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Voto de Tony Montana:
8
12 de octubre de 2008
9 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay una serie de películas en las que siempre pienso cuando escucho a la alegre familia del cine español gimotear y quejarse de la falta de dinero para producir cine y que además, el público no acuda a ver sus egocéntricas películas de corte social, y entre ellas están Breve encuentro, rodada durante la posguerra en Inglaterra en un tiempo récord y con un presupuesto ínfimo, Roma, ciudad abierta, hecha con restos de película de otras producciones de la etapa fascista, y o El diablo sobre ruedas, vibrante y feroz película de género que supuso debut tras las cámaras del genio Steven Spielberg, rodada con poquísimos medios pero constatando que lo que realmente vale en esto es el talento de los que hacen la película y no la cuenta corriente, y la muestra de un director que ilusionaba en sus comienzos y que se peleaba con la industria para poder llevar sus sueños a cabo, y que contrasta con el judío conformista y acomodado que se dedica a producir y, desde que ganó su único Oscar hace ahora casi diez años, dirigir con el piloto automático con la salvedad de Munich, entregado a ver cómo su cuenta corriente aumenta día tras día mientras está sentado en su despacho con su gorrita de béisbol. Y es que aquí Spielberg se traviste de Hitchcock para narrar con una precisión absoluta una cinta que tenía todas las papeletas de convertirse en el clásico producto de consumo rápido en la tele y que pasase sin pena ni gloria, pero con su cámara, el excelente guión de Richard Matheson y el portentoso montaje la llevaron a la historia.
Spielberg se basa en una idea muy hitchcockiana a la hora de abordar la película basada en el relato del autor de Soy leyenda, un hombre normal y corriente enfrentado a algo extraordinario, que no es ni más ni menos que la maldad en su más pura concepción, estableciendo un vínculo casi emocional entre hombre y máquina que va más allá de lo meramente físico, pues nunca llegamos a ver al piloto del camión, como advertíamos en la portentosa secuencia de la cafetería, con la cual Spielberg se doctora en planificación y utilización del zoom, destacando el juego de primeros planos casi leonianos y los juegos de miradas que se establecen entre el protagonista y los diferentes camioneros que son juzgados, y le termina dando un toque realmente fantasmagórico al vehículo. Es constante la sensación de encierro, de ver al personaje enclaustrado en unos fotogramas en los que se juega con el espacio de una manera prodigiosa, presentando incluso las carreteras del desierto como un lugar cerrado, en donde la claustrofobia crece hasta límites insospechados, con un acabado formal simplemente perfecto en el que advertimos un regusto constante a películas como Psicosis y la huída de Marion de sus problemas con el fajo de billetes en el coche, o Detour, por cómo un viaje en carretera puede convertirse en una carrera a contrarreloj por tu vida por culpa del maldito azar.
Spielberg se basa en una idea muy hitchcockiana a la hora de abordar la película basada en el relato del autor de Soy leyenda, un hombre normal y corriente enfrentado a algo extraordinario, que no es ni más ni menos que la maldad en su más pura concepción, estableciendo un vínculo casi emocional entre hombre y máquina que va más allá de lo meramente físico, pues nunca llegamos a ver al piloto del camión, como advertíamos en la portentosa secuencia de la cafetería, con la cual Spielberg se doctora en planificación y utilización del zoom, destacando el juego de primeros planos casi leonianos y los juegos de miradas que se establecen entre el protagonista y los diferentes camioneros que son juzgados, y le termina dando un toque realmente fantasmagórico al vehículo. Es constante la sensación de encierro, de ver al personaje enclaustrado en unos fotogramas en los que se juega con el espacio de una manera prodigiosa, presentando incluso las carreteras del desierto como un lugar cerrado, en donde la claustrofobia crece hasta límites insospechados, con un acabado formal simplemente perfecto en el que advertimos un regusto constante a películas como Psicosis y la huída de Marion de sus problemas con el fajo de billetes en el coche, o Detour, por cómo un viaje en carretera puede convertirse en una carrera a contrarreloj por tu vida por culpa del maldito azar.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
En esto último recuerda al clásico hitchcockiano de Los Pájaros, puesto que la arbitrariedad rige todos los acontecimientos de la película, y las decisiones del camión son totalmente inexplicables, más allá del posible control de un demiurgo que se dedique a hacerle la vida imposible al bueno de Dennis Mann. Y Spielberg explota eso en su favor, aprovecha la coyuntura para jugar con el toque supraterrenal del camión, que aparece y desaparece según le viene en gana para crear así el suspense oportuno, dejando alguna impronta para la eternidad, como esa secuencia en la que el camión aparece entre las sombras y enciende sus luces como las de un animal rabioso dispuesto a embestir a su presa hasta destrozarla.
Y es que el personaje encarnado por Dennis Weaver cumple el patrón del héroe mathesoniano, ya sea cinematográfico o literario, como el Ben Fischer de La casa infernal, el Robert Neville de Soy leyenda o el Scott Carey de El increíble hombre menguante, un individuo sometido a una situación superior, por llamarlo de algún modo, que, de forma metafórica, habla acerca de su mayor problema, y que termina convirtiendo una historia de terror aparentemente convencional en una película de tensión y miedo psicológico, ya sean vampiros para hablar de la soledad, una casa encantada para hablar acerca de la superación de las ataduras que, en cierta medida, nos autoimponemos por nuestros miedos, o de un camión que representa esa cobardía que la propia mujer le echa en cara a Mann, para terminar hablando de la responsabilidad y la valentía, y convertir esa reunión de trabajo en una especie de huida placentera de la realidad del protagonista (que escucha la radio y habla con ella cuando un oyente cuenta sus mismos problemas, es decir, que su mujer es quien lleva los pantalones) y que culmina en un viaje pesadillesco. Por tanto, tenemos claro el retrato que se hace del personaje, un perdedor con una vida rutinaria que un buen día decidió cruzarse en el camino de un ente diabólico que conducía un camión con una apariencia que casi adelantaba al Tiburón spielbergiano, para terminar convirtiéndose casi en una especie de versión road movie que bordea el surrealismo de Moby Dick. Para romper la monotonía que supondría el continuo juego en la carretera, la acción sufre algunas digresiones en las que el protagonista se para a reflexionar acerca de lo acontecido, en ese constante gusto por el monólogo interior que siempre tienen los personajes de Matheson, y que, si bien es cierto que podría resultar redundante, ya que con el hábil juego de la cámara y la utilización de los primeros planos por parte de Spielberg se captaría bien el significado de cada escena, terminan por hacer un retrato más profundo de los miedos del conductor. La cinta te atrapa y no te suelta, te zarandea y no te deja respirar, te marea y te mete en el asiento del copiloto y tú casi buscas una manera de dejar atrás el camión que, más o menos, se ha convertido en tu destino.
Y es que el personaje encarnado por Dennis Weaver cumple el patrón del héroe mathesoniano, ya sea cinematográfico o literario, como el Ben Fischer de La casa infernal, el Robert Neville de Soy leyenda o el Scott Carey de El increíble hombre menguante, un individuo sometido a una situación superior, por llamarlo de algún modo, que, de forma metafórica, habla acerca de su mayor problema, y que termina convirtiendo una historia de terror aparentemente convencional en una película de tensión y miedo psicológico, ya sean vampiros para hablar de la soledad, una casa encantada para hablar acerca de la superación de las ataduras que, en cierta medida, nos autoimponemos por nuestros miedos, o de un camión que representa esa cobardía que la propia mujer le echa en cara a Mann, para terminar hablando de la responsabilidad y la valentía, y convertir esa reunión de trabajo en una especie de huida placentera de la realidad del protagonista (que escucha la radio y habla con ella cuando un oyente cuenta sus mismos problemas, es decir, que su mujer es quien lleva los pantalones) y que culmina en un viaje pesadillesco. Por tanto, tenemos claro el retrato que se hace del personaje, un perdedor con una vida rutinaria que un buen día decidió cruzarse en el camino de un ente diabólico que conducía un camión con una apariencia que casi adelantaba al Tiburón spielbergiano, para terminar convirtiéndose casi en una especie de versión road movie que bordea el surrealismo de Moby Dick. Para romper la monotonía que supondría el continuo juego en la carretera, la acción sufre algunas digresiones en las que el protagonista se para a reflexionar acerca de lo acontecido, en ese constante gusto por el monólogo interior que siempre tienen los personajes de Matheson, y que, si bien es cierto que podría resultar redundante, ya que con el hábil juego de la cámara y la utilización de los primeros planos por parte de Spielberg se captaría bien el significado de cada escena, terminan por hacer un retrato más profundo de los miedos del conductor. La cinta te atrapa y no te suelta, te zarandea y no te deja respirar, te marea y te mete en el asiento del copiloto y tú casi buscas una manera de dejar atrás el camión que, más o menos, se ha convertido en tu destino.