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España España · Cáceres
Voto de Tiggy:
10
Drama A finales de la Época Heian en el siglo XII, el gobernador de un pueblo es enviado al exilio. A pesar de que su familia quiere ir con él, ninguno podrá acompañarle, pues, engañados por una vieja que se hace pasar por sacerdotisa, son vendidos como esclavos por separado: la madre por un lado y los hijos por otro. (FILMAFFINITY)
23 de septiembre de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
El intendente Sansho es una de las obras más recordadas del genio nipón Kenji Mizoguchi, y no es para menos. El cine del maestro se ha caracterizado, desde sus inicios en el cine mudo, por un carácter socio-político que se sitúa a la vera de los más desfavorecidos, dándoles la voz que arrastró hasta el final de su trayectoria cinematográfica. Sansho Dayu, título original de la película, concentra todos los temas de injusticia social de los que el director hace un espléndido alarde de poesía basándose en la obra folclórica de Rintarō Mori, más conocido como Mori Ōgai, un célebre novelista y general del Ejército Imperial Japonés, entre otras ocupaciones, que, al igual que Kenji Mizoguchi, defendió la libertad hasta el fin de sus días. La cinta narra el periplo de Zushiô (Masahiko Katô, Yoshiaki Hanayagi), un joven hijo de un alcalde regional que se vio sometido ante la crueldad de la esclavitud, junto su hermana y su madre, tras el destierro por principios de su padre, cuyas nobles proclamas acerca de la igualdad y la libertad constituyen el inmaculado espíritu ético que tanto Mizoguchi como Ōgai querían transmitir a través de su propia historia.

Componiendo la triste balada de este drama con la sabiduría propia de su carrera y edad (56 años), este prolífico director, considerado de los más influyentes del siglo pasado, hace temblar la maqueada historia de su país natal, donde siempre se escuchan relatos de heroicos emperadores y nobles samuráis, cambiando el registro para narrar la crueldad y condescendencia propia de la jerarquía social a la que estos títulos pertenecían y el Infierno que cosechaban en sus tierras para los menos pudientes. Con su estilo único, Mizoguchi consigue engalanarnos con el gran drama de un héroe que hizo libre al pueblo como un Espartaco japonés en la incansable búsqueda de su madre, saboreando el martirio padecido por los suyos, masticándolo con dificultad como miso para, finalmente, conseguir la esencia curativa del alimento perfumando, con ella, a los maltratados campesinos asediados por la tiranía del esclavismo. Todo esto dotado de una elegancia clásica designada por la elaboración minuciosa del director que, como en Cuentos de la luna pálida (1953), transmite la gracia del kabuki con el liviano hilo del amor y la esperanza al igual que en Los amantes crucificados (1954) mientras pasea con delicadeza por La calle de la vergüenza (1956) para hacer una contundente crítica no solo de la antigua era Meiji, sino de esa actualidad del 1954 y, por desgracia, de los tiempos actuales, donde el obsoleto sistema jerárquico sigue presente.

Qué fácil le suponía a Mizoguchi narrar historias como fábulas, adelantándose a sus coetáneos como Kurosawa u Ozu en la adaptación y narración de sus obras, incluso traduciendo, como es el caso, los cuentos inconclusos del novelista similares a la tradición oral, inundados de espiritualidad y simbolismo, para acercarse al crudo realismo histórico de la época, pero sin perder ni un ápice de la detallada moraleja con la que Ōgai hacía su reivindicación. Escenas como la entrega material del Buda de padre a hijo, como amuleto, han sido parafraseadas en innumerables historias, asentadas en la cultura popular e incluso homenajeada en el popular anime Akame ga Kill! (Tomoki Kobayashi, 2010). Este elemento simboliza la esperanza, móvil del protagonista y salvavidas, que esperan transmitir los autores. Una esperanza por la igualdad, por sustituir el egoísmo por piedad, por ser libres. El japonés, de nuevo, hace hincapié en la prostitución, definiéndola paralelamente como ‘mano de obra esclava’, condenando la trata de blancas para posicionarse a favor de las prostitutas que, en su total libertad, puedan ejercer el oficio si quieren, como ya nos contó en Mizoguchi en su última película.

Siguiendo el camino de Zushiô y su hermana Anju (Keiko Enami, Kyôko Kagawa) el director nos presentará, y nos dará el gusto de conocer, a una de las eminencias feudales que poblaban Japón: Sanshô Dayû (Eitarô Shindô). La encarnación del abuso, la codicia y la desigualdad es mostrada como un anciano rico y esclavista que vertebra la película. Se traza un estado de sentimientos cíclico en el personaje de Zushiô que marca los tramos del filme; en primer lugar, un joven Zushiô es portador de la esperanza y amor al prójimo que su padre le quedó como herencia. A raíz de su estrechamiento con la desesperación y el dolor por mediación de Sansho, Zushiô pierde la inocencia, abandonando todos los sentimientos iniciales, desprendiéndolos junto al Buda del que se deshace, a la herencia de su padre. Mizoguchi ahonda en este tramo, el nudo, hostigándonos con el tortuoso ambiente que crea en el campo de trabajo y acorralándonos en esa desesperanza, en la injusticia social, que padecen los esclavos. Por último, el protagonista, al que con el nudo Mizoguchi rompe y vuelve a montar en la recuperación del Buda por mediación del sacrificio de Anju, concluye la evolución del personaje retornando a la pureza espiritual de su padre, el cual también se sacrificó, al planteamiento que convive con el desenlace en cuanto al sentimiento primordial del amor, la bondad y el sacrificio. El director hace renacer espiritualmente la noble figura paterna, reencarnándose en su hijo para transmitir la filosofía budista y humanista de sí mismo y del autor. Todo tiene un ritmo fluido, impropio de las películas de sus coetáneos Kurosawa u Ozu, sabiendo jugar con las líneas argumentales paralelas y los tiempos narrativos, estrictamente atado a la prosa de los guionistas Yahiro Fuji y Yoshikata Yoda que angustian y conmueven con los diálogos y silencios del protagonista. Casi pareciera que nuestra estancia en ese campo hubiera sido de diez años, viendo crecer a Zushiô en un entorno que lo destroza emocionalmente, y nosotros creciendo con él.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Tiggy
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