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España España · Valencia
Voto de Carorpar:
8
Acción. Drama En el siglo XIX, en un Japón todavía feudal, un samurái llega a un poblado, donde dos bandas de mercenarios luchan entre sí por el control del territorio. Muy pronto el recién llegado da muestras de ser un guerrero invencible, por lo que los jefes de las dos bandas intentan contratar sus servicios. (FILMAFFINITY)
21 de abril de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En los años sesenta se produjo una de las más profundas transformaciones del western, género cinematográfico por antonomasia y cíclicamente muerto y resucitado. Ésta en concreto tiene de particular que los aires de renovación le llegaron de cinematografías muy lejanas, caso de la japonesa y la italiana, y con un punto de partida tan ajeno a los motivos de la conquista del oeste como las historias de samuráis ambientadas en el mundo feudal del shogunato. Admirador confeso de John Ford, realizador de formación clásica y a su vez cineasta de gigantesca influencia, Akira Kurosawa adapta los arquetipos del western a las peculiares idiosincrasia y estética niponas, con la impronta ineludible del manga y el kaiga —pintura tradicional—. “Los siete samuráis” (“Shichinin no Samurai”, 1954) inauguraba una simbiosis gloriosa que encuentra en “Yojimbo” un corolario perfecto y que, de hecho, inspirará a Sergio Leone su “Por un puñado de dólares” (“Per un pugno di dollari”, 1964), título fundacional del “spaghetti western”. Aunque quizá el término “inspirar” se antoje un tanto benevolente, habida cuenta de la demanda por plagio que interpuso Kurosawa, a la postre ganando el pleito.
En efecto, “Yojimbo” presenta buena parte de los rasgos, si no todos, de un “modus operandi” que Leone y decenas de imitadores suyos reproducirán hasta el hartazgo. A vuelapluma, y sin ánimo exhaustivo: encuadres aplanados y profundidad de campo, planos medios, primeros y primerísimos, angulaciones forzadas con predominio del contrapicado, proliferación de cogotes y, por supuesto, esos mugrientos antihéroes, tipejos sudorosos y con barba de varios días —el samurái sin nombre encarnado por Toshirô Mifune parece una mezcla imposible de Clint Eastwood y Eli Wallach—, a los que sólo falta ponerse hasta el moño de frijoles y tequila, si bien hacen un consumo análogo de arroz y sake. El cínico sentido del humor, sublimación de un pesimismo antropológico del que no escapa nadie, así como la banda sonora a cargo de Masaru Sato, precedente oriental de las socarronas melodías que inmortalizaran a Ennio Morricone, completan las inconfundibles señas de identidad del cine que se avecinaba.
Carorpar
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