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Voto de Tiggy:
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5,5
4.914
Comedia. Romance. Drama
Un matrimonio estadounidense acude al Festival de cine de San Sebastián por trabajo de ella. El marido, Mort, sospecha que su mujer está teniendo un affaire con un joven y aclamado director de cine francés. Pero su preocupación disminuye cuando se encapricha de una atractiva médico española que le trata en una consulta. (FILMAFFINITY)
4 de octubre de 2020
5 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Poco se puede decir de Woody Allen a estas alturas; ácido, crítico, ingenioso, sarcástico… un genio vuelto autor desde la extensa experiencia que carga sobre sus menudos hombros. En su última obra, Rifkin’s Festival, el judío de Brooklyn consagra toda una carrera de éxitos derivada de su particular sello autoral, sello formado por sus influencias cinematográficas y su personalidad. Woody Allen abre su corazón al espectador creando un mundo de magia apartado de la realidad, una realidad alternativa llamada cine utilizando y, a su vez, dando las gracias, a los diez días del prestigioso Festival Internacional de Cine de San Sebastián que sirven de marco para lo que Allen quiere dibujar mediante fotogramas, mediante sueños de celuloide. Rifkin’s Festival trata la historia del álter ego de Allen, Mort Rifkin (Wallace Shawn), un erudito intelectual y amante y crítico profesional de cine que, en su obligada parada en el utópico País Vasco, cae en una red de existencialismo repentino desembocado por la aparición de un prometedor director de cine novicio, Philippe (Louis Garrel), desmoronando la relación sentimental con su atractiva mujer Sue (Gina Gershon) y dando paso a numerosos tópicos literarios relacionados con el amor como el <<amor post mortem>>, el <<amor bonus>> o el <<amor ferus>>; también se evoca el <<aurea mediocritas>>, <<non omnis moriar>>, <<tempus fugit>> o los clásicos <<carpe diem>> y <<locus amoenus>>. Una oda al cine, la mayor pasión del realizador norteamericano, que contagia ilusión con el corte agridulce y existencialista que caracteriza su filmografía.
Numerosas películas del neoyorquino han conquistado por su sarcástico uso del existencialismo como tema principal, rasgo que exhibe una personalidad pesimista e incluso preocupada por la imponente Muerte de parte de un director que no duda en tratar el tema, tomando una de sus referencias principales, el legendario Ingmar Bergman, como influencia permanente. Desde la impecable Delitos y faltas (1989) hasta la que hoy nos ocupa, Allen se <<enfrenta a la muerte desde la cobardía>>, tal y como él cita, no dudando en saltar por la ventana si la gallardía flaquea, poniéndose de lao’ si la Muerte lo mira de frente, afrontándola desde el <<memento mori>>, el recordatorio de que todos vamos a morir. Esta neurosis la plasma en su personaje, que no por casualidad se llama Mort, al que la alargada sombra de El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1957) sigue a través del <<carpe diem>> de San Sebastián. El ingenioso guion, escrito por lo que es uno de los mejores guionistas, el mismo Allen, tiene la marca sarcástica característica en torno al cuasi soliloquio que el director y guionista crea en torno a Allen con el que se desahoga con su público (por algo, toda la película es un flashback narrado por el propio Mort en una consulta psicológica), construyendo todos sus secundarios con el propósito de atraparnos en un paraíso terrenal donde, aunque la Muerte aceche, da pie a ilusiones y sueños que embaucan de felicidad al ser humano, aunque solo sea durante un efímero momento de diez días.
Desde el drama a la comedia, Allen siempre ha tenido el amor en el punto de mira. Y es que el amor es el eslabón que mantiene la vida, tan irracional como necesario, y que el director de Brooklyn siempre ha exhibido desde el platonismo más desinhibido, como ya pudimos ver en la fantástica Poderosa Afrodita (1995). En el romance sostiene Allen, a través de Mort, su propia vida en el cine, su <<amor bonus>> por Federico Fellini, Ingmar Bergman u Orson Welles, la ruptura del amor (de tanto usarlo) con su mujer Sue llegando al <<religio amoris>>, la necesidad de amor y comprensión que surge con la llegada de J. Rojas (Elena Anaya) y que da paso al <<amor mixtus>>, el amor espiritual y físico conjunto mientras el <<amor ferus>> de Sue y Philippe se desarrolla bilinealmente. Todo con el propósito de llegar a ese <<amor post mortem>> que junta las dos preocupaciones de Allen como locos enamorados: el amor y la muerte.
Pero no todo en el festival de Mort va a ser amor y muerte. Allen crea un paraíso terrenal, con mucho crédito del maestro Vittorio Storaro, donde nos atrapa en el <<carpe diem>>, en esa necesidad de vivir el momento porque, de una forma u otra, La vida es bella, y es en esos momentos fugaces de belleza, en el <<tempus fugit>>, donde somos capaces como personas de ser felices, aunque el tiempo transcurra irremediablemente para todos, aunque el reloj de la Muerte siga engrasado. En San Sebastián, los sentimientos afloran nítidos entre barajar y cortar el mazo del existencialismo, donde Mort es la carta con la que abre el juego del amor, sin saberse si será la carta ganadora o perdedora. Las relaciones entre tan peculiar personaje y las mujeres, las mujeres de Allen, el cual ha demostrado ser un gran estudioso de la feminidad aun ignorado por la virtuosa presencia de Pedro Almodóvar en este aspecto, consiguen esclarecer los móviles que siempre presentan los personajes del director: la necesidad de compañía y, yendo más allá, de comprensión cómplice que requiere todo individuo para alcanzar la buenaventura, aspecto muy apreciable en Conocerás al hombre de tus sueños (2010).
Volviendo al óbito dentro del <<locus amoenus>> del cine y San Sebastián, Allen fija la mirada en sí mismo, como autor y maestro del celuloide, reflejado en la áspera contundencia con la que Mort es vejado por su gusto refinado por el cine, incomprendido por sus intelectuales preocupaciones, rechazado por su forma de ser. Con ello, el director no pierde coba en su sátira, criticando tanto la presunta pedantería (o incomprensión del receptor) del mensaje que llevan los mensajeros del cine, los críticos profesionales, como el <<aurea mediocritas>> que tanto se ve, e incluso se premia, no solo en su pasión, sino en el mundo contemporáneo, residiendo en el contrapunto entre Mort y el director Philipe.A través de la relación entre los dos hombres del relato, Allen no solo se queja....
Numerosas películas del neoyorquino han conquistado por su sarcástico uso del existencialismo como tema principal, rasgo que exhibe una personalidad pesimista e incluso preocupada por la imponente Muerte de parte de un director que no duda en tratar el tema, tomando una de sus referencias principales, el legendario Ingmar Bergman, como influencia permanente. Desde la impecable Delitos y faltas (1989) hasta la que hoy nos ocupa, Allen se <<enfrenta a la muerte desde la cobardía>>, tal y como él cita, no dudando en saltar por la ventana si la gallardía flaquea, poniéndose de lao’ si la Muerte lo mira de frente, afrontándola desde el <<memento mori>>, el recordatorio de que todos vamos a morir. Esta neurosis la plasma en su personaje, que no por casualidad se llama Mort, al que la alargada sombra de El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1957) sigue a través del <<carpe diem>> de San Sebastián. El ingenioso guion, escrito por lo que es uno de los mejores guionistas, el mismo Allen, tiene la marca sarcástica característica en torno al cuasi soliloquio que el director y guionista crea en torno a Allen con el que se desahoga con su público (por algo, toda la película es un flashback narrado por el propio Mort en una consulta psicológica), construyendo todos sus secundarios con el propósito de atraparnos en un paraíso terrenal donde, aunque la Muerte aceche, da pie a ilusiones y sueños que embaucan de felicidad al ser humano, aunque solo sea durante un efímero momento de diez días.
Desde el drama a la comedia, Allen siempre ha tenido el amor en el punto de mira. Y es que el amor es el eslabón que mantiene la vida, tan irracional como necesario, y que el director de Brooklyn siempre ha exhibido desde el platonismo más desinhibido, como ya pudimos ver en la fantástica Poderosa Afrodita (1995). En el romance sostiene Allen, a través de Mort, su propia vida en el cine, su <<amor bonus>> por Federico Fellini, Ingmar Bergman u Orson Welles, la ruptura del amor (de tanto usarlo) con su mujer Sue llegando al <<religio amoris>>, la necesidad de amor y comprensión que surge con la llegada de J. Rojas (Elena Anaya) y que da paso al <<amor mixtus>>, el amor espiritual y físico conjunto mientras el <<amor ferus>> de Sue y Philippe se desarrolla bilinealmente. Todo con el propósito de llegar a ese <<amor post mortem>> que junta las dos preocupaciones de Allen como locos enamorados: el amor y la muerte.
Pero no todo en el festival de Mort va a ser amor y muerte. Allen crea un paraíso terrenal, con mucho crédito del maestro Vittorio Storaro, donde nos atrapa en el <<carpe diem>>, en esa necesidad de vivir el momento porque, de una forma u otra, La vida es bella, y es en esos momentos fugaces de belleza, en el <<tempus fugit>>, donde somos capaces como personas de ser felices, aunque el tiempo transcurra irremediablemente para todos, aunque el reloj de la Muerte siga engrasado. En San Sebastián, los sentimientos afloran nítidos entre barajar y cortar el mazo del existencialismo, donde Mort es la carta con la que abre el juego del amor, sin saberse si será la carta ganadora o perdedora. Las relaciones entre tan peculiar personaje y las mujeres, las mujeres de Allen, el cual ha demostrado ser un gran estudioso de la feminidad aun ignorado por la virtuosa presencia de Pedro Almodóvar en este aspecto, consiguen esclarecer los móviles que siempre presentan los personajes del director: la necesidad de compañía y, yendo más allá, de comprensión cómplice que requiere todo individuo para alcanzar la buenaventura, aspecto muy apreciable en Conocerás al hombre de tus sueños (2010).
Volviendo al óbito dentro del <<locus amoenus>> del cine y San Sebastián, Allen fija la mirada en sí mismo, como autor y maestro del celuloide, reflejado en la áspera contundencia con la que Mort es vejado por su gusto refinado por el cine, incomprendido por sus intelectuales preocupaciones, rechazado por su forma de ser. Con ello, el director no pierde coba en su sátira, criticando tanto la presunta pedantería (o incomprensión del receptor) del mensaje que llevan los mensajeros del cine, los críticos profesionales, como el <<aurea mediocritas>> que tanto se ve, e incluso se premia, no solo en su pasión, sino en el mundo contemporáneo, residiendo en el contrapunto entre Mort y el director Philipe.A través de la relación entre los dos hombres del relato, Allen no solo se queja....
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
...sino que se desnuda ante nosotros. El <<non omnis moriar>> persigue a los dos personajes con esa necesidad de crear algo que los haga inmortales, como es la impetuosa autoexigencia de Mort para su novela, la cual compite con Dostoyevsky o Joyce descartando inmediatamente el <<aurea mediocritas>> que el neoyorquino critica, y, por otro lado, la obra de Philipe que planea acabar con el conflicto israelí-palestino desde la presuntuosidad y la soberbia; desde la mediocridad.
Todo transcurre a través de la historia del cine, a través de las máquinas de sueños con las que Allen rememora a Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) y su misterioso Rosebud, a Persona (Ingmar Bergman) con Dios y la vida o a El séptimo sello y su tenebrosa parca, entre otras. Esto lo plasma de manera gráfica, literal, mediante secuencias abstractas que hilan de forma única las idas y venidas de Mort entre los hados del amor. Pero un inconformista Allen introduce de manera magistral, y muy natural, más referencias a su pasión y sus profesores entre los diálogos de sus personajes, sin perder nunca el temario de tópicos literarios que subyace en el argumento. Desde los maestros americanos como Ford o Hawks hasta los precursores de la nouvelle vague (que tanto ha obsesionado a Allen, recordemos, director de Medianoche en París en 2011) como Godard o Truffaut, pasando por grandes sabios japoneses como Inagaki o el director de Kagemusha, la sombra del guerrero (1980) que todos conocemos. Woody nos enseña todo lo que sabe de manera desinteresada, como no podía ser de otra forma, en su utopía personal: el cine, buscando cierto entendimiento entre nosotros, como espectadores, y conchabanza entre las personas que, como yo, adoramos el cine.
No cabe duda de que la maestría del director a la hora de exportar su obra y vida es sublime en todos los aspectos, con evocadores planos que deslumbran por lo bello de ese campo de rosas que planta Allen, sin dejarse llevar por un interés estético. La psicología y las emociones tienen un papel muy importante a la hora de desentrañar a los personajes. Por ello, el director emplea técnicas elaboradas ayudadas de la composición en plano, la cual no duda en fraccionar con elementos de la escenografía, para mostrarnos la pesadumbre de Mort y compañía de manera gráfica y simbólica. Por ejemplo, la primera consulta de Mort con la doctora llama la atención por el plano medio, desde el marco de la puerta, que emplea, como si fuéramos husmeadores. Esto se convierte en un trávelin de proximidad con empleo objetivo que crea una atmósfera intimista entre la complicidad de Mort y la doctora, acercándose lentamente hacia la silla vacía (donde se emula nuestro asiento) e incrementando el interés del diálogo gradualmente. En la misma consulta sucede ese fraccionamiento del plano medio mediante un biombo central y un elemento a derecha e izquierda del encuadre que delimitan nuestra atención en el merodeo nervioso de Mort, de izquierda a derecha. El lado izquierdo, más próximo al causante del nerviosismo del protagonista, muestra ese interés cobarde (o tímido) de enfrentamiento para resolver el problema, sin dar el paso. Cuando pasa al lado derecho, el nerviosismo se atenúa por la lejanía, pero aflora la preocupación por desatender el problema. Esta genial secuencia ayuda a completar, a mitad del metraje, la construcción psicológica de Mort para abrir con un nuevo arco que se extiende hasta el final del filme.
La excelente música, alegre, calmada, dulce, rítmica, pero con cierto tono melancólico de Stephane Wrembel acompaña unas interpretaciones muy correctas del elenco, especialmente Wallace Shawn y Elena Anaya, que consiguen una química idílica y perfecta para el tipo de relato. Por otra parte y muy a pesar, las de Sergi López (Paco) y Louis Garrel dejan mucho que desear en comparativa, el primero por exceso y el segundo por defecto. Esta última película del incombustible Allen, a sus 84 años de edad, hace una maravillosa oda a la vida.
Todo transcurre a través de la historia del cine, a través de las máquinas de sueños con las que Allen rememora a Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) y su misterioso Rosebud, a Persona (Ingmar Bergman) con Dios y la vida o a El séptimo sello y su tenebrosa parca, entre otras. Esto lo plasma de manera gráfica, literal, mediante secuencias abstractas que hilan de forma única las idas y venidas de Mort entre los hados del amor. Pero un inconformista Allen introduce de manera magistral, y muy natural, más referencias a su pasión y sus profesores entre los diálogos de sus personajes, sin perder nunca el temario de tópicos literarios que subyace en el argumento. Desde los maestros americanos como Ford o Hawks hasta los precursores de la nouvelle vague (que tanto ha obsesionado a Allen, recordemos, director de Medianoche en París en 2011) como Godard o Truffaut, pasando por grandes sabios japoneses como Inagaki o el director de Kagemusha, la sombra del guerrero (1980) que todos conocemos. Woody nos enseña todo lo que sabe de manera desinteresada, como no podía ser de otra forma, en su utopía personal: el cine, buscando cierto entendimiento entre nosotros, como espectadores, y conchabanza entre las personas que, como yo, adoramos el cine.
No cabe duda de que la maestría del director a la hora de exportar su obra y vida es sublime en todos los aspectos, con evocadores planos que deslumbran por lo bello de ese campo de rosas que planta Allen, sin dejarse llevar por un interés estético. La psicología y las emociones tienen un papel muy importante a la hora de desentrañar a los personajes. Por ello, el director emplea técnicas elaboradas ayudadas de la composición en plano, la cual no duda en fraccionar con elementos de la escenografía, para mostrarnos la pesadumbre de Mort y compañía de manera gráfica y simbólica. Por ejemplo, la primera consulta de Mort con la doctora llama la atención por el plano medio, desde el marco de la puerta, que emplea, como si fuéramos husmeadores. Esto se convierte en un trávelin de proximidad con empleo objetivo que crea una atmósfera intimista entre la complicidad de Mort y la doctora, acercándose lentamente hacia la silla vacía (donde se emula nuestro asiento) e incrementando el interés del diálogo gradualmente. En la misma consulta sucede ese fraccionamiento del plano medio mediante un biombo central y un elemento a derecha e izquierda del encuadre que delimitan nuestra atención en el merodeo nervioso de Mort, de izquierda a derecha. El lado izquierdo, más próximo al causante del nerviosismo del protagonista, muestra ese interés cobarde (o tímido) de enfrentamiento para resolver el problema, sin dar el paso. Cuando pasa al lado derecho, el nerviosismo se atenúa por la lejanía, pero aflora la preocupación por desatender el problema. Esta genial secuencia ayuda a completar, a mitad del metraje, la construcción psicológica de Mort para abrir con un nuevo arco que se extiende hasta el final del filme.
La excelente música, alegre, calmada, dulce, rítmica, pero con cierto tono melancólico de Stephane Wrembel acompaña unas interpretaciones muy correctas del elenco, especialmente Wallace Shawn y Elena Anaya, que consiguen una química idílica y perfecta para el tipo de relato. Por otra parte y muy a pesar, las de Sergi López (Paco) y Louis Garrel dejan mucho que desear en comparativa, el primero por exceso y el segundo por defecto. Esta última película del incombustible Allen, a sus 84 años de edad, hace una maravillosa oda a la vida.