Pocas cosas hay más cargantes que una mala película. Entre ellas se incluye, no cabe duda, una mala película con pretensiones de obra maestra. He ahí el gran pecado en que incurre “Enemy”, cuyo visionado me ha supuesto una decepción tan enorme como las expectativas con que lo afrontara.
Algo -un mínimo- de humildad mediante, y todo hubiera podido quedar saldado con un socorrido “aunque fallida, valiente propuesta”. Lástima que el ego –artístico sólo, espero- de sus perpetradores exceda con mucho sus precarias aptitudes cinematográficas. En tal caso no ha lugar a benevolencia alguna para con semejante bodrio, tan vacuo como pretencioso, y, peor aún, soberanamente aburrido.
La nada más desoladora es lo único que subyace a unas imágenes que se esfuerzan con encono excesivo en resultar turbadoras, estéril ejercicio esteticista que no provocará más que una letanía de bostezos cada vez más desencajados, e irrefrenables deseos de cambiar continuamente de postura –o incluso de golpear al responsable de tanto despropósito, caso de que se tenga un mal día.
Un voluntarioso Jake Gyllenhaal hace todo lo que está en su mano para salvar del estrepitoso naufragio a los dos estúpidos personajes que le caen en suerte. Sin embargo, su indiscutible talento apenas nada puede contra el páramo argumental en que se los abandona desde el primer fotograma. Las acciones de ambos carecen tanto de motivación como de sentido, lo mismo que la película toda.
El absurdo cósmico se engalana además con un infumable erotismo onírico, a caballo entre los pasajes más “hardboiled” de la -a mi juicio- sobrevalorada “Eyes Wide Shut” y la verborrea mercachifle de cualquier médium de barraca de feria.
No me extraña, en fin, que “Enemy” se reivindique adaptación -libre- de una novela de Saramago. Sin ánimo de ofender a los rendidos admiradores del nobel luso, su literatura adolece de la misma indigencia conceptual que esta cinta, y de igual modo disfraza su parvedad con una altisonancia que, afortunadamente, no a todos alcanza a engañar.