nulo. No se trata sólo del hecho de hallarnos ante una traslación plana, directa y fotocopiada de las tablas a la pantalla, sino que es alarmante su falta de imaginación en lo formal, en arriesgar a buscar nuevas formas que suplan la vacuidad de la propuesta.

Hay que tener en cuenta que estamos ante una historia que podría ser seguida mediante un uso exclusivamente auditivo a través de la banda sonora y que por tanto debería dejar un margen amplio para que el componente visual no sea un mero adorno o acompañamiento, sino un pilar esencial de comprensión y atracción, algo más que una sosa y descafeinada sucesión de planos perfectos y coordinados pero que limitan a calcar el elemento teatral, despojando a la película de capacidad de sorprender, limitándola en definitiva a ser un artefacto vacuo, una versión más de la obra, una pieza de intrascendencia creativa, de artificio sin sentido.