No nos interesa para nada lo que el joven Bateman piensa durante esa huida final que se interrumpe abruptamente, porque, lo que piensa el joven Bateman es absolutamente irrelevante, y probablemente una gran gilipollez. Nos interesa, en cambio, atisbar cierta humanidad latente en estos seres salvajes que han sido cuidadosamente retratados. Solo presente en algunos momentos y reflexiones. Una humanidad que les confunde entre arrebato y arrebato, entre sin sentido y sinsentido. Es cierto que nadie conoce a nadie, porque nadie se conoce a sí mismo.

Ni el gigoló insensible y macarra tipo duro que no sabe lo que le mantiene en movimiento y frenesí sexual porque solo aprecia lo que no puede tener, la inocencia.

Ni el homosexual rechazado por todo y todos los que le rodean, que suspira por un abrazo de cariño real que no ha tenido en su vida.

Ni la chica que huye del sexo persiguiendo un espejismo que se diluye dolorosamente en el sudor pasional del chico que ni la recuerda ni la espera.

Tampoco se encuentran la promiscua rubia artificial que pisotea a su mejor amiga para mantener su rol superior cuando en realidad la mataría para poder parecerse a ella.

Ni el vividor y viajero frenético que persigue sin tregua y destrozando todo a su paso, una sombra de algo que cree que es, será o fue, el mismo y su mundo interior.

Ni el joven de la locura sobre-actuada que se oculta tras unas gafas y supera la vergüenza de la psicosis falsa tan solo para obtener una mirada de su madre fracasada.

Ni aquel que trata de ocultar su insoportable mediocridad tras un velo de mujeres y coches caros.

Ni por supuesto la chica tímida de la cafetería, cuyas aspiraciones a poseer al imposeíble malvado, unidas a la falta del valor necesario para superar sus complejos, llevan a la muerte.

Un retrato de gente perdida. Ahogada en su propia orgía de juventud y terriblemente insatisfecha pese a tenerlo todo. Nihilista y destructora de cuerpos, corazones y personas. Pero sobre todo, muy perdida.