La adaptación al cine de obras literarias es, en cierto modo paradójica: Libros menores han dado lugar a absolutas obras maestras cinematográficas ("Psicosis", "El Silencio de los Corderos", o la saga del Padrino), pero, salvo honrosas excepciones, los monumentos literarios no han sido fuente de grandes películas. Intentar condensar los infinitos matices de un Quijote, un Conde de Montecristo o a una Madame Bovary para transformarlos en algo más que en una historia superficial y vacua, es complicado. Como pintar un soneto de Góngora, como esculpir una sinfonía de Beethoven.
Si además no podemos recurrir a la palabra, y presentamos a un Quasimodo mudo, el proyecto es tan ambicioso como estéril desde el punto de vista artístico. Podremos recurrir a virtuosismos técnicos, a decorados monumentales, o a interpretaciones miméticas para obtener una historia divertida, entretenida, con cierto mensaje moral...pero la Notre-Dame de Victor Hugo es infinitamente más auténtica que la catedral de cartón piedra que nos presenta Wallace Worsley.