Lejos de los manierismos “survival” tan de uso en el subgénero, muchos de cuyos más conspicuos exponentes parecen la filmación subjetiva de un “ultra trail” o una “Spartan Race”, “La noche devora el mundo” está en consonancia con lo que siempre he imaginado que sería un eventual apocalipsis zombi. De hecho, en su día tuve el honor —o la potra— de publicar un relato de pelaje muy similar. Esto es, un tío corriente y moliente al que no queda otra que encerrarse en casa a verlas venir y que sea lo que Dios, o los cientos de comedores de cerebros de ahí abajo, quieran.
Dicha apuesta estética y argumental conlleva la desventaja de no reventar salas ni generar un aluvión de “merchandising”; no obstante, un espectador moderadamente alfabetizado agradecerá la verosimilitud —dentro de lo que cabe, habida cuenta de las premisas—, y sus productores un ahorro sustancial en el siempre oneroso capítulo de los efectos especiales. La pirotecnia habitual ha sido pues sustituida por una profundización en la psicología del protagonista y un retrato, no por desenfadado menos turbador, de las repercusiones que sobre ésta tiene la soledad bajo asedio en que se ve obligado a desenvolverse durante meses.
A tal respecto, el noruego Anders Danielsen Lie entrega un trabajo digno de reseña, y ello pese a empezar algo frío. Claro, que lo mismo le sucede a la trama; sin embargo, conforme la película avanza y las mencionadas secuelas van haciendo mella en el personaje, ambos, historia y robinsón urbano, cogen carrerilla hasta alcanzar una velocidad de crucero muy estimable. Como le acompaña un ratito Golshifteh Farahani, de la que estoy enamorado como un becerro desde su aparición en “Paterson” (ídem, 2016), debo concluir que “La noche devora el mundo” ha constituido una experiencia sumamente grata. Definitivamente recomendable, incluso para los que estamos hasta el gorro de las cintas de zombis. Y de las series, y los libros, y las camisetas...