A veces todos ansiamos algo y no sabemos qué. Tristana en esta adaptación buñueliana de Benito Pérez Galdós, ansía su libertad y va a por ella. La vida a veces se pone por delante y le hace retroceder al lugar que consideró cárcel en el que era presa del deseo de Don Lope, libertino agasajador que cree en un amor libre sin ataduras.

La evolución del personaje de Tristana a lo largo de la histora es caramelo en boca para cualquier intérprete, de inocente a mala y de bella a lisiada, abstrae esas leyes inexplicables por la que se rige la existencia, que siempre más tarde o más temprano nos gana la partida.

Por eso Don Lope (Rey), en la antesala de su muerte se rodea de curas y se rinde ante lo que que reniega durante la mayor parte de su vida. Otro trayecto vital inconmensurable. Otro personaje aplastante.

Los actores superiores, otra casta que con sólo aparecer en la pantalla ya centran las miradas en ellos, por su trayectoria, prestancia y capacidad para desarrollar un subtexto latente.

Buñuel no nos traiciona, como siempre su imaginación en alza, en su mejor momento donde la narración y el surrealismo llegan a ensamblarse como piezas de ingenieria. Funciona y no sabemos porqué. La escena en la que Tristana (Catherine Deneuve) come migas con el campanero y su posterior visita al campanario pasa, a mi modo de ver y valga la redundancia, a ser una de las mejores escenas de la historia del cine.