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España España · Valencia
Voto de Carorpar:
9
Drama Dinamarca, 1623. En plena caza de brujas, Absalom, un viejo sacerdote, promete a una mujer condenada a muerte que salvará a su hija Anne de la hoguera si la joven accede a casarse con él. Según la ley, las descendientes de las brujas también deben arder en una pira. Meret, la anciana madre de Absalom, desaprueba desde el principio el matrimonio. Cuando Martin, el hijo de Absalom, regresa a casa para conocer a su madrastra, se enamorará ... [+]
12 de abril de 2020
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
“Dies irae” supuso el regreso de Dreyer a la ficción tras una década alejado de ella —no sabría decir hasta qué punto se trató de un apartamiento voluntario—, dedicado a rodar documentales a raíz del fracaso de “Vampyr” (“Vampyr, la bruja vampiro”, 1932), incomprendida aproximación al terror gótico desde postulados expresionistas a la que el tiempo ha acabado por colocar en el lugar de culto que merecía.
A mi juicio, hay bastante de ajuste de cuentas por parte de Dreyer en esta película. En primero lugar, con el severo luteranismo que tan honda huella dejara en su imaginería. Corriente pretendidamente renovadora, caída en manos de los cuatro fanáticos de siempre, acabará por incurrir en los mismos vicios que censurara, si no peores. Su rebelión, de eminente base kierkegaardiana, contra el antinatural rigor protestante se manifiesta en una clara apuesta por la carnalidad en el sempiterno conflicto de ésta con el espíritu. De manera alegórica pero indudable, Dreyer también le pone las peras al cuarto a esa industria cinematográfica que, diez años antes y a imagen y semejanza de los cazadores de brujas del siglo XVII, lo había postergado en castigo a su heterodoxia. Porque en “Dies irae” Dreyer hace una de las más acres denuncias de la intolerancia jamás vistas en pantalla, con un precedente en la “kolossal” —por ende, algo torpe— “Intolerancia” (“Intolerance”, 1916), de D. W. Griffith, cuya huella se aprecia igualmente en varios montajes paralelos.
“Dies irae” es, sencillamente, una maravilla, diría que hasta un milagro—rodada durante la ocupación nazi de Dinamarca, tiene el mérito añadido de la valentía—. Encontramos la minuciosa puesta en escena, los inconfundibles primeros planos sobre fondo blanco y su luminosidad única, los elegantes desplazamientos laterales de la cámara y el proverbial tempo dreyeriano, cadencioso como la sucesión de las estaciones del año —tachado de “lento”, les invito a hacer un recuento a vuelapluma de la cantidad de acontecimientos que se concentran en apenas 97 minutos; comprobarán que, al contrario, hablamos de un narrador superlativo—. Y la perfecta, casi cartesiana geometría del encuadre, embellecida hasta el éxtasis merced a la influencia de los sobrios interiores flamencos de un Vermeer o un Rembrandt, así como la de Caspar David Friedrich en exteriores, con sus protagonistas de espaldas al espectador, absortos en los abismos de la eternidad.
Carorpar
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