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España España · Salamanca
Voto de La Maga:
9
Drama Cuatro niños, hijos de distinto padre, viven felices con su madre en un pisito de Tokio, aunque nunca han ido al colegio. Un buen día, la madre desaparece dejando algo de dinero y una nota en la que encarga al hijo mayor que se ocupe de sus hermanos. Condenados a una dura vida que nadie conoce, se verán obligados a organizar su pequeño mundo según unas reglas que les permitan sobrevivir. Sin embargo, el contacto con el mundo exterior ... [+]
4 de marzo de 2007
9 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tras Moboroshi no hikari, Wandafuru raifu (del que ya se disponen a hacer un remake norteamericano) y Distance, Hirokazu Kore-Eda se inspira en una noticia aparecida en los diarios sensacionalistas de su país. Nadie sabe quién ha podido experimentar un suceso tan insólito como el de estos chicos, nadie sabe a quién hay que juzgar, o eso al menos es lo que parece decirnos el director japonés en su cuarto largometraje. Su cámara no se mueve en ningún momento en busca de culpables, con ojo avizor.
El cine siempre ha mostrado una especial querencia por la situación del niño indefenso y desarrapado. Charles Chaplin lo hizo de maravilla alternando risas y lágrimas en El chico (1921), cuyo testigo recogerían más adelante Roberto Rossellini y David Lean en Alemania, año cero (1947) y la dickensiana Oliver Twist (1948), respectivamente. La rúbrica en las décadas siguientes vendría de la mano de Truffaut en Los cuatrocientos golpes (1959), Francis Ford Coppola en El padrino II (1974) y Sergio Leone en Érase una vez en América (1984). En la última década, el interés sigue más vigente que nunca: Fernando Meirelles en Ciudad de Dios (2002), Ken Loach en Felices dieciséis (2002) y Bahman Ghobadi en Las tortugas también vuelan (2004). Y en el mundo del documental, es injusto no acordarse del largo panameño One dollar (2001), y el corto Los niños de la estación de Leningradsky (2004). Pero si hay una cinematografía en el mundo que de veras se vuelque sobre el mundo infantil, ésa es la oriental, que se añade un tanto más en la ya de por sí sonrojante goleada frente a la industria occidental.
Lo que diferencia a Kore-Eda de este puñado de obras maestras es su salvaje naturalismo, el desapego por los clichés del cine de denuncia social y su sabia incursión en los mundos imaginarios de la infancia. Aquí la dignidad no se mide en metros cuadrados, sino en la escasa condescendencia que los primeros planos y planos detalle muestran (una mancha de esmalte en el suelo, un trozo de plastilina en la terraza, una marca concreta de caramelos…). El sufrimiento y la reflexión adoptan la forma de una madre cruel y egoísta con un concepto de las mudanzas muy particular, capaz de reprochar a sus hijos su propia irresponsabilidad con exabruptos del tipo ¿Es que no tengo derecho a ser feliz?, negada a la hora de apreciar el tesoro que encierra sin dudar, delegando antes que asumiendo. Estos niños abandonan un paraíso forzados por unas circunstancias que se escapan a su propio entendimiento. Construirán un mundo caduco, con cimientos tan frágiles como la fuente de un parque, las plantas de una terraza o el interior de una maleta. Mientras tanto, el mundo exterior transita sigiloso a pesar de las dificultades de unos seres anónimos que no deben inmiscuirse en el rítmico desarrollo del planeta, más preocupado en seguir generando riqueza para unos pocos que en atender las necesidades de los más desfavorecidos.
La Maga
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