Incluso hoy día, un siglo después, podemos entender e incluso sentir el profundo impacto que esta película produjo en el público. Nunca antes se había rodado un documental así. Las salas de cine se llenaron hasta los topes. Todo el mundo quería entrar en el mundo secreto, casi extraterrestre, de Nanuk.

A pesar de toda la polémica que rodeó a la cinta, su poder visual, su capacidad para transportarnos hacia lo remoto, lo desconocido y lo infinito la hacen un clásico imprescindible. Hay que pasar por alto ciertas cosas. Que el director compare a los esquimales con los animales, que su concepto de antirracismo sea una condescendencia que no deja de ser xenófoba, que las escenas fueran planificadas cuando se nos estaban colando como realidad pura y dura... Da igual, la potencia poética, misteriosa y casi diría que fantasmagórica de la cinta es lo suficientemente rotunda como para que haga que merezca la pena.

Nanuk, Allakariallak en realidad, es uno de los primeros personajes con marchamo de eternidad de la historia del cine. Un nombre propio en el que se centran unas aventuras que no son tales. Despojadas de (casi) toda épica, las vivencias de su familia son simplemente el día a día que tienen que enfrentar en uno de los territorios más hostiles del planeta. Un lugar que para los espectadores de la época debía asemejarse a lo que para nosotros es Marte. Aunque bien pensado tampoco hace falta establecer tal paralelismo. Tampoco conocemos tan bien la cultura esquimal en nuestros días. Tampoco la tenemos tan integrada dentro de nuestro canon. En realidad, Nanuk, el esquimal debería seguir siendo un visionado obligado. Para recordarnos que, tanto tiempo después, nos quedan muchas cosas por saber.

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